EL CID CAMPEADOR. NOVELA HISTORICA ORIGINAL POB D. ANTONIO DE TRUEBA Y LA QUINTANA. Los que dicen mal del Cid Ninguno con verdad habla, Que el Cid fué buen caballero, De loa mejores de España. Bomancebo. LEIPZIG : F. A. BROCKHAUS. 1882.PKOLOGO. La novela histórica es la epopeya del siglo XIX, y creémos que seria la de todos los siglos si siempre hubiera gozado del grado de perfección á que ha llegado en nuestros dias. Si en los tiempos de Homero, de Virgilio y del Tas so hubie- ran sido ya conocidas las novelas de Dumas, la Odisea, la Eneida y la Jerüsalen libertada serian tres magníficas novelas en vez de ser tres magníficos poemas. Hé aquí por- qué acudimos á la novela para cantar las glorias del Cid, de uñó de los héroes mas grandes de que nos hablan la tradición y la historia. La novela ofrece un campo tan vasto al escritor, que así caben en él los acontecimientos mas vulgares, como los mas sublimes; las abstracciones del filósofo grave y profundo, como la ligereza del vulgo superficial. El Cid solo cabe en la no- vela y apénas se le ha visto en ella. Hásele colocado no pocas veces en el teatro, pero ha sido, digámoslo así, en pedazos, porque de otro modo no cabia en él. El Cid es demasiado grande para la escena: solo el cielo puede servirle de dosel, porque le ahogan las bambalinas del teatro. Magnífico es el asunto que ha elegido nuestra pluma; mucho partido sacaríamos de él si nuestro talento no fuera tan mezquino. Para cada capítulo de la novela que vamos á escribir, tenemos un hecho histórico, de suyo tan grande, que basta por sí solo para escitar' el interes del lector mas frió é indiferente. Vamos á recorrer la vida del Cid guiados por la tradición ó por la historia, y si algo nos apartamos de esta, será para ir á recoger flores con que engalanarla. Hé aquí cómo pueden representarse trabajos semejantes al que vamos á emprender: la historia es un árbol que se eleva majestuoso, y la fábula es la enredadera florida que le rodea y viste de hojas y flores su áspero tronco, sin que por eso pierda el árbol su sabroso fruto. Las hazañas del Cid habrán ido aumentando en magnitud, rodando de siglo en siglo, á manera que se aumenta la bolaVI Phologo. de nieve según rueda por la falda de la montaña; pero es preciso creer que desde luego fueron grandes cuando el pue- blo las distinguió entre tantas y tantas como se ofrecían á su vista en la edad media, guerrera cual ninguna otra, y en- cargó á sus hijos que las legaran á la posteridad de genera- ción en generación. El Cid es el mas popular de los héroes castellanos, y no sin razón, porque en él están personificadas todas las virtu- des del ciudadano y del soldado. Buen hijo, venga las in- jurias de su padre lidiando valerosamente con el conde de Gormaz; buen caballero y amador constante, entrega su mano y su corazón á la hija del mismo á quien á buena ley había matado; buen monárquico, arrostra las iras de Alfonso ha- ciéndole jurar que no pesa sobre él un crimen que mancharía el trono de Fernando el Grande; buen soldado y buen vasallo, conquista con su invencible espada reinos enemigos y reyes moros y pone á los piés de su rey que acaba de desterrarle injustamente el botin que ha ganado y las tierras de que se ha hecho dueño; buen patricio, amante de la gloria y la pre- ponderancia de su patria, pasa á Roma, entra en la iglesia de San Pedro, ve en el lugar preferente la silla que repre- senta á la Francia, y lleno de indignación la hace pedazos y coloca en su lugar la que representa á España; y por último, buen cristiano, buen esposo y buen padre, al entrar en los combates, al embrazar su fardida lanza ó su esterminadora Tizona mezcla con el nombre de su Dios el de su Jimena y el de su Sol y su Elvira, y al dejar á estas bajo el amparo del buen abad de Cardeña, llora de los sus ojos. ... él que en los combates mostraba bajo su armadura un corazón mas duro que la armadura misma. Para ser el Cid grande y singular en todo, su vida tiene un epílogo que no tiene la de ningún otro héroe. El Cid Campeador paga á la muerte su tributo; su cadáver aterra á la morisma y la cruz se obstenta triunfante una vez mas sobre la media luna. Dios preste á nuestro espíritu la luz que ha menester para penetrar en los oscuros tiempos á que vamos á trasladarnos.EL CID CAMPEADOR. CAPITULO I. En el que se trata de unos amores que comenzaron casi por donde otros acaban. Alegres fiestas se celebraban en la corte de León en la pri- mavera de 1053. D. Fernando I, rey de Castilla y León, había pasado á Nájera á ver á su hermano D. García, rey de Navarra, que se hallaba enfermo en aquella ciudad; mas, sabiendo que D. García le quería prender por ciertas cuestio- nes que mediaban entre ambos sobre la repartición del reino de su padre, se puso en salvo con presteza. Habiendo pa- sado D. García á su vez á ver á su hermano, este le encerró en el castillo de Cea; pero como lograse huir de allí, llamó en su ayuda á los moros y entró por Castilla resuelto á tomar venganza, haciendo horribles estragos. Salióle D. Fernando al encuentro, trabóse la pelea en Atapuerca, no léjos de Burgos, y el ejército invasor fué completamente derrotado, muriendo el mismo D. García de una lanzada que le dió un soldado llamado Sancho Fortun que se había pasado á D. Fernando. Hé aquí, pues, el motivo de las fiestas á que nos referi- mos, fiestas que habían atraído á la corte crecido número de damas y caballeros, no solo de Castilla y León, sino también de todos los demas reinos en que á la sazón estaba dividida España. Habíanse jugado bohordos y cañas y sortijas á la usanza mora, y celebrádose un magnífico torneo en el que el mismo D. Fernando habia roto lanzas con los caballeros mas apuestos y gentiles de aquella época, tan fecunda en diestros justadores y valerosos guerreros. El Cid Campeador. 12 EL CID CAMPEADOR. Llegada la noche, cesaron los bailes, los juegos y las justas y se encendieron grandes hogueras en las plazas de la ciudad y en los campos circunvecinos, donde el pueblo continuó los regocijos del dia hasta acercarse la mañana, mezclando sus cantares y sus aclamaciones con el continuo repique de las campanas y el sonido de los rústicos instru- mentos músicos usados en aquellos tiempos, en tanto que las damas y los caballeros henchían los salones del real alcázar, donde iba á tener lugar un sarao que fuese digno comple- mento de las fiestas celebradas durante aquel memorable dia, cuyo recuerdo conservaron luengos años castellanos y leoneses por las mercedes que su rey les otorgó. Si pintásemos con ricos y subidos colores los salones en que se hallaba reunida la corte de D. Fernando, complaceríamos al lector, comunmente apasionado á lo maravilloso y magní- fico, es decir, el cuadro seria de mucho efecto; pero faltaría- mos á la verdad y á nuestro propósito de sacrificarlo todo á ella en el largo período que vamos á recorrer. El espíritu de independencia que reinaba á la sazón en Castilla, había rechazado el lujo oriental que desplegaban los mahometanos hacia cuatro siglos en la parte meridional de España. Eran los contemporáneos del Cid esforzados y varoniles como los héroes de Covadonga; pero también rudos y sencillos como aquellos primeros mantenedores de la cruzada santa que ter- minó por lanzar la impía media-luna á los desiertos africa- nos. Luz y flores eran las riquezas que abundaban en los salones del alcázar de León; luz y flores que son la riqueza del campo, el lujo de la naturaleza; pero si algún descon- tentadizo encontraba demasiado mezquinos estos adornos, debían parecerle cumplida compensación las hermosas damas y los apuestos caballeros que circulaban por todas partes departiendo con indecible animación y contento. Todos esperaban impacientes la presencia del rey, que debía ser el preludio del baile, y otras diversiones propias del sitio y de la época, cuando la voz de un paje dominó la de la multitud anunciando la aproximación de D. Fernando y su familia. Un profundo silencio reinó en los salones, y todas las mira- das se clavaron en la puerta que conducía á las habitaciones reales. Y en efecto, un instante después apareció D. Fernando acompañado de su esposa la reina Doña Sancha, de sus hijas Elvira y Urraca, de sus hijos Sancho, Alfonso y García, y de algunos ricos-homes que durante el dia habían tenido la honra de acompañarle y á quienes el rey había convidado á su mesa. Entre estos últimos llamaba la atención general un anciano de noble fisonomía, á quien D. Fernando dirigía la palabra con suma bondad y frecuencia. Aquel anciano era el noble Diego Lainez, señor de Vivar.CAPITULO I. 9 Hemos dicho que todas las miradas se fijaron en la familia real, y tenemos que hacer una(sal vedad) á fuer de verídicos y exactos narradores. En uno de los estremos del salón principal hablaban Bin curarse de aquel incidente una gentil doncella que contaría veinte primaveras, y un gallardo man- cebo de no mucha mas edad, sin que bastaran á interrumpir su plática, al parecer amorosa, las instancias de una dueña bien entrada en años que parecia hallarse sobresaltada y temerosa de que alguien los viera, según la frecuencia con que miraba á todos lados estremeciéndose cuantas veces so- naban pasos cercanos. Eran los primeros Jimena, hija del conde de Gormaz, y Rodrigo, hijo de Diego Laínez, y la quintañona que así se inquietaba, Lambra, aya de la pri- mera. En efecto, plática amorosa debia ser la suya, porque Rodrigo y Jimena se amaban desde niños, y el amor fué siempre el tema de las pláticas de los enamorados. Digamos cómo llegaron á serlo el hijo de Diego Lainez y la hija de D. Gome de Gormaz. Vínculos de amistad y parentesco, bien que lejano este último, unian desde muy antiguo á las dos familias. En ocasión de celebrarse unas famosas justas en Vivar, acudió á ellas D. Gome con su familia y se hos- pedó en casa de Diego Lainez. Rodrigo tenia á la sazón cuatro años, y poco ménos edad contaba Jimena, á quien sus padres llevaron en su compañía á Vivar. Diego Lainez obsequió á sus huéspedes con un banquete asaz espléndido y abundante para la frugalidad tradicional en su casa, durante el cual ambos señores se hicieron nuevas protestas de amistad. Teresa Ruña, la noble esposa de Diego, amaba á su hijo con una ternura comparable solo á la ternura con que amaba á su hija la esposa del de Gormaz. Ambos niños rivalizaban en hermosura y gracias, y ambas madres entablaron sobre este punto una amistosa y laudable disputa, terminada la comida. Y decimos laudable, porque noble y santo es el or- gullo maternal, siquiera parezca infundado al que le juzga desapasionadamente. Aquella controversia terminó por con- venir todos los circunstantes, inclusos los padres de los niños, en que estos eran iguales en hermosura y en gracias como iguales casi en edad. — Parecen formados el uno para el otro, dijo Teresa Nuña. Y de esta opinión surgió un pensamiento que fué acogido con entusiasmo por ambas familias, á saber: el de enlazar mas y mas los intereses y la amistad de estas por medio de la unión de Rodrigo y Jimena. La realización de este proyecto se aplazó para cuando los dos hermosos vástagos 1*4 EL CID CAMPEADOS. de aquellas nobles familias hubiesen cumplido veinte años, porque en aquella edad de hierro se huia, cou razón, de agostar la lozanía de la mujer con los peligrosos accidentes de la maternidad prematura. El amor, y sobre todo el amor de madre, es la fuente de los pensamientos mas bellos y mas poéticos; así fué que el suyo inspiró á Teresa una idea eminentemente bella: la de que ambos niños sancionaran el convenio de su futura unión con un beso que á la vez debía ser la prenda de un amor que empezaba aquel dia. En efecto, Teresa Nuña tomó á Rodrigo de la mano y acercándole á Jimena, el niño selló con su puro labio la sonrosada mejilla de la niña que á su vez besó la de Rodrigo. Este convenio fué un lazo que estrechó el trato de las dos familias, y aquellos, dos niños crecieron como dos flores en un mismo tallo; hermanos en la educación, lo fueron también en el alma. Pasaron muchos años sin que nada turbara la cordial amistad de las dos nobles familias; pero algunas preferencias obtenidas por Diego Lainez en la corte del rey Fernando, con quien los dos ricos-homes gozaban mucho favor, disgus- taron al de Gormaz cuyo corazón, á juzgar por algunos hechos anteriores y los que tuvieron lugar después, distaba mucho de la nobleza y la generosidad del de Diego; y sin embargo, merced á la prudencia de este último, hasta poco ántes de la fecha que hemos consignado al principio de esta historia, no se habia verificado un rompimiento completo, para el cual tomó la iniciativa D. Gome prohibiendo á su hija toda comunicación con Rodrigo, amenazando á Lambra con arrojarla de su casa si lo consentía. El dia á que nos referimos llegaban al colmo la exaspe- ración y la cólera del de Gormaz por la benevolencia con que Diego habia sido acogido por el rey, por la frialdad con que él habia sido recibido, y sobre todo por el desaire que pretendía habérsele hecho no convidándole á la mesa de D. Fernando como al de Vivar, á quien atribuía su desgracia para con el rey. Ciertamente se hallaba Diego Lainez bien distante de merecer semejante acusación de su antiguo amigo, porque aquel mismo dia habia procurado rehabilitarle á los ojos de D. Fernando; pero este tenia .justos motivos de queja del conde, y habían sido inútiles los buenos oficios del de Vivar. En el instante en que se anunció la presencia de la fa- milia real en los salones del alcázar, paseaba por ellos D. Gome acompañando á su hija. Resentido se hallaba de la frialdad del rey, pero no tanto que renunciase á recobrar su favor provocando nuevamente el enojo de D. Fernando, abs-CAPITULO I. 5 teniéndose de acudir á su lado entonces como acudían otros caballeros que como él paseaban por aquellos salones. Así es que, encargando á Lambra el cuidado de Jimena, se di- rigió al encuentro de la familia real. Rodrigo que espiaba la ocasión de hablar á la doncella, vió el cielo abierto cuando vió á esta libre de la presencia del conde, y voló á su lado á pesar de la inquietud que sabia iba á causar á la dueña. Muchos dias hacia que Jimena no le habia visto, y es fácil calcular cuál fué su placer teniendo en cuenta el tierno y antiguo amor que los unia. — Jimena! murmuró Rodrigo en voz baja y temblorosa por la emoción. — Rodrigo! ... balbuceó la doncella sin acertar tampoco á articular otra palabra. — Por todos los santos de la corte celestial, dijo la dueña asustada dirigiéndose en ademan de súplica á Rodrigo, idos de aquí, que si os ve el conde, mi señora y yo somos muer- tas... Vos sin duda no sabéis que me ha amenazado con cortarme las haldas por vergonzoso lugar si dejo á mi señora comunicar con vos. Pues para mercedes está hoy mi señor! — Nada temáis, honrada dueña, contestó Rodrigo, que si el conde os corta las haldas, daréos yo otras de rico paño. — Bien se conoce que sois ya caballero, que de caballeros es el ser generosos. Hablad con mi señora; pero despachad pronto, que yo estaré entre tanto á la mira y rezaré un ro- sario para que se esté por allá mi señor. Rodrigo y Jimena hablaban ya sin hacer caso de las palabras de Lambra. — Rodrigo, decía Jimena, ¿qué se hicieron aquellos tiem- pos en que la casa de Vivar y la de Gormaz eran un tronco con dos ramas; en que ninguna nube oscurecía el cielo de nuestros dulces amores; en que veíamos sonrosado y hermoso el lejano horizonte; en que en mis padres hallabas el amor que yo hallaba en los tuyos? Vanos han sido tus esfuerzos, vanos los mios, vanos los de vuestros parciales, vanos los de los nuestros para vencer la enemiga que separa al noble señor de Vivar y al no ménos noble conde de Gormaz. — Aquel tiempo, Jimena, quizá no ha pasado para no volver jamas. Mi padre, el hijo de Lain Calvo, aunque viejo, conserva lozana y joven la noble altivez de sus mayo- res, y por Dios que no cumpliera con su hidalguía si tolerase aun con paciencia las injusticias con que tu padre ha cor- respondido á su amistad. Harto tiempo las ha tolerado, Jimena... Pero yo me humillaré á tu padre sin que la humillación me mancille, porque lo haré por tí, y no hay baldón en quien se humilla por una dama. ¿Qué ambiciona tu padre? ¿honores? ¿riquezas? ¿un reino? ¿un trono para6 EL CID CAMPEADOR. su hija? Todo lo tendrá, Jimena, yo te lo juro por mi amor y por la honra de mis mayores. Robusto es mi brazo y ani- moso mi corazón. Mañana mismo partiré á las fronteras enemigas, mis deudos y parciales me seguirán, entraré en tierra de moros, lidiaré como Bernardo en Roncesvalles, y venceré, porque invencible me hará este amor que há tantos años te tengo; y todo lo pondré á los piés de tu padre demandán- dole en cambio tu mano, y la amistad con que un tiempo correspondía á la nuestra. .. =— Jesús, decía Doña Lambra, mi señor va á venir, y aquí va á haber la del Guadalete, vos D. Rodrigo vais á ser víctima de su enojo, y si me corta las haldas, adiós las de rico paño! Pero los dos amantes curaban muy poco de la inquietud y las impertinentes palabras de la dueña. — Bien sé, Jimena, continuaba Rodrigo, que tu padre no perdonará medio para vengar sus resentimientos con el mió, y quizá yo, el ídolo de Diego Lainez, seré la primera víctima de sus tiros, porque para herir el corazón del padre herirá el del hijo arrebatándome la esperanza de recobrar el único objeto de mi ambición que eres tú, Jimena. Pero si el amor que tantas veces me has jurado es cierto, si tienes en algo la dicha, la esperanza, la vida del compañero de tu infancia, del que tanta felicidad ha soñado contigo, sabrás resistir á sus violencias hasta que llegue el dia en que Rodrigo torne á Castilla digno de la hija de un rey, y entonces el orgullo le obligue á concederme lo que ahora me niega su ambición, defrauda en sus esperanzas. — Yo te juro, respondió Jimena en uno de esos arran- ques de entusiasmo en que sin contar para nada con la razón, todo nos parece posible, yo te juro que nadie en este mundo podrá vencer mi resolución de ser de Rodrigo ó de nadie. Mi padre podrá ahogar el aliento de mi pecho, pero nunca el amor de mi corazón. — ¡Ah, bendito el dia en que mis ojos te vieron la pri- mera vez! Quizá sin el amor de Jimena, Rodrigo Diaz seria una de esas plantas que nacen, viven y mueren sin haber dado ningún fruto, uno de esos hombres que pasan por el mundo sin dejar una huella que indique su paso á los que vienen detras; pero tu amor inmortalizará su nombre; por él se teñirán de sangre musulmana los campos de Castilla, por él, Jimena, será alfombra del pueblo cristiano el estandarte de Mahoma; por él tendrán los débiles y los oprimidos un brazo que los sostenga y los defienda, y por él la estirpe de los condes de Castilla vestirá la púrpura real. Y al hablar así Rodrigo, olvidaba el sitio donde se ha- llaban , colorábanse sus mejillas y se encendía su frenteCAPITULO I. 7 espaciosa y noble, y brillaban sus ojos como si todo el fuego que animaba su corazón afluyese á su cabeza. Los ojos de Jimena brillaban también de alegría, y su corazón latia con violencia agitado por el amor y el orgullo... por el orgullo, sí, porque la hija de un rey le hubiera tenido al considerarse amada de aquel generoso y gallardo mancebo á quien quería trasmitir envuelto en su ardiente mirada todo el tesoro de amor que encerraba su alma. La inquietud de Lambra crecia por instantes; y no sin razón, porque la multitud que se había reconcentrado hacia el lado donde aparecieran el rey y su familia, satisfecha ya su curiosidad, empezaba á volver esparciéndose por los sa- lones, y la honrada dueña temía la vuelta de su señor ó que alguien echase de ver su condescendencia y se lo dijese á D. Gome. — Ay haldas inias! dijo interponiéndose entre Jimena y Rodrigo; va á venir mi señor y me las corta sin remedio! Un grupo de caballeros venia de hácia el estremo opuesto del salón, y á Rodrigo le pareció distinguir entre ellos á D. Gome. — Adiós, Jimena, se apresuró á decir el mancebo; ó todo ó nada, ó muerto, ó de Jimena! — O de Rodrigo ó de nadie, contestó la doncella siguiendo con la vista á su amante que abandonó en seguida los salo- nes del alcázar, en el instante en que el conde volvía al lado de su hija. Una alegría inusitada se notaba en el semblante de D. Gome momentos antes taciturno y contraido frecuentemente por la cólera. Era que el conde de Gormaz léjos de recibir, como temía, un nuevo desaire del rey, había hallado una benévola acogida que por lo mismo que no la esperaba, le era doblemente grata. ¿A qué se debía este súbito cambio en el ánimo del monarca? Debíase á los esfuerzos que du- ranté aquel dia y aprovechando la buena disposición en que D. Fernando se hallaba para conceder mercedes, había hecho Diego Lainez Con objeto de tornar á su antiguo amigo á la gracia del monarca, que al fín había accedido á sus deseos, prometiéndole manifestar su aprecio al rico-home de Gormaz en presencia de toda la corte. Y en efecto, así lo había hecho el rey al presentársele D. Gome en los salones del alcázar; D. Fernando había procurado ahogar sus resentimien- tos para acoger al de Gormaz con la benevolencia que dis- pensaba al mismo Diego Lainez. — Jimena, hija mia, dijo el conde á su hija estrechándola en sus brazos, porque necesitaba su contento aquel desahogo; el rey, á pesar de mis calumniadores, ha recordado mis merecimientos y tornádome á su gracia. D. Fernando, que8 EL CID CAMPEADOR. sabe cuánto te amo, que tú eres la prenda mas cara de tu padre y que honrándote me honra, desea verte y me ha mandado conducirte á su presencia. La alegría brilló á su vez en el rostro de Jimena, pero no era la alegría que radiaba en el de su padre, no era esa alegría que procede de la vanidad satisfecha; era que Jimena amaba á su padre aunque conociese sus defectos, y deseaba su felicidad cualquiera que fuese el punto de apoyo en que esta estribase; era que alumbraba su mente un rayo de es- peranza .... la esperanza de ver reanudada la amistad de su familia y la de Rodrigo, cuya consecuencia debia ser la vuelta de aquel tiempo feliz en que ningún obstáculo se inter- ponía entre su amor y el del noble vástago de la rama de Vivar. Las almas puras y enamoradas son tan propensas á la esperanza como á la desesperación; por eso la de Jimena, que se hallaba en este caso, recorrió en un breve espacio aquellos sentimientos estremos, pasó de la oscuridad á la luz, de la muerte á la vida. En efecto, condújola su padre á la presencia del rey, de quien mereció la mas favorable acogida, como también de la reina y los -infantes. La alternativa de sentimientos que habia esperimentado aquel dia, no habia despojado á su rostro de su hermosura habitual; un murmullo de admiración se alzó entre las damas y caballeros que acompañaban á la familia real cuando Jimena se acercaba; el de Gormaz sonrió de satis- facción y de orgullo, y Diego Laínez, al contemplar por la milésima vez tanta hermosura y discreción, no pudo ménos de pensar: «Mi Rodrigo será un héroe si ella se lo manda, conquistará un trono si ella se le pide!» Y este mismo pen- samiento debió ocurrir á cuantos allí estaban, pues nadie ignoraba en la corte el antiguo amor que unia á Jimena y Rodrigo, ni el predominio que la doncella ejercía sobre el alma del gallardo mancebo, orgullo de la casa de Vivar y esperanza de los buenos castellanos y leoneses. CAPITULO II. Donde se trata de unas fiestas que terminaron con un bofetón. La numerosa concurrencia que poblaba los salones del alcázar, se entregaba alegre y bulliciosa á las distintas di- versiones que 'aquel magnífico sarao ofrecía, en tanto que el rey y los infantes conversaban familiarmente, mezclados en un grupo de caballeros, y la reina y las infantas separadasCAPITCLO II. 9 en otro grupo compuesto de hermosas damas, se solazaban á su vez hablando con estas; pero si es cierto que Jimena era la dama preferida por la reina, su padre no obtenía en aquel instante idéntico favor del rey, á pesar de la benevolencia con que había sido acogido pocos momentos ántes. El amor que no procede del corazón, sostiene poco tiempo sus men- tidas apariencias, pues en un momento de descuido, deja caer la máscara con que se cubría y aparece entonces el frió rostro de la indiferencia. Tal acababa de suceder con el que D. Fernando había mostrado á D. Gome, y por el con- trario sucedía con el que aquel sincero y sabio monarca pro- fesaba al rico-home de Vivar. — Señores, dijo el rey dirigiéndose á los caballeros que le rodeaban: como hermano, he llorado la muerte de I). García, mas como rey, obligado á sacrificar los afectos mas tiernos de mi corazón en pro del reino que Dios me encargó regir y gobernar, debo regocijarme por el triunfo alcanzado en Atapuerca por las armas castellanas y leonesas. En cele- bridad de ese glorioso triunfo, he dado pruebas de mi muni- ficencia á los pecheros mis vasallos. No es bien que los ca- balleros que asisten á mi corte, dejen de participar de mis mercedes con arreglo á sus merecimientos. A vos, noble y leal Peranzures, hago mayordomo de mi alcázar, que si bien habéis servido mis estados con la espada en el campo, y con vuestra sabiduría en las cortes y en el consejo, bien ser- viréis también mi casa. A vos, honrado Arias Gonzalo, en- cargo mi tesoro, que fio ha de acrecer encargado vos de su guarda. A vos, noble y prudente Diego Lainez, confío el cuidado y la enseñanza de mis hijos, que habiendo criado tan bien el vuestro, bien criaréis los mios. Bien sabéis cuánto amo á los infantes; poniéndolos á vuestro cuidado, os doy la mayor prueba de amistad y confianza que rey puede dar á vasallo, y sabed que si otra mayor pudiera daros, diéraosla de buen grado. Vos, el mas cumplido caballero del mundo, el mas honrado y prudente de los ricos-homes de Castilla, amoldaréis la cabeza de mis hijos, para que siente bien en ella la corona que un dia han de ceñir todos ellos, pues ya que Dios me dió tres reinos, uno he de dejar á cada uno de mis tres hijos. Vos, esforzado conde de Gormaz, habéis de ser de hoy mas el que conduzca al campo las huestes leonesas y castellanas, en vez de Diego Lainez y Peranzures, cuyo brazo han debilitado los años y el mucho blandir la espada y la lanza. Pruebas me habéis dado de vuestro valor, luchando con la morisma, y no dudo que vos y los caballeros que me rodean, me habéis de servir como buenos, unos en el campo y otros en mi corte, unos con su valor y otros con su lealtad y su sabiduría.10 EL CID CAMPEADOR. Peranzures, Arias Gonzalo y Diego Lainez, doblaron la rodilla y besaron la mano al rey, para darle gracias por las señaladas mercedes que les hacia, como buenos y agradecidos vasallos que todos eran; pero el de Gormaz, cuando llegó su vez, dió rienda suelta al enojo que se había ido apoderando de su pecho, en tanto que el rey hablaba á los demas ca- balleros, y particularmente al de Vivar, á quien creía in- justamente favorecido por el rey, cuya frialdad para con él atribuía á malquistacion del honrado anciano, que tan distante se hallaba de merecer aquella acusación. — Señor, dijo al rey dirigiendo de tiempo en tiempo una mirada al de Vivar, el conde de Gormaz seria un lisonjero cortesano y no un honrado caballero, si diera gracias á su rey por mercedes que no recibe. Si os placen solamente aduladores, no espereis hallar uno en mí. Otro monarca menos prudente que D. Fernando hubiera castigado la audacia y la ingratitud de D. Gome, y hubiera puesto una mordaza en la lengua que de tal modo se le atrevía; pero Don Fernando reprimió su enojo y dejó al de Gormaz esponer sus resentimientos, por mas que fuesen in- justos y lo hiciese,«en términos indignos de un vasallo en presencia de su. rey. — Encargáis, señor, continuó D. Gome, la crianza de vuestros hijos á un viejo caduco, como si los criarais para monjes ó como si los quisierais afeminados como las hembras, y por favorecer á un menguado adulador, olvidáis, señor, mis servicios y el valor con que os he servido siempre!... Si queréis que los infantes sean buenos caballeros, diestros en romper una lanza en una justa, y osados y entendidos al cerrar con un escuadrón de moros, ¿á quién debíais fiar su crianza, á un viejo cuya mano apenas puede sustentar el báculo en que se apoya, ó á mí que tengo valor en el cora- zón y fuerza en el brazo para blandir la espada, no solo contra el infiel, sino también contra todo el que ose ponerlo en duda como á probarlo estoy dispuesto? Y al hablar así, D. Gome se dirigía á Diego Lainez provocándole, no solo con la palabra sino también con el semblante. — Señor, dijo el anciano dirigiéndose al rey y reprimiendo su Justa indignación, que á no estar contenida por la pre- sencia del rey hubiera estallado, ya que no con ayuda de la espada que en efecto no podía sustentar su temblorosa mano, con la de la palabra que hubiera sido enérgica y terrible al defender una honra que nadie mas que el conde se había atrevido á mancillar; señor, perdonadme si al defender mi honra traspaso los límites de la moderación que debo respe- tar delante de mi rey y señor. Y continuó dirigiéndose a'CAPITULO II. 11 de Gormaz: — D. Gome, sois injusto en demasía al supo- nerme lisonjero y calumniador. Diego Lainez agradece las mercedes que recibe de su rey, pero nunca las solicita y mucho ménos con la lisonja y la calumnia. Si las razones que habéis alegado para probar que el rey debió encargaros la crianza de los infantes en yez de confiármela á mí, han convencido á quien me ha honrado con esta confianza, renun- ciaré en vos tanta honra, por mas que la tenga por la mayor que he recibido durante mi larga vida, consagrada casi toda ella al servicio de la patria. Pero no; esas razones no deben pesar tanto como eso en el ánimo del rey. Esta debilidad que notáis en mi mano, estas canas que veis en mi cabeza y estas cicatrices de mi rostro, prueban que he vivido mas que vos, y que no siempre he frecuentado los salones de la corte. Si no puedo romper una lanza en una justa ni cerrar con un escuadrón enemigo, puedo enseñar uno y otro; vos que lo aprendisteis de mí, debierais certificar de ello, y ya que no por anciano, respetarme por maestro. El rey conocía la sinrazón del conde y la prudencia y la moderación del de Vivar, pero no quería decidirse osten- siblemente por ninguno de los dos, porque conocía los males que al estado debía traer un rompimiento completo entre aquellas dos nobles familias, ambas poderosas por sus rique- zas y parciales; ademas enemistándose con el conde de Gormaz, se captaba un enemigo cuyo poder debían temer los monarcas mismos. Así fué, que se propuso interponer su influencia para reconciliar á ambos contendientes, quedando en buen lugar con uno y otro. — Dejad, les dijo, esas funestas querellas, y pensad sola- mente en consolidar la amistad que un tiempo no lejano os unió, y en servir unidos á vuestra patria y la fe de vuestros mayores, continuamente amenazadas por los moros, que no de otro modo dan pruebas de tales los buenos caballeros cristianos. Ambos sois tortísimas columnas de la fe y de mi trono, y nunca fué mi ánimo favorecer á uno con perjuicio del otro, ántes bien, al recompensar vuestros merecimientos he querido colocar á cada uno de vosotros en el puesto que sus circunstancias reclaman. Cuando el rico-home de Vivar era bastante robusto y fuerte para manejar una lanza, acau- dillaba las huestes cristianas, y hoy que solo puede servirme con la sabiduría que da la esperiencia, le confío un empleo que solo es dado desempeñar con ella. Vos, D. Gome, sois el mas idóneo para acaudillar mis soldados, y por eso os nombro su caudillo. Un dia seréis viejo como Lainez, y entonces utilizará el rey vuestra sabiduría y vuestra lealtad en su casa. Conociéndoos valiente y aficionado á los azares de la guerra, creí agraviaros confiándoos en mi alcázar un12 EL CID CAMPEADLE. destino que solo deben desempeñar los ancianos como Arias, Peranzures y Lainez, ó aquellos caballeros que por apocados de ánimo no sirven para los campos de batalla. Lainez, alargad la mano á D. Gome, que él la estrechará de buen grado. El anciano alargó en efecto su temblorosa mano como para buscar la del conde, deseoso de complacer al rey, y de sacrificar sus justos resentimientos á trueque de una recon- ciliación que evitase muchos males al estado y tornase la tranquilidad á su casa. Quizá se acordó también en aquel instante de Rodrigo, cuya felicidad estaba en la renovación de su amistad con el de Gormaz; pero juzgúese de su sor- presa y de su justa indignación cuando vió que el conde re- tiraba la suya diciendo con soberano desden: — La mano del conde de Gormaz nunca ha estrechado ni ha de estrechar mano de calumniadores. — D. Gome!... esclamó el honrado viejo, revistiéndose de la altivez propia de todo caballero injustamente ultrajado: ántes de alargaros mi mano debí cortarla. Vos ... yos sois el calumniador, cuya mano hubiera manchado la mia. — Si mi inano no ha manchado la vuestra, contestó el conde, tomad, viejo fementidol manchará para siempre vuestro rostro. Y ensangrentó con una bofetada el venerable rostro del anciano, de Diego Lainez, del que un dia fué terror de la morisma, del caballero mas cumplido de Castilla, del hijo de Lain Calvo!! ... — Justicia de Dios!....gritó el desventurado anciano luchando con su impotencia para devolver al cobarde felón la injuria que de él había recibido; pero la ira ahogó su voz, anubló su vista, trastornó su cabeza y le derribó al suelo. — Traidor, mal caballero y mal vasallo, esclamó el rey, en mi presencia osais alzar la mano contra un caballero inerme, que viejo y todo, vale mas que toda vuestra* casta? Vive Dios que mi verdugo ha de cortar mañana mismo en la plaza de León la mano que tamaña alevosía ha cometido. Ah de mi guarda! ah de mi guarda!... Pero la voz de D. Fernando se perdió entre el ruido y la vocería que acababa de levantarse en el salón. Las damas gritaban aterradas, y huían sin tino hácia las habitaciones interiores del alcázar, creyendo hallar en ellas un sagrado que las librase del tumulto, y los caballeros divididos en dos bandos, el uno por el de Gormaz, y el otro por el de Vivar, ponían mano á las espadas, y prorumpian en sañudas im- precaciones y amenazas, sin que la presencia y la voz, y la autoridad del rey y los infantes bastasen á contenerlos. AlCAPITULO II. 13 fin, D. Fernando pudo dominar el tumulto al tiempo que alzaba del suelo al anciano y le estrechaba en sus brazos, y hasta imprimía el labio en su mejilla como para lavar la mancha que acababa de estamparse en ella: calmado un tanto su enojo', pudo al fin reflexionar: el prudente monarca consideró que si insistía en prender al de Górmaz, iban á correr arroyos de sangre en su alcázar, y á encenderse odios inestinguibles entre la flor de los caballeros de León y Cas- tilla; recordó que el rico-home de Vivar tenia sobrados campeones á quienes encomendar la venganza de aquella afrenta, y tuvo por mas prudente castigar al-conde en la tela que en la picota. La voz de Diego Lainez vino en apoyo de esta decisión. — A Vivar, á mi castillo! .. esclamó el anciano mesán- dose los cabellos y derramando las primeras lágrimas que liabia derramado desde que ciñó espada y calzó espuela da caballero. A Vivar, á mi castillo!.........continuaba dirigién- dose á sus criados y parciales que le rodeaban rugiendo de furor. Era que la afrenta que había recibido no habia tur- bado su razón hasta el punto de desconocer lo que se debia á la casa del rey, en cuya presencia ningún honrado vasallo debia sacar la espada para vengar ofensas particulares. Diego Lainez fué obedecido: pocos instantes después iba en una litera camino de Vivar acompañado de muchos peones y caballeros, y los salunes del alcázar se hallaban desiertos. El conde de Gormaz tenia muchos parciales en León,, como lo probaba el crecido número de caballeros que se habían puesto de su lado cuando los del rico-home de Vivar pusieron mano á las espadas indignados por la villana ofensa inferida al anciano; mas, cuando se hubo aquietado el tumulto, cuando la reflexión hizo conocer por parte de quién estaba la razón, apénas hubiera hallado D. Gome un ca- ballero que desnudara la espada en su defensa. Hubiérase dicho al dia siguiente que el conde habia perdido en pocas horas todos sus amigos, pues los que hasta entonces le habian sido mas adictos, se contentaban con mostrarse neu- trales en aquella cuestión que era objeto de todas las con- versaciones.14 EL CID CAMPEADOR. CAPITULO III. Donde el Icclor verá lo que sucedió á Rodrigo y su escudero desdo León á Vivar. Vimos á Rodrigo abandonar el alcázar precisamente cuando los placeres del sarao y la circunstancia de hallarse reunidas allí las damas mas hermosas de León y Castilla hadan mas grata la permanencia en sus salones. ¿A dónde se dirigía? ¿Cuál era su objeto al alejarse del centro de la alegría y los placeres? Las crónicas no nos prestan luz muy clara, lo mismo en esta ocasión que en otras, para no perder de vista al héroe de nuestra historia. Eranle insoportables el bullicio y el tumulto de la corte: su alma intranquila necesitaba la calma de la soledad; Ro- drigo queria reconcentrar su pensamiento en un solo objeto, en el amor que cuanto mas contrariado, mas lozano y ardiente se señoreaba de su corazón. ¿Qué le importaban á él todas aquellas hermosas damas, todos aquellos apuestos y nobles caballeros, todas aquellas acordadas músicas, todos aquellos juegos y danzas, toda aquella animación, aquella vida, aquel movimiento, aquella alegría de la córte, si no podía entre- garse á sus dulces pláticas con Jimena, á sus sueños de amor y felicidad de otro tiempo? Consideró que si iba á despe- dirse de su padre, no podia hacerlo sin despedirse al mismo tiempo del rey y los demas caballeros que le acompañaban, en cuyo caso unos y otros se opondrían á que abandonase los placeres del sarao, distantes como se hallaban dé com- prender sus deseos y su necesidad de estar solo. Dirigióse á su posada, y montando en un brioso corcel, salió de León seguido dé Fernán Cardeña, un escudero que lo habia sido de su padre y á la sazón lo era suyo, porque el prudente Diego se le habia destinado la víspera de la ba- talla de Atapuerca, donde lidió por primera vez Rodrigo, pues sabia que Fernán por su valor, por su carácter decidor y alegre, por su esperiencia y sobre todo por su lealtad, era entre sus servidores el mas apropósito para acompañar y servir al mancebo. Hablando con propiedad, no podría darse el nombre de escudero á Fernán, atendidas las funciones que cerca de Rodrigo desempeñaba, y las que por lo común eran propias de los que llevaban tal nombre. Fernán era un com- pañero de Rodrigo; mas bien tenia carácter de ayo que de escudero, y hasta las armas así ofensivas como defensivas que llevaba, daban lugar á que se le confundiese con los ca- balleros.CAPITULO III. 15 Era la noche apacible y hermosa, y una clarísima luna iluminaba las cercanías de León, animadas aun por la alga- zara de los villanos que continuaban entregados á sus bailes, á sus cantares y aclamaciones, quienes alumbrados por la luz de las hogueras, quienes por la luna, quienes en fin, por el abundante zumo de uva que habían trasegado á su estó- mago, brindando por el rey D. Fernando que tan liberal se había mostrado con todos aquel memorable dia. — Voto á Judas Iscariote, decía para sí Fernán, que no parece sino que alguna de las brujas que celebran su sábado en torno de esas hogueras ha embrujado á mi amo y señor! ... El que siempre está de buen talante y gusta de conversar conmigo y que le hable de asaltos y batallas y de perros moros ensartados en mi lanza, esta noche está cabizbajo y triste, no se le da un ardite de cuanto ve y oye, y camina callado como un muerto!... * Pero tengo para mí, que quien le ha embrujado es esa Jimena con quien pensaba casar ántes de enemistarse el de Gormaz que Dios confunda y el de Vivar que Dios bendiga. Cierto que la doncella es bo- cado, no digo de hidalgo, sino de emperador, pero por el alma de Belcebú que mi amo yerra en darse malos ratos por hembras, siquier sean nobles, siquier villanas. Tengo para mí que mas hembras hay que varones , pues miéntras noso- tros vamos á la guerra y por allá quedamos la mitad, ellas las his de tales se están muy regaladas en casa esperando que las mate Dios que las crió, y es'pldga la que de ellas hay en todas partes. Pues si á cada varón tocan dos hem- bras, que de dos no bajarán, ¿no es bobería y desatino de marca apenarse por perder una? ¡Oh qué poco se apenara el hijo de su madre si perdiera las dos que le han tocado, que no hay una de ellas que me deje gozar en paz de su amor con sus celos y camorras! Mañona llegaremos á Vivar, si con este paso no revientan nuestras cabalgaduras, y jurara por el nombre que tengo, que me muele y me asenderea con sus celos Mayorica la doncella de mi señora Doña Teresa... Pero, señor, si á cada varón tocan dos mujeres, ¿por qué cada una de por sí ha de llevar á mal que uno quiere á la otra? ¡Por el alma de Belcebú que me pudre la sangre y me desespera esta sinrazón de las hembras! ... Mas, dame mucha pena el ensimismamiento de mi señor, y es cargo de conciencia no distraerle un poco, que bien es menester distraer el ánimo para hacer llevaderos esta larga jornada, estos caminos mas ásperos que el de la gloria, y este trote de los caballos que no deja asentadera sana. Y así diciendo, Fernán aplicó el acicate á su troton hasta emparejarle con el de su amo. . — Buena noche tenemos, señor, dijo á este que conti-16 EL CID CAMPEADOR. nuaba pensativo y espoleando sin tregua su caballo; pero Rodrigó no contestó. — Aun no hemos oido cantar los gallos de las ventas que vamos dejando atras, y estamos á mitad de camino, continuó el escudero; me parece que pudiéramos acortar algo el paso para que vos, señor, no os lastimarais las asentaderas que debeis llevar desolladas; porque sin mataros vos ni las ca- balgaduras, podemos llegar á Vivar ántes de mediodía. Rodrigo no se dió por entendido, y Fernán continuó: — Recuérdame esta noche una en que estando yo al ser- vicio de vuestro señor padre, dimos buena cuenta d£ un es- cuadrón de moros que iban á poner fuego á las mieses en tierra de cristianos. Rodrigo siguió abismado en sus meditaciones: pero Fernán no se dió por vencido: acababa de tocar inútilmente una de las cuerdas que con mas facilidad vibraban en el corazón de su señor, la de la guerra, y quiso probar si daba mejores resultados otra, la del amor. — Ménos tiempo, dijo, empleamos esta noche en la jor- nada de León á Vivar, que cuando vos, vuestro padre y yo, hicimos la de Vivar á León acompañando á Doña Jimena. .. Rodrigo se estremeció al oir el nombre de su amada, y Fernán á quien no se escapó aquel movimiento, dijo para sí: — Cierto que es Jimena quien le ha embrujado con aque- llos dos ojos que parecen dos luceros de la mañana. Sá- queme los mios Mayólica en cuanto lleguemos á Vivar, si no va pensando en ella. No se equivocaba el bueno del escudero: el enamorado mancebo iba pensando en su amada, iba recordando la feli- cidad que había gozado á su lado y calculando las probabi- lidades que tenia de renovarla y asegurarla para el porvenir. — ¡Qué dias tan felices, pensaba, aquellos que pasábamos juntos, ya en mi solar de Vivar, ó ya en el suyo de Gor- maz! Cuando los dos éramos niños, liábamos que un lazo indisoluble nos había de unir, pero ignorábamos el nombre de aquel lazo: solo sabíamos que nos amábamos y que no podíamos dejar de amarnos; crecimos, y con nosotros creció nuestro amor, y entonces fuimos conociendo el nombre que nos habíamos de dar un dia. ¡ Quién nos hubiera dicho en- tonces que había de llegar un tiempo en que fuera poco ménos que irrealizable la unión en que se cifraban nuestras mas dulces esperanzas y las de nuestros padres I Asistíamos á un torneo, y cuando un caballero rompía las lanzas que era preciso romper para ser proclamado vencedor, me decia Jimena: —Rodrigo! cuando ciñas la espada de caballero, lidiarás así, así vencerás, y así recibirás el premio, y tuCAPITULO III. 17 gloria será la mia!» — Y cuando la reina del torneo, sentada en un trono dorado y adornado de guirnaldas de flores, entre- gaba el premio al vencedor arrodillado á sus piés, y era aplaudida por la multitud y codiciada su hermosura por los caballeros mas nobles y mas apuestos, yo decía á mi Jimena: — «Un dia serás tú también reina del torneo y yo el vencedor á quien otorgues el premio; todos te aplaudirán y admirarán tu hermosura, y tu gloria aumentará la que me quepa por el vencimiento.»— Otras veces recorriendo, fugaces como las mari- posas y alegres como los pájaros, los jardines que rodean el castillo de sus padres ó los que rodean el de los míos, ó sentados á la sombra de los árboles de la pradera, arrojando puñados de flores al arroyo que las arrebataba en su rápida corriente, ó juntos en la plataforma del castillo, contemplando el azul de los cielos y respirando el aroma de los campos que traían hasta nosotros las frescas auras de la noche, soñá- bamos una vida de amor, de gloria, de felicidades celestes. A este punto de sus reflexiones llegaba Rodrigo Díaz, cuando Fernán le interrumpió pronunciando el nombre de Jimena. Hablaron algunos instantes de la jornada á que el escudero se referia; pero como el mancebo no tuviese por conveniente dar á aquel satisfacciones de sus amores y no pudiese ocuparse de lo que con ellos tenia alguna relación sin venir á parar á ellos, mudó de conversación. Obligado á emprender alguna, pues el escudero era tan aficionado á ella que no había medio de resistirle, acudió á la que mas le agradaba, es decir, habló de la guerra. Fernán que de los treinta y seis años que contaba habia pasado veinte en los campos de batalla, distrajo completa- mente de sus cavilaciones amorosas á su señor, contándole hazañas cuya mayor parte califica de patrañas del escudero el cronista á quien debemos estas noticias, pero que Rodrigo creyó de muy buena fe, entusiasmándose á veces hasta el estremo de prorumpir en — Ah perros moros! Por Santiago que esa lanzada valia un tesoro de rey!.. Ira de Dios, qué villano era el caballero ... Oh quién hubiera estado allí para cortar la cabeza al felón! ... y otras esclamaciones por el estilo. En esto empezaba á alborear, y los pajarillos cantaban en los árboles que sombreaban el camino. Nuestros viajeros llegaban cerca de una venta llamada del Moro. Fernán mani- festó á su señor la conveniencia de descabalgar en ella para reforzar un poco el estómago de jinetes y caballos, á 1mnr mír> el hombre y la vulgo solo les es dado presentarse con un nombre... con el de esposos. Habrá justas y otras fiestas, á que vos tengáis que acudir, asistiréis á la corte y frecuentaréis sus saraos, y en vano trataréis de escusaros de ello. ¿Me tendréis enton- ces á vuestro lado, y podré yo satisfacer este deseo, esta necesidad imperiosa de oir constantemente vuestro acento, de abrasarme en el fuego de vuestros ojos? D. Suero estaba fascinado por su amor y las palabras de aquella astuta y ambiciosa villana, pero no tanto que se despojase de repente de sus hábitos nobiliarios, de su orgullo aristocrático, porque D. Suero, á pesar de ser el mas villano de los hombres, se creía el caballero mas noble de España, sin considerar que allí donde falta la nobleza del corazón falta la del nacimiento. ¿Quién era Sancha para que el conde de Carrion le diese su mano? Esta pregunta se hizo el conde ántes de responder á la de Sancha, y sin duda se contestó: «Es una oscura villana, es la hija de un villano á quien habrán apaleado mas de una vez, poco es ricos-homes como yo, sino miserables hidalguillos de gotera, es la pupila de Mari-Perez, es una mujer á quien amo porque es her- mosa.» Sí, de este modo debió contestarse el conde, pues respondió á Sancha con marcado desden: — ¿En tan poco tienes el amor del noble conde de Car- rion que aun ambicionas mas? ¿No te consideras bastante honrada y feliz con él? Sancha! si quieres que mi amor no se trueque en odio, si quieres ser la dueña de mis rique- zas y de mi corazón, si deseas, como dices, no apartarte jamas de mi lado, conténtate con ser lo que eres. — Con ser lo que soy está satisfecha mi ambición, con- testó Sancha, y añadió volviendo á aprisionar al conde entre sus brazos: — Perdonadme, dulce amor mió, que el amor me hizo olvidar un instante mi pobre cuna y la honra que os debo; pregunté á la creencia vulgar qué vínculos eran los que mas garantizaban á una mujer la posesión de un hombre, y me dijo que los del matrimonio; mi imaginación estaba ofuscada con el placer de veros ileso á mi lado, y me guié por la opinión del vulgo. El conde se aquietó con esta esplicacion. Sancha había aprendido mucho al lado de Mari-Perez, y conocía que por entonces no debia insistir mas en sus pretensiones. El primer paso estaba dado, tiempo tenia de continuar su jornada y le mujer que no participen A los ojos delCAPITULO XXIV. 161 convenía caminar en tiempo oportuno. Necesitaba astucia y perseverancia porque se trataba—¡ahí es nada la diferencia! — de ser condesa de Carrion ó de ser una ruin villana! Al dia siguiente se acercó al castillo una anciana cubierta de harapos, con el rostro vendado como si tuviera llagas en él y encorvada sobre un báculo, implorando la caridad de los transeúntes, «la cual vieja, dice la Crónica, alegóse cabe una ñniestra que habie la estancia do moraba la moza é fablando é plañendo á gran duelo demandó por amor del Criador é santa María le quisieran dar limosna. E como la cató la moza exió á la finiestra é fablaron amás en poridad.» Mas afortunados nosotros que el autor de las líneas que preceden, hemos sabido, á fuerza de diligencia, lo que Sancha y la mendiga hablaron en secreto. La moza salió en efecto á la ventana apénas sintió á la vieja, y le dijo en voz baja: — El conde está loco de amor por mí. — Eso necesitamos, hija, contestó la vieja con alegría, que si te ama y aprovechas mis lecciones, conseguirás lo que deseamos, y no tendremos que vivir de tacaños escuderos que quisieran ser halagados y servidos por su buena cara. ¡Oh hija, qué inquieta me ha tenido lo que anoche pasó en el castillo hasta que en la villa me han contado que solo á la infanta llevaron los bandidos! — Idos, madre Mari-Perez, dijo la moza, que si os vieran hablar conmigo y os conociese el conde, quizá perde- ríamos lo ganado. — Eso haré, hija, respondió Mari-Perez, pues ya sabemos que era ella. Plegue á Dios que cuando torne á verte seas mujer de D. Suero. — Así lo espero, madre. Y la vieja se alejó del castillo encomendando á Dios y todos los santos á la dama de quien suponía haber recibido una buena limosna. Pero volvamos á D. Suero. El lector calculará cuán ena- morado estaba de Sancha al verle entretenido con ella por espacio de algunos minutos, precisamente en la ocasión ménos á propósito para ocuparse de amores. Sabe Dios el tiempo que hubiera permanecido al lado de la villana, completamente olvidado de cuanto acababa de pasar, si sus sobrinos Diego y Fernando no hubieran ido á recordárselo. Los dos niños andaban buscándole por las inmediaciones del aposento de Sancha, llamándole á grandes voces. Oyólos D. Suero y salió inmediatamente á su encuentro. — Ay tio, dijo Diego al verle, cuánto muerto hay arriba y en estos ánditos. Si vierais qué miedo hemos tenido cuando había tanto ruido en todo el castillo C Fernando y yo está- El Cid Campeador. 111G2 EL CID CAMPEADOR. bamos acostados, y cuando entraron unos hombres en nuestro cuarto nos hicimos los dormidos. Decid, ¿es verdad que se han llevado á nuestra tia? — Sí, hijos mios! contestó D. Suero que quería mucho á los infantes por lo mismo que se le parecían en malas incli- naciones. — Me alegro, dijo Fernando, que siempre nos estaba riñendo porque no rezábamos y poníamos alfileres al perro y al gato y porque cortábamos una pata á las gallinas para ver cómo andaban á la paticoja. D. Suero se arrepintió casi de su obra, es decir, de la mala educación que había dado á sus sobrinos, cuando los oyó hablar así de la infanta, porque quería á Teresa, si bien su cariño era ese cariño bárbaro y tirano que lastima cuando acaricia. — Callad y no habléis mal de vuestra tia, dijo el conde. Volved á vuestro lecho. — Toma, queremos ver los muertos y los heridos, replicó Diego. Si vierais cuánta sangre echan los heridos!... Y hacen tantos gestos! — A mí me da mucho gusto ver eso, dijo Fernando. — Y á mí también, añadió su hermano. D. Suero no oyó estas crueles palabras de los niños, por- que se encaminaba precipitadamente hácia los pasillos donde había sido mas encarnizada la pelea. Los aldeanos sus vasallos que habian venido con él, se ocupaban en prestar socorro á los heridos de uno y otro bando. — Ira de Dios! qué hacéis, villanos? esclamó el conde, viendo que sus vasallos socorrían á los bandidos. Matad á todos los de la banda, que esa es la cura mas pronta. — Señor, ved lo que mandáis, le contestaron de todas partes, que el Vengador ha mandado deciros que la infanta Doña Teresa responde de la vida y la libertad de los que quedan aquí de su banda, y aun responderá Guillen que no ha querido apartarse de vuestra hermana. — Oh! esclamó D. Suero rugiendo de furor y dando fuer- tes patadas en el suelo; por qué no se abre la tierra y traga el castillo y sus moradores! Mueran esos bandidos, aunque muera también mi hermana!... Mi hermana!... pobre Teresa! No, no ... Curadlos y cuidad de ellos... Que no muera ninguno, porque esos bárbaros, que Dios confunda, matarán sin compasión á mi hermana!... El conde dió en seguida sus disposiciones para que cer- rasen bien las entradas al castillo, y despidió á sus vasallos escepto á un corto número que reservó para que velasen enCAPITULO XXIV. 163 las almenas con los pocos ballesteros que se habian salvado del furor de la pelea. Cuando los villanos salían del castillo, penetró en él Bellido Dolfos y se encaminó á la cámara del conde que se preparaba á entregarse al descanso. Estaba cubierto de sangre que manaba aun de una ancha herida que tenia en la parte an- terior de la cabeza; su rostro se hallaba pálido y desen- cajado, y sus piernas y su voz flaqueaban á cada instante. Bellido creía tener bastante derecho á tratar con familiari- dad á D. Suero fundándole en el servicio que acababa de prestarle y en el lastimoso estado en que por servir al conde se hallaba; puesto que sin previo consentimiento penetró en la cámara y ántes de ser visto se dejó caer en un sillón. Crujió este con el peso de Bellido y entónces volvió la cara D. Suero, y al ver al herido, á quien no conoció, sin duda por la sangre que cubría su rostro, dió un paso atras y es- clamó:' — Voto á Luzbel que confunda al que osa entrar así en mi cámara! Fuera de aquí, villano, quier seas de los mios, quier de la banda de ese malvado Vengador! Bástame haber mandado curar á los heridos; no quieran que yo mismo los cure! — ¿No me conocéis, señor conde? dijo Bellido con voz débil. ¿No conocéis á vuestro leal servidor Bellido Dolfos? — Bellido!... esclamó D. Suero acercándose con interes al traidor. Estáis herido, os estáis desangrando.... Quién os ha puesto así, decidme.... Pero no, no: ántes es me- nester restañar vuestra sangre. El conde llamó á sus criados, y mandó venir inmediata- mente á un vecino de la villa que ejercía el arte de curar, y que á la sazón estaba en el castillo prestando sus auxilios á los heridos. Un instante después llegó el empírico y curó al herido en la misma cámara de D. Suero. Bellido, cuya herida no era peligrosa según el dictámen del que le curó, se sintió muy aliviado, y el conde y él que- daron solos en la cámara. — Oh cuán inquieto me ha.tenido vuestra suerte, que ig- noraba, Bellido! dijo D. Suero. Bien me anunciaba el cora- zón que os habia sucedido alguna malaventura! — La que mas siento, contestó Bellido, es que el Ven- gador y Rui-Venablos hayan escapado de la celada, y aun escapado con presa. — Pero, dejando eso para después, ¿no me diréis dónde fuisteis herido y dónde habéis estado desde que empezó el ataque hasta que habéis venido aquí? — Diréoslo todo en pocas palabras, que no está para muchas mi cabeza. Os juro que la he de perder por corn- il*164 EL CID CAMPEADOR. pleto ó he de esterminar al Vengador y los suyos...... Pero oid cómo recibí esta maldita herida. Penetró por la poterna toda la banda y me quedé fuera, valido tel tumulto y la os- curidad, y de los matorrales que cercan por aquel lado el castillo. Así que todos estuvieron dentro, me acerqué á la poterna y acabando de cerrar la puerta que habían dejado entornada, me puse á sujetarla, asiéndome á los clavos de cabeza saliente que tiene por la parte esterior para que rechacen los golpes asestados desde fuera. Cuando la bóveda crujía, próxima á desplomarse, muchos de los bandidos se lanzaron á la poterna para huir; yo sujetaba la puerta con todas mis fuerzas, y sin embargo, los bandidos empezaron á arrastrarme con ella hacia adentro; de repente vino abajo la bóveda, y sin duda la piedra que había determinado el hun- dimiento rodó hácia la poterna y chocando violentamente con la puerta, la cerró de golpe, y yo le recibí tan grande en la cabeza que fui arrojado á cuatro pasos de distancia falto de sentido, y no sé cómo los clavos no me deshicieron el cráneo. Así que volví en mi acuerdo, me encontré nadando en sangre y en estremo dolorido; me levanté, pero volví á caer al suelo, y allí permanecí largo rato, hasta que haciendo un nuevo esfuerzo, pude venir á aquí habiendo oido salir á los de la banda, y á los villanos que tornaban á sus casas contar entre sí cuanto ha pasado. — Bien recompensado seréis, si mucho os ha costado ser- virme, dijo D. Suero alargando su mano á Bellido. Trescien- tos marcos de oro os prometí si el Vengador y los suyos eran esterminados, y los trescientos sin faltar uno os daré, que si toda la banda no ha sido aplastada por la bóveda, débese á mi malaventura y no á vos. Pero vos que estáis mas enterado que yo de cuanto atañe á la banda, ¿creeis que el Vengador recobrará las fuerzas que ha perdido? — Yo os juro que no las recobrará, ni aun conservará las que le han quedado, contestó Bellido con una seguridad que sorprendió agradablemente el conde. — ¿Y quién se opondrá á ello si la hermandad de los Salvadores, en quien tanto fiábamos todos los ricos-homes del país, no ha conseguido ni conseguirá probablemente tener á raya á los bandoleros? — Yo solo. — Vos! ... — Sí. ¿Pensáis, voto á Lucifer, que Bellido Dolfos se acobarda porque dé un tropezón al comenzar la jornada? Creeis que solo el oro de vuestras arcas puede moverme á acabar con el Vengador y su cuadrilla? Si así pensáis y así creeis, mal me conocéis, conde. En las almas del temple de la mía no cabe el desaliento ni el olvido de los agravios. ElCAPITULO XXIV. 165 Vengador y Rui-Venablos osaron apellidarme traidor y poner su daga en mi pecho... Perdiera yo cien vidas antes de dejar sin castigo tal audacia. — Estáis herido y debilitado por la falta de sangre .. . Antes que podáis oponeros al Vengador pasará tiempo, y la banda se habrá reorganizado. — La herida que tengo ha de favorecer mis proyectos. — No os comprendo, Bellido. — Pues fácil cosa es comprenderme, señor conde... Tan pronto como pueda ponerme en camino, que será ántes que pasen muchos dias, iré á reunirme con el Vengador. En concepto de los bandidos habré recibido esta herida en el estrago causado por el hundimiento de la bóveda, del que, les diré, me salvé milagrosamente. Les contaré una larga historia de padecimientos sufridos hasta reunirme con ellos, y no dudéis que si ántes se veía en mí un individuo de la banda, ahora se verá un individuo de la banda y una víctima de mi adhesión á ella y de la crueldad del conde de Carrion ... En este instante no puedo deciros á punto fijo los resortes que he de poner en juego para acabar con los bandidos, por- que mi cabeza está para pocas cavilaciones, pero ya lo sabréis y quedarán complidos vuestros deseos y los mios. — Oh Bellido, amigo mió! dijo el conde alargando nue- vamente su mano á aquel traidor. Todo el oro del mundo no bastaría á premiar vuestro talento y los servicios que me prestáis. En seguida abrió una arca y tomó de ella una porción de dinero, que presentó á Bellido diciéndole: — Tomad los trescientos marcos que tan bien habéis ga- nado. Los ojos de Bellido brillaban como el oro que el conde ponía en las manos del traidor. — Mirad, añadió el conde designando el interior del arca, que ciertamente contenia un tesoro, mirad cuánto oro tengo aquí para premiar vuestros servicios si acabamos con los bandidos. Los ojos de Bellido brillaron como ascuas y parecian querer atraer como el imán al acero, el oro que devoraban. — Tornaréis, dijo D. Suero, al campo de los bandidos tan pronto como podáis y ... contad con mi agradecimiento. Allí está mi hermana, y temo que los bandoleros abusen in- dignamente de su debilidad. Velad por ella, Bellido; que la noble familia de los señores de Carrion no tenga que lamen- tar un nuevo crimen de la banda del Vengador. — Fiad en mi, contestó Bellido. Permitid ahora que me retire á descansar entre los bandoleros heridos para que sea tenido por uno de tantos é informen bien de mí, si pensáis166 EL CID CAMPEADOR. dejarlos marchar á reunirse con sus compañeros conforme se vayan hallando en estado de hacerlo. — Ese es mi ánimo, dijo D. Suero, y deseo que vayan cuanto ántes, porque el Vengador no dará libertad á mi her- mana hasta que no llegue el último de los suyos. — Con frecuencia me oiréis protestar de vuestro mal trato á los heridos, y aun amenazaros con la venganza de la banda. Fingid que os enojan mis denuestos, pero toleradlos, que hau de redundar en vuestro servicio. — Así haré, Bellido. D. Suero y Bellido Dolfos se separaron, ambos contentos, el primero con nuevas esperanzas de acabar con los bandi- dos, y el segundo con la de vengarse y al mismo tiempo ha- cerse acreedor á nuevas liberalidades del conde. CAPITULO XXV.* De lo que á Rodrigo pasó camino de Compostela. Notábase en el palacio de los señores de Vivar, en Bur- gos, un gran movimiento de caballeros, escuderos y pajes, como si se hiciesen los preparativos de un viaje que debía verificarse inmediatamente. A la puerta del palacio había muchos caballos completamente enjaezados, los que aumen- taban á cada instante con los de los caballeros que iban lle- gando, descabalgaban y entraban á los aposentos habitados por aquella noble familia. Entre los escuderos que tenían del diestro las cabalgaduras, estaban Fernán y Alvar, que sujetaban á Babieca, cuyos saltos y relinchos introducían fre- cuentemente el desorden entre los demas caballos. Aquel noble animal parecía alborozarse con los aprestos campales que veia. Ya no era el miserable rocín que Rodrigo había elegido en la caballeriza de D. Peyre, y que escitaba las bur- las de los transeúntes: sus ancas se habían redondeado, su pelo había cambiado y adquirido brillantez, su cabeza se erguia gallardamente, y su apostura y sus movimientos eran nobles y desembarazados. — Por el alma de Belcebú, decía Fernán, este Babieca piensa que vamos á cerrar con la morisma y no le cabe el gozo en el cuerpo! En todo es afortunado mi amo y señor. Si el hijo de mi madre topara un caballo como este, no se le trocara por su Orelia al rey D. Rodrigo. Y añadia pasando la mano por las ancas del inteligente animal: — Oh buenCAPITULO XXV. 167 Babieca, cómo te luce lo que comes! No cebada te diera yo si mió fueras, sino pan á manteles. El Overo, que también estaba allí enjaezado, acercó su cabeza á Fernán acariciándole, como envidioso de los hala- gos que su amo prodigaba á Babieca. El escudero se volvió á él, y dijo acariciándole también con la mano: — Hola, Overo, ¿tienes envidia, hijo? Fueras tú tan va- liente como Babieca, y yo te acariciara y regalara á mara- villa ... Mas no te apenen mis halagos á Babieca, que estas tus ancas dicen si te doy buen trato. Flojo eres á no dudar; mas cada uno es como Dios le hizo, y no es bien castigar faltas que sacó del vientre de su madre. Ahí están nuestros amos que á Alvar tratan como al mejor de sus servidores, aunque es mas flojo que tú, mi Overo. — Por tu alma, Fernán, replicó Alvar amostazado, que dejes símiles de ese linaje!... — Fueras tú mas valiente y yo te comparara con Ba- bieca ... — Pesia mi malaventura, que este bellaco de escudero siempre ha de estar burlando conmigo!... murmuró el paje encolerizado, mas sin atreverse á apostrofar á Fernán. Mara- villóme, añadió dirigiéndose á este, la enemiga que há dias me tienes. ¿Por ventura te he ofendido, Fernán? — ¿Y osas preguntármelo, cuando las riendas de Overo lo dijeron ayer á tus costillas? Por el alma de Belcebú te juro, Alvar, que no he de dejarte hueso por moler si al niño moro no tratas como al niño de la bola. — Cierto que suelo reñirle, mas es porque apura mi pa- ciencia su travesura, que tú ries y aun aplaudes. — Apláudola porque de aplaudir es la travesura en ra- paces. Travieso es Ismael, digo Gil, como le han puesto sus padrinos, nuestros amos y señores; mas por eso mismo creo que ha de ser mozo galan y lidiador esperto y o6ado. Hele dado hasta una docena de lecciones de cabalgar y hacer armas, y así me salve Dios como él va saliendo mas diestro que yo mismo en los tales oficios. Aquí llegaban el escudero y el paje cuando suspendieron su conversación sintiendo bajar á los caballeros. En efecto, Rodrigo Diaz iba á hacer un largo viaje y debían ir con él sus sobrinos y otros caballeros burgaleses que se habían ofrecido gustosos á acompañarle, teniendo á mucha honra el hacerlo; quería ir á Compostela á visitar al apóstol Santiago para darle gracias por la victoria de montes de Oca y para cumplir con la costumbre que los buenos ca- balleros tenían de ir siquiera una vez en su vida á postrarse ante el santo Patrón, con cuya ayuda contaban en todos los bechos de armas. Al mismo tiempo quería Rodrigo visitar168 . EL CID CAMPEADOR. al rey D. Fernando, que á la sazón asistía personalmente á, la reedificación de Zamora, desde donde le habia mandado sus cartas felicitándole por el triunfo de Oca y manifestán- dole sus vivos deseos de verle. Zamora la bella, como la llaman nuestros romanceros, habia sido destruida por los moros en tiempo de D. BermudoIH, último rey de León, á quien D. Fernando babia derrotado en una batalla dada en la márgen del rio Carrion, en la que D. Bermudo perdió la vida, con cuyo motivo el rey de Castilla reunió ambas coro- nas. D. Fernando pensaba dejarla en herencia á su hija Urraca, y bé aquí porque asistia en persona á su reedifica- ción procurando con mucho afan que la joya que labraba para su hija mayor fuese digna de la que la habia de poseer. ' Rodrigo Diaz y los caballeros, escuderos y pajes de su comitiva cabalgaron á la puerta del palacio, y despidiéndose de los que al efecto se habían asomado á las ventanas, salie- ron de Burgos tomando la via de Zamora todos sobre manera alegres, aunque á Rodrigo parecia dejar el alma donde de- jaba á Jimena y á sus padres, y á Fernán donde quedaba Mayor, á quien habia jurado servir á ella sola aunque se moviese guerra y muriese tanta gente que tocasen cuatro hembras á cada varón. El nombre de Rodrigo Diaz resonaba en todas partes; el hijo del rico-home de Vivar era objeto de amor y de admira- ción para castellanos y leoneses, porque á oidos de todos habían llegado sus hazañas. Así era que las gentes acudian á su paso en todos los lugares por donde transitaban Rodrigo y su lucida comitiva, y allí donde hacian noche se originában acaloradas porfías y rivalidades entre los moradores sobre quién se habia de honrar hospedándolos en su casa, á lo cual Rodrigo se mostraba agradecido, si bien para no desairar á ninguno, se alojaban él y los suyos en las posadas públi- cas, que no faltaban en aquella via. Caminaban bien entrada la noche cerca de Medina de Rioseco; habia llovido aquel dia por lo cual estaban los ca- minos poco ménos que intransitables, hacia frió y la oscuri- dad era completa. Atravesaban nuestros caballeros un espeso tremedal, cuando les pareció oir unos quejidos muy lastimeros que salían de la espesura inmediata al camino, y como detu- vieran las cabalgaduras para escuchar mejor, oyeron una débil voz que decia: — Acorredme, caminantes, quienquiera que seáis, que si no voy á morir en esta espesura!... Ay de mí, que no tengo vista ni puedo valerme de piés ni manos! — Esperad, contestó Rodrigo con voz fuerte, que al punto seréis acorrido. Y añadió dirigiéndose á sus compañeros: —CAPITULO XXV. 169 Será el cuitado algún mendigo que ha perdido la vía con la oscuridad y los espesos matorrales de este sitio. Vayamos allá y llevémosle con nosotros á Medina, ese lugar cercano donde vamos á posar. Y enderezó á Babieca hácia el lado donde se oyeron los lamentos; pero el terreno era tan quebrado y la espesura tal, que los caballos apénas pudieron dar una docena de pasos. Entonces Rodrigo descabalgó y dando las riendas de Babieca á Fernán, se metió por la espesura con tanta pron- titud que no dió lugar á que le acompañase ninguno de los de la cabalgada. Guiado por la voz del estraviado, llegó á donde este se hallaba y encontró un anciano tendido en el suelo, cubierto de lodo, calado de agua y paralizados sus miembros, no solo por el frió sino también porque aquel in- feliz era gafo. Alzóle del suelo lleno de compasión, procu- rando animarle y consolarle, y como le preguntara la causa de hallarse en aquel sitio, el anciano le contestó: _— Perdí la via al anochecer, y bregué largo rato por re- cobrarla sin que lo pudiera conseguir, pues cuanto mas la buscaba, mas me perdia en la espesura, hasta que falto de fuerzas y transido de frió cal en el sitio donde me habéis hallado. En vano pedí socorro á los transeúntes porque no me oyeron ó no quisieron dármele, y ya me había resignado á morir y ser pasto de animales carnívoros en esta espesura, cuando os sentí y saqué fuerzas de flaqueza para llamaros. Dios protegerá al que levantó al caído y guió al ciego!... Rodrigo probó si el gafo podia salir del tremedal por su pié, mas pronto se convenció de que le era imposible dar un paso, y entonces hallando fuerzas mas bien en su compasivo corazón que en sus hombros, le tomó en estos y á través de mil obstáculos, tornó con él al camino pasado un corto rato. El anciano lloraba de gratitud y de alegría; Fernán quiso colocarle en su cabalgadura y caminar él á pié hasta Medina, puesto que no consideraba bastante fuerte á Overo para sus- tentar doble carga, con tanto mas motivo cuanto que el ca- mino estaba muy malo. Pero Rodrigo no quiso compartir con nadie la gloria de salvar por completo á aquel anciano sin ventura. — Babieca, dijo, es capaz de llevar dos hombres, no digo á Medina sino aunque fuera á Zamora. Veréis, así me salve Dios, qué ligero y ufano continúa su camino. Y así diciendo, cabalgó en Babieca, y con ayuda de Fernán, colocó en la silla como mejor pudo al gafo, y aguijaron todos para Medina, á donde llegaron media hora después. La mesa estaba dispuesta y caballeros y escuderos se aparejaron á cenar; Rodrigo hizo sentar á bu lado al anciano170 EL CID CAMPEADOR. y quiso que cenara de su misma escudilla, á pesar de que esta determinación desplacia á los demas caballeros, á quienes daban asco la miseria y las llagas del mendigo. Comenzó la cena y como el pobre gafo tenia impedidas las manos, dejaba caer la vianda al llevarla á la boca, lo cual solo inspiraba compasión á Rodrigo. Los otros caballeros apénas cenaban por la repugnancia que el anciano les causaba, y al fin se levantaron de la mesa diciendo que no podian resistir mas tiempo aquel espectáculo. Reprendiólos agriamente Rodrigo y obligó al anciano á continuar cenando, pues el infeliz quería, no solo apartarse de la mesa, sino también del apo- sento para ahorrar disgusto á los compañeros de su generoso bienhechor. Terminada la cena, cuando el gafo hubo recobrado algún tanto sus fuerzas, cuando el calor del hogar hubo desentume- cido sus miembros, cuando su corazón, en fin, se hubo con- solado con la bondad de Rodrigo, este se puso á departir familiarmente con aquel desventurado y poco á poco volvieron los caballeros que se habían retirado á cenar en otro apo- sento, ganosos de oir algunas historias que no dudaban con- taría el ciego. — Ah señor caballero, dijo este á Rodrigo, cuánto me holgara de poderos pagar vuestras bondades 1... Mas ¿qué me queda en el mundo? Nada mas que un corazón para agradecer y ese instrumento con que ganar la miserable sub- sistencia, añadió señalando con la mano el laúd que tenia á su lado. Uño de los sobrinos de Rodrigo, el mas joven y de carác- ter mas alegre, dijo, al oir estas palabras, al ciego: — Si á vos, tio y señor, placería y á él también, ese anciano pudiera solazarnos un rato tocando, su laúd y can- tando á su son algún romance de los muchos que sabrá. — Esto haré con mucho gusto, contestó el ciego. Y como conociese que Rodrigo aceptaba el ofrecimiento, tomó el laúd y comenzó á tocarle, lo cual hacia con bastante destreza á pesar de la parálisis de sus miembros. De repente dejó de tocar y dijo: — Oid, caballeros y escuderos, oid el verdadero romance del villano á quien un conde traidor robó su hija para des- honrarla y quitó la vista para que no pudiera tomar ven- ganza. Y cantó al son del instrumento: «Caballeros leoneses, Caballeros castellanos, Con los fuertes arrogantes Y con los débiles mansos.CAPITULO XXV. 171 Por León y por Castilla Vaga un miserable anciano Llorando ofensas de un conde, Conde sí, pero malvado. No puede tomar venganza. Porque le agobian los años Y ojos solamente al triste Para llorar le han quedado. En tan lastimosa cuita. Acorred al pobre anciano. Caballeros leoneses. Caballeros castellanos. Robóle el conde una bija Como una rosa de inayo, Y en un encierro le tuvo Y allí le cegó el tirano. Triste viejo sin ventura I ¿Quién enjugará su llanto? ¿Quién le tornará su hija1' ¿Quién vengará sus agravios? Caballeros, si sois tales. Retad al conde malvado , Al que roba las doncellas, Al que ciega á los ancianos, Que á los buenos eso cumple, Que eso cumple á los hidalgos, Caballeros leoneses, Caballeros castellanos!» El anciano suspendió su canto porque le ahogaban los sollozos y las lágrimas. Todos los que le oian estaban tam- bién conmovidos y llegaba á tal punto su indignación contra el conde, á quien se referia el romance, aunque no sabian quién fuese, que si en aquel instante hubiese aparecido á su presencia, se hubieran lanzado á él todos con los aceros desnudos. — ¿Decís que ese romance es verdadero? preguntó Rodrigo al anciano. — Sí, contestó este, verdadero es, por mi mal, señor ca- ballero. — Por vuestro mal! Así Dios me salve, esclamó Rodrigo recordando la aventura que á él y á Fernán contó Beatriz, ese conde es el de Carrion y el viejo á quien quitó hija y vista sois vos. — Ay! cierto es, señor caballero! — Yoto á Júdas Iscariote! que diera yo de buen grado172 EL CID CAMPEADOR. diez años de mi vida por meter siquiera diez dedos de mi lanza en el pecho á ese conde felón! esclamó Fernán, dando riendas á su indignación, que no pudo contener á pesar do que conocía ser descortes mezclarse en conversación ajena. — Y no sabéis de vuestra hija? dijo Rodrigo al ciego. — No sé, señor caballero, qué es de ella, mas tengo para mí que el conde la tendrá bien guardada en su castillo, que si no ella hubiera buscado á su desventurado padre, á quien tanto quería y aun querrá si vive. El pobre anciano, como vemos, estaba bien distante de presumir cuán otra era su hija desde que el conde de Carrion la despojara de la túnica de la inocencia. — Y no habéis hallado un caballero que tome á su cargo la venganza que apetecéis? dijo Rodrigo. — Hala tomado, contestó el gafo, un soldado tan valiente como generoso; mas nada ha podido conseguir aun. — Pues nosotros le ayudaremos en su empresa, y vive Dios que no le ha de valer encerrarse en su castillo y hacer oidos de mercader á todo reto, como acostumbra, dijo Ro- drigo. — Sí, sí, esclamaron todos los circunstantes, es menester castigar á ese conde malvado que deshonra á la nobleza leo- nesa y castellana. — Ah! dijo el desventurado anciano lleno de alegría, Dios os protegerá en vuestra noble empresa! No ha sido vana mi venida á Medina, que si no he encontrado al esforzado y noble caballero á quien buscaba, he dado con otro no ménos generoso y compasivo. — ¿Quién era el caballero á quien buscabais? preguntó Rodrigo. — D. Rodrigo Diaz de Vivar, el cual me dijeron posaria aquí esta noche, contestó el anciano. Rodrigo se sonrió y dijo alargando la mano al ciego: — Pues aquí teneis á quien buscabais. — Dios mío! esclamó el anciano casi sin poder hablar á causa de su sorpresa, y besando la mano que Rodrigo le había alargado: Será posible que el que me ha tenido en sus hombros y me ha sentado en su mesa sea D. Rodrigo Diaz de Vivar, el vencedor en montes de Oca, el hijo de Diego Lainez, el descendiente de los jueces de Castilla, el caballero mas noble, mas honrado, mas rico y poderoso y mas valiente de España? — Rodrigo Diaz es el que os tomó en sus hombros y os sentó á su mesa y va á compartir con vos su lecho, contestó el hijo de Diego Lainez. — Ah! señor, esclamó el ciego sin saber cómo espresar su gratitud, hartas bondades habéis tenido conmigo!...CAPITULO XXV. 173 Compartir conmigo vuestro lecho!... con un mendigo lleno de miseria y hediondez!! No, no, no hagais tal, señor! — Decís que soy noble, honrado y poderoso... Quiénes sino los poderosos, los honrados y nobles han de consolar y amparar á los lacereados, tristes y sin amparo? Vamos pues á reposar, que harta necesidad tenemos todos de hacerlo, y particularmente vos, cuitado anciano. Rodrigo, sus compañeros y el gafo se retiraron á descansar, y en efecto el primero compartió su lecho con el mendigo. ¡Divinos rasgos de caridad que hubieran ornado la noble frente del caballero con la auréola de los santos si sus hechos de armas no la hubieran ornado con la corona de laurel de los héroes, porque la caridad se esconde modestamente y el heroísmo marcial no puede hacerlo! ¿Cómo esplicar la gratitud del desvalido anciano al sepa- rarse á la mañana siguiente del piadoso caballero? ¿Cómo enumerar sus lágrimas y pintar el acento de inspiración con que le dijo: — Señqr! paréceme que Dios me manda daros una dichosa nueva. . Sois amado de Dios, venceréis en todas las lides; vuestra honra y vuestra hacienda ereeerán; seréis temido de los malos y amado de los buenos, y moriréis dichoso, bendecido por Dios y por los hombres! Rodrigo tomó por una divina profecía estas palabras. Tal era el acento con que fueron pronunciadas! Al salir el sol, ese sol claro y hermoso que sigue á la tempestad, salieron Rodrigo y sus compañeros de Medina de Rioseco,.con ánimo de entrar aquel dia en Zamora, como así sucedió. Allí donde poco ántes se veian montones de escombros entre los cuales brotaba la ortiga y la zarza y silbaban los reptiles, allí donde hubiera podido decirse «aquí fué Zamora» parodiando lo que se dijo del sitio que ocupó la ciudad des- truida por Eneas, allí, repetimos, comenzaban á alzarse magníficos templos con altísimos chapiteles, soberbios pala- cios y fuertes murallas, y el ruido y la animación habían su- cedido al silencio y la soledad que poco ántes reinaban. Iba á sentarse á la mesa el rey D. Fernando, cuando supo que Rodrigo había llegado á la ciudad. La alegría del sabio y virtuoso monarca fué estremada; parecíale á D. Fernando que el caballero á quien tornaba á ver no era uno de sus vasallos sino el mas querido de sus amigos, mas aun, uno de sus hijos. Hasta la casualidad de hallarse separado de su familia, que permanecía en Burgos y de la que tan amante era, le hacia desear con mas vivas ansias la llegada de Ro- drigo, porque habían pasado muchos dias sin que su corazón se ensanchara en los dulces goces de k familia, deseaba174 EL CID CAMPEADOR. tener á su lado alguien con quien le uniesen lazos mas estre- chos y mas suaves que los que comunmente unen al señor y al vasallo, para satisfacer la necesidad mas imperiosa de su alma, la de vivir en el seno de la amistad. No bien supo que Rodrigo babia traspasado los umbrales del palacio, salió á su encuentro, como el padre que sale á recibir al bijo que tras una larga ausencia vuelve á la casa paterna. El valeroso y noble caballero quiso postrarse á los piés de su rey, como buen vasallo que era; pero el rey no le dió lugar á ello, porque abrió los brazos y le estrechó en ellos con la efusión de un cariño y una estimación casi paternales, diciéndole: — Bien vengáis, Rodrigo, prez de Castilla y la mas fuerte columna de mi trono! — Ah! señor! esclamó Rodrigo conmovido por tan lison- jero recibimiento, la mas fuerte columna de vuestro trono es vuestra sabiduría,^es vuestra bondad, es el amor que inspi- ráis á vuestros vasallos. Uno de ellos soy, y sin embargo no trocaría mi condición por la vuestra, que vale mas que un trono la honra que me dispensáis. ’ ~ — Os amo, Rodrigo, como al mejor de mis vasallos, y sin embargo, no hago mas que pagar mezquinamente vuestros merecimientos. No admiro y respeto en vos solamente al nieto de Lain Calvo, al hijo de Diego Lainez, al esforzado mancebo que supo vengar el ultraje hecho á su honra, al que venció al mas valiente de los caballeros aragoneses, y al que últimamente ha alcanzado uno de los triunfos mas glorio- sos sobre la morisma, sino al magnánimo y generoso caballero que ha dado libertad á Abengalvon y sus compañeros de in- fortunio. ¡Cuánta lealtad no debe esperar el rey de Castilla y León de quien respeta después de vencidos hasta á los enemigos de su Dios y de su patria, porque han llevado el nombre de reyes! Todos los caballeros que acompañaban á D. Fernando se holgaron también mucho con la llegada de Rodrigo, y le felicitaron por el triunfo de Oca, y poco después se hallaba Rodrigo sentado á la mesa del rey, de cuya honra disfrutó durante algunos dias que le fué preciso permanecer en Za- mora, pues D. Fernando sentía que se apartase de su lado, y solo consintió en ello atendido el santo objeto de su viaje. Por fin llegó el dia en que este había de continuar. Todo estaba preparado al efecto, cuando se sintió un gran movi- miento entre las gentes de la ciudad que se agolpaban hácia las avenidas del real alcázar. Asomáronse á un balcón el rey y Rodrigo y los cortesanos, y quedaron sorprendidos por un estraño espectáculo: multitud de moros, ricamenteCAPITULO XXV. 175 vestidos, conducian mas de cien caballos vistosamente enjae- zados, y gran número de acémilas cargadas. Así que llegaron los moros á las puertas del alcázar, pi- dieron permiso á Rodrigo para comparecer en su presencia. Rodrigo se le concedió con el beneplácito del rey, y pene- traron en la estancia donde les esperaba el noble caballero sentado junto al rey que le dispensaba aquella honra para que los mahometanos viesen en cuánta estima le tenia. — Cid, dijo á Rodrigo el que parecía hacer cabeza de los mensajeros, Abengalvon rey de Molina, Mahomad rey de Huesca, Ali rey de Zaragoza, Osmin rey de Teruel y Hamet rey de Calatayud, á quienes cautivasteis en los montes de Oca y generosamente disteis libertad, os mandan sus párias y os prestan homenaje como vasallos vuestros que se recono- cen gustosos. ^Ademas os envían, en señal de amistad y agradecimiento, treinta caballos alazanes, treinta de color morcillo, veinte blancos y otros veinte rucios rodados, mas tocados y ricas joyas para vuestra esposa y muchas telas y armas para vos y vuestros caballeros. — Habéis errado el mensaje, contestó Rodrigo con hu- mildad y modestia; habéisme llamado Cid, que en vuestra lengua significa señor de vasallos, y yo no soy señor donde está mi rey, y sí solo el menor de sus vasallos. Aquí veis á mi rey y á él debeis prestar homenaje y ofrecer los tribu- tos y los gajes de amistad que Abengalvon y sus amigos os han confiado. — Decid á vuestros amos, le interrumpió el rey en estremo agradecido á su humildad y dirigiéndose á los moros, que aunque su señor no es rey, está sentado al lado del de Cas- tilla y León; añadidle que á él debo una buena parte de las tierras que poseo y que tengo en mas el que él sea mi va- sallo que el ser yo rey. Ya que Cid le habéis llamado, quiero que de hoy mas lleve ese nombre. Rodrigo admitió al fin los tributos y regalos que los reyes moros le enviaban y les escribió sendas cartas mostrándoles su agradecimiento y protestando corresponder á su lealtad y su amistad. Los mensajeros recibieron de la mano de Rodrigo dones de mucho precio, y se despidieron repitiendo el nombre de Cid que desde entonces empezó á llevar el hijo de Diego Lainez, al cual se unió muy pronto el de Campeador que moros y cristianos le dieron á causa de sus constantes y gloriosos triunfos en los campos de batalla. Pocas horas después de recibir aquel honroso mensaje, salían de Zamora Rodrigo y los deudos y amigos que en su peregrinación le acompañaban, todos .gozosos, todos con deseos de llegar á Compostela para cumplir sus deberes176 EL CID CAMPEADOR. de caballeros cristianos ante el altar del santo Apóstol, y luego cumplirlos en los campos frecuentemente invadidos por la morisma. CAPITULO XXVI. De cómo el Vengador y Rui-Venablos reformaron su opinión respecto á Bellido. Tres dias después del malhadado ataque de los bandidos al castillo de Carrion, permanecían los restos de la banda del Vengador en el campo donde los dejámos en el capí- tulo XXIII. Era la caída de la tarde, y el tiempo, frió y lluvioso el dia anterior, se había vuelto templado y sereno. El Venga- dor y Rui-Venablos conversaban paseando por el campo, donde se veian cuatro tiendas destinadas, una á los jefes,, otra á la infanta, que aun seguía cautiva, otra á los heridos que iban llegando de Carrion, y otra á los demas individuos de la banda. Cerca del campo había una alturita, desde cuya cima se descubrían todas las avenidas y particularmente el camino de Carrion hasta una larga distancia; los bandidos tenian allí un vigía con órdenes de dar aviso siempre que viese alguna persona que se encaminase al campo, lo cual probaba que el Vengador había perdido la ciega confianza que tenia en sus fuerzas y en su suerte, pues ni aun cuando solo le acompa- ñaban una docena de hombres y tenia por enemigos no solo á la hermandad de los Salvadores, sino también á todos los habitantes del país, había tomado tales precauciones. Por mucho valor que tuvieran el Vengador y Rui-Venablos, ¿cómo no desmayar en vista del terrible golpe que la banda acababa de recibir? El dolor y la desesperación les habian dado vi- gor y aliento al principio, pero luego habian llegado la calma, el recuerdo de los que habian quedado sepultados bajo la bóveda del castillo, y la comparación entre lo que la banda babia sido y lo que á la sazón era, y la confianza y la energía se habian trocado en desaliento y tibieza. — Vida bien triste es la que llevamos aquí, decía Rui- Venablos. La ociosidad no solo aumenta nuestras cavilaciones sino también nos espone á un golpe de mano de nuestros enemigos, y nos roba un tiempo precioso que debiéramos aprovechar en reponer nuestras fuerzas de la enorme pérdida que han sufrido. — Cierto, contestó el Vengador, que nos conviene moverCAPITULO XXVI. 177 de aquí, salir de esta inacción que en todos conceptos enerva nuestras fuerzas; pero, ¿cómo hacerlo hasta que hayan re* gresado todos nuestros compañeros detenidos en Carrion y podamos en su consecuencia dar libertad á la infanta? En partiendo de aquí sabe Dios á dónde iremos á parar.... Nuestros compañeros llegarían con la esperanza de encon- trarnos, y después de haber hecho una jornada, que en su situación debe ser muy penosa, se verían desamparados y obligados á seguir en nuestra busca por esos mundos, proba- blemente para desmayar antes de dar con nosotros .... Martin bajó la voz y continuó: — Vos Rui-Venablos y yo, solo en la apariencia somos bandidos, y siéndolo en realidad nuestros compañeros, parece que no debiéramos compadecerlos y guardarles lealtad; pero hacemos lo que debemos hacer: todo hombre honrado debe ser leal y compasivo con los que participan de sus trabajos y sus bienandanzas, sean honrados ó dejen de serlo. Ver- daderamente nuestros compañeros son tan honrados como nosotros, pues si se examina el fondo de su corazón y su conducta, habrá que colocarlos, no en la categoría de bandi- dos, sino en la de hombres á quienes el hambre y la tiranía han precisado á adoptar una profesión vergonzosa y sin em- bargo la ejercen lo mas honradamente que pueden; porque ya sabéis, Rui, que si en la banda había muchos hombres dispuestos al robo y al asesinato mas bien por inclinación que por necesidad, hemos ido ennobleciendo los instintos de unos, ora con la persuasión, ora con el castigo, y deshacién- donos de los otros. Acaso aquellos mismos que parecen ménos dignos de compasión son los que mas la merecen. Qué somos vos y yo á los ojos del vulgo sino unos jefes de bandoleros dignos de ser descuartizados y puestos á la ver- güenza pública en los caminos? Y sin embargo, arrostramos la muerte y la ignominia por una de las causas mas nobles que han defendido caballeros. ¡ Oh cuán distante está el vulgo de pensar que Rui-Venablos y el Vengador, temibles bandoleros que asaltan las casas de los ricos -homes y las roban y las entregan á las llamas, no tienen mas ambición que la de vengar el asesinato de un padre, la tortura de otro, la deshonra de una doncella y las tropelías y las mal- dades que ejercen unos cuantos mal llamados nobles en los débiles y desamparados! — Muy cierto es eso, hermano, contestó Rui-Venablos. Y ejemplo de ello es Bellido, de quien ambos, y yo el primero, desconfiámos. Quién sabe si Bellido se habrá alistado en la banda con un fin tan noble como el nuestro? He reformado mi opinión respecto á él de tal modo, que si el conde le El Cid Campeador. 12178 EL CID CAMPEADOR. guardase en su castillo ... ira de Dios! Rui-Venablos perdería cien vidas por libertarle! Y quién no le ama y desea que torne á nuestro lado después de oir lo que de él cuentan los heridos que van llegando al campo? Mirad qué merece ala- banza y amor un hombre que, herido gravemente en la ca- beza, olvida su malestar, se dedica á servir y consolar á los que acaso padecen ménos que él, protesta con ánimo valiente de la inhumanidad del conde á quien amenaza, arrostrando su ira, y no quiere abandonar el castillo, hasta que haya salido el último de sus compañeros, diciendo que hallándose él revestido del carácter de jefe, es su deber morir ántes que abandonar á sus compañeros!... Fuera de esto, la cir- cunstancia de ser Bellido el único que se ha salvado de los que quedaron envueltos en los escombros de la bóveda, es un motivo mas para que veamos en él un hermano digno de nuestro amor. — Sí, dijo Martin, Bellido será de hoy mas nuestro igual; entre vos, él y yo, no habrá ya primero ni segundo, los tres seremos uno, los tres capitanearemos la banda, los tres seremos iguales. Y á fe que Bellido es mas previsor que nosotros. Mirad cómo el tiempo vino á justificar sus temores de que perecia la mitad de la banda, asaltando á viva fuerza el castillo de Carrion. Nos indignó el medio que nos proponia de llevar á cabo nuestra empresa, pero, aun- que nunca la aprobáramos, quizá nuestro enojo hubiera sido menor y nuestras palabras ménos duras, si hubiéramos pre- visto el peligro que él preveía. Ahora que sabemos cuánto duele á Bellido el mal de sus compañeros, no debemos estra- ñar que por salvarnos de una muerte casi cierta, aventurase una proposición con la que aventuraba su crédito de leal. Aquí llegaban de su conversación Martin y Rui-Venablos, cuando el vigía hizo seña de que venia gente por el camino de Carrion. Los mismos jefes de la banda se adelantaron á reconocerla, y ¡cuál fué su sorpresa y su alegría cuando vieron que los que venian eran Bellido Dolfos, y los únicos bandoleros heridos que quedaban en poder de D. Suero. Martin y Rui-Venablos corrieron á su encuentro, y abra- zaron con efusión á Bellido, cuyo semblante, descolorido y demacrado, espresó la satisfacción. — Bien venido, hermano! esclamaron ambos, bien venidos todos! — Con cuánta ansia os esperábamos! dijo Martin. — No era ménos la que yo tenia de tornar á vuestro lado, coutestó Bellido. — Hermano, dijo Rui-Venablos, hemos sabido cuán leal ha sido vuestra conducta en Carrion para connuestros cui- tados hermanos, y nosotros y todos nuestros compañeros, teCAPITULO XXVI. 179 tendremos de hoy mas por el mejor de los individuos de la banda. — Ah! me dispensáis una honra que no merezco, replicó Bellido aparentando modestia y emoción. Como todos nuestros compañeros son tan buenos y agradecidos, os habrán hablado de mí los que han venido ántes que nosotros, exagerando lo poco que por ellos he hecho. — Oh qué golpe tan desgraciado, Bellido! ... Bien decíais vos, que la mitad de la banda iba á perecer atacando á viva fuerza el castillo, dijo Martin. — No hablemos ya de eso, contestó Bellido, como si su modestia se resintiese con el recuerdo de su previsión. Olvi- demos todo lo pasado, y ocupémonos solamente en recobrar el terreno perdido. Trabajemos de consuno, con ahinco, con una constancia superior á todos los contratiempos, hasta adquirir las fuerzas perdidas, y con las suficientes para al- canzar el triunfo, volvamos á Carrion á vengar á nuestros pobres hermanos cobardemente muertos por el conde, porque habéis de saber que la bóveda que hundió sobre nosotros, estaba preparada de antemano para aplastarnos á todos, y las muertes consumadas por medio de tan ruin artificio deben reputarse viles asesinatos. — Y ¿cómo pudisteis salvaros de aquel estrago? — Por un milagro solamente. — Cuéntanos eso, hermano, cuéntanos cuanto te ha pasado en Carrion, dijo Martin á tiempo que llegaban ya á las tiendas. Los bandoleros heridos entraron en la que los jefes de la banda habían dispuesto del mejor modo posible, y el Venga- dor y sus dos compañeros entraron en la suya. Martin y Rui no sabían qué hacer con Bellido, á fin de proporcionarle comodidad y alivio. ¡Con qué cariño, con qué solicitud le preparaban sitio donde pudiera sentarse cómodamente, le pre- guntaban si quería alimentos, y se informaban del estado de su herida! Aquella solicitud y aquel cariño hubieran recor- dado á cualquiera los que un padre ó una madre prodigan a hijo lastimado ó sin consuelo. — No os molestéis, hermanos, en proporcionarme como- didades, que yo á vuestro lado de cualquiera modo estoy bien... y os aseguro que esta maldita herida que en todo el camino ha venido haciéndome sufrir las penas del infierno, ha tenido á bien dejarme en paz así que os he visto. Cual- quiera diría que teneis mano de santo, añadió Bellido con una jovial sonrisa, porque apénas me habéis tocado, me he sentido enteramente bueno. Pero oid mis cuitas en Carrion. Martin y Rui-Venablos 6e sentaron al lado de Bellido, dispuestos á escucharle atentamente. 12*180 El. CID CAMPEADOR. — Cuando resonó aquel terrible golpe sobre la bóveda, adiviné el peligro que nos amenazaba, y me lancé á la po- terna para facilitar la salida á mis hermanos, abriendo la puerta que acababa de cerrarse á impulso de la violenta sa- cudida que estremeció el edificio; pero sin duda la puerta había arrastrado al cerrarse alguno de los escombros que caian ya de la bóveda, y se había colocado aquel cuerpo entre ella y el marco, pues mis esfuerzos para abrirla eran inútiles. Sin embargo, empezábamos á conseguirlo, cuando la bóveda se desplomó, y recibí tan fuerte golpe en la cabeza, que perdí casi instantáneamente el sentido. Ignoro el tiempo que permanecí enterrado entre escombros y cadáveres. Al tornar á mi acuerdo, penetraba la claridad de la luna por la poterna que estaba medio abierta, en el mismo estado en que la habíamos puesto en el instante de consumarse el hun- dimiento. Fué terrible el espectáculo que entónces se pre- sentó á mis ojos: arroyos de sangre salían de entre los escombros, y por todas partes asomaban cadáveres horrible- mente mutilados y aplastados; pero ni una voz, ni un lamento, ni un suspiro se oia en mi derredor, lo cual probaba que yo era el único que conservaba un resto de vida entre los que no habíamos podido escapar del hundimiento. Aparté mis ojos de aquel sangriento espectáculo y pensé en mí, porque la sangre que no cesaba de correr de mi cabeza iba debili- tando mis fuerzas, y conocí que si no procuraba atajarla, proto tornaría á perder el conocimiento, y el conde encon- traría un cadáver mas entre los escombros de la bóveda. Salí al campo, lavé mi herida en el torrente que se despeña al pié del castillo, la vendé lo mejor que pude, y así pude conseguir estancar la sangre. Di algunos pasos para tomar el camino que conduce aquí; pero me detuve oyendo que al- guien se acercaba; me escondí entre unas matas, y así pude escuchar la conversación de unos villanos que salían del cas- tillo con dirección á la villa, contándose mutuamente cuanto acababa de pasar. Por ellos supe que en el castillo se halla- ban algunos de mis hermanos heridos, y en peligro de ser enteramente sacrificados por el malvado conde, y entónces tuve por una cobardía el no seguir su suerte. Así, pues, entré en el castillo valido del desorden que aun reinaba en él, y me encontré á pocos instantes entre mis hermanos ... Lo demas lo sabéis ya, y solo me resta añadir que el conde no toma ninguna precaución para poner el castillo á cubierto de un nuevo ataque, porque nos cree demasiado débiles para renovar nuestra empresa, y por lo mismo debemos rehacer nuestras fuerzas y dar un nuevo golpe que de seguro ha de tener mejores resultados que el anterior, hallándose D. Suero desprevenido.CAPITULO XXVI. 181 — Así lo liaremos, hermano, esclamaron á un tiempo Martin y Rui estrechando sucesivamente la mano de Bellido. Los tres siguieron conversando amigablemente algunos instantes mas acerca de los medios de que se debian valer para que la banda recobrase las fuerzas que habia perdido, y una hora después no se oia en el campo mas ruido que el de los pasos de dos ó tres vigías colocados en las avenidas, y que pasaban para ahuyentar el frió que de otro modo hubiera helado la sangre en sus venas. Empero, no todos los que ocupaban las tiendas estaban entregados al sueño. Teresa y Guillen velaban sentados al amor de la lumbre, donde pocos dias ántes los vimos. No era ya la infanta aquella joven consumida de tristeza, á quien durante mucho tiempo habían compadecido las pocas almas generosas que se acer- caban á ella en el castillo de Carrion: una franca y alegre sonrisa vagaba constantemente en sus labios; sus mejillas, poco ántes pálidas como las de un cadáver, comenzaban á teñirse del color de la rosa, y sus dulces ojos, ántes apaga- dos y tristes, brillaban llenos de alegría y animación. Teresa habia nacido para amar, el amor era el único elemento en que podía vivir, y desde que su alma habia comenzado á satisfacer aquella necesidad imperiosa, casi puede decirse que la doncella habia tornado á la vida; porque las satisfacciones del alma son fuentes de salud para el cuerpo. ¡Qué rápido pasaba el tiempo para Teresa y Guillen, en aquella desman- telada tienda, donde por todas partes penetraba la humedad y el frió, donde ni un rústico banquillo tenían para sentarse, donde se veian precisados á reposar en el suelo, húmedo y desigual, donde carecían de ropa con que abrigarse, donde se alimentaban de groseras y escasas viandas, y donde final- mente se hallaban á merced de una cuadrilla de bandidos! ¡Cuán cierto es que el amor todo lo embellece, y todo lo hace llevadero y aun dulce! Todas aquellas privaciones valían muy poco para ellos, porque ¿no estaban suficientemente compensados con el placer de verse continuamente, de prestarse recíprocos cuidados, y de formar juntos hermosos castillos en el aire? — Teresa, decía Guillen con una amorosa sonrisa, harto hemos pintado el porvenir de color de rosa, harto hemos olvidado el mundo real para recrearnos en el imaginario. ¿No os estará bien pensar ahora algunos momentos en los obstáculos con que nuestro amor tendrá que luchar desde el momento en que tornemos al castillo? Triste es despertar de un sueño tan delicioso como el nuestro para tocar una reali- dad tan amarga como la que nos espera! — Pensemos en esa realidad, Guillen, contestó la in- fanta procurando también sonreírse, pero realmente entriste-182 EL CIO CAMPEADOS. ciándose ante la desconsoladora idea que Guillen acababa de evocar. — Ved aquí, dijo el enamorado paje, cual debe ser el sistema de vida que adoptemos así que lleguemos á Carrion: nos veremos lo ménos que nos sea posible, y en presencia de vuestro hermano me mandaréis con aspereza y altanería, á fin de que el conde no sospeche nuestro amor. — Y creeis, Guillen, que me será dado vivir sin veros continuamente, que podré hablaros con aspereza? — También á mí me será doloroso pasar una sola hora sin veros; pero debemos aceptar tan duro sacrificio, por- que .. . ¿qué seria de vos y qué de mí si vuestro hermano llegase á saber que entre vos y yo median otros lazos que los que unen al siervo y su señor? — Guillen! Os lo repito, yo ántes débil y cobarde mujer, me siento .ahora fuerte y animosa, tanto, que no tendría in- conveniente en confesar á mi hermano y al mundo entero que os amo. — Confesarlo á vuestro hermano, Teresa! ah! no, no lo haréis porque el conde os mataría, porque vuestro hermano juzgaría un crimen digno de ser castigado con la muerte el amor de la infanta de Carrion al oscuro paje, que solo debe besar el polvo donde sus señores ponen la planta! Ocultemos nuestro amor hasta el dia en que no tengáis que avergonza- ros de amarme. — Avergonzarme de amaros, Guillen!... No, no me avergüenzo de ello, porque ¡qué blasones pudierais ostentar mas nobles, que el alma generosa que os anima? — Ya sé, Teresa, que para vos ese blasón es bastante; pero no para vuestro hermano, no para el mundo. Oculte- mos, os repito, el amor que nos une miéntras yo permanezco en Carrion, que será hasta que el infiel haga la primera de sus frecuentes incursiones á Castilla ó León. Entonces me uniré á los primeros soldados que partan contra el enemigo, y la primera lid en que me encuentre me valdrá el primero de los títulos que he de hacer valer para que el conde me dé vuestra mano. — Ay Guillen, qué pruebas tan amargas esperan á nuestro amor aunque solo consistan en la larga separación que hemos de esperimentar! esclamó Teresa considerando cuán ilusorias eran las esperanzas del paje, en cuán débiles cimientos fun- daba este sus esperanzas de felicidad! — Teresa, dijo el paje sonriendo para animar á la in- fanta, ¿no nos creemos ambos fuertes, ambos animosos? Pues fiemos en Dios y en nuestro amor, que tras algunos dias de tempestad gozaremos muchos de calma. Miéntras ambos amantes conversaban así, sin curarse deCAPITULO XXVII. 183 los que Se hallaban á su alrededor, sin bajar siquiera la voz, temerosos de ser oidos y cuando ménos escarnecidos de los bandoleros, que hubieran hallado en el amor de la infanta y el paje harta materia de diversión y chacota, habia salido con precaución un hombre de la tienda de los jefes de la banda, y acercádose á la de Teresa. Aquel hombre aplicaba atentamente su oido á la lona de la tienda, ávido de enterarse de la conversación de los amantes, y cuando esta cesó ó al ménos hubo tomado diferente giro, aquel hombre tornó á la tienda de donde habia salido. Si la oscuridad no hubiese sido tan completa, hubiérasele visto sonreír de satisfacción. Aquel hombre era Bellido Dolfos que, sorprendiendo los amores de Doña Teresa y el paje, iba á ganar algunos mar- cos de oro á trueque de ... ¡ quién sabe si de la vida de dos criaturas de alma generosa y buena! Todas las épocas tienen traidores; pero tan viles, tan ruines, tan inicuos como Bellido, ninguna. CAPITULO XXVII. De cómo Teresa y Guillen creyeron que Dios habia tocado el corazou de D. Suero. El siguiente dia, no bien el sol empezó á templar el intenso frió de la mañana, abandonaron Teresa y Guillen el campo de los bandidos con el asentimiento de estos, que ob- tuvieron no bien acabaron de llegar con Bellido la noche precedente los últimos individuos de la banda que quedaban en poder de D. Suero. Como la jornada era bastante larga y los caminos de suyo malos y mas malos aun entónces á causa de las lluvias, el Vengador se compadeció de la debi- lidad de la infanta y la dió un fuerte troton, en el cual pu- dieran cabalgar el paje y ella, como así lo hicieron en estremo agradecidos á la generosidad de los bandidos y sobre todo á la de su primer jefe, quien, por otra parte, les habia dispensado toda la protección y los cuidados posibles en aquella soledad. Caminaban, pues, ambos jóvenes hácia Carrion conver- sando amorosamente, cuando á mitad del camino encontraron á un criado de D. Suero, que al verlos se dirigió á ellos lleno de alegría por ver en libertad á su señora, á quien todos amaban y respetaban en el castillo, y aun en el condado.184 EL CID CAMPEADOS. Teresa y Guillen se informaron de cuanto había ocurrido en el castillo durante su ausencia, y cuando iban á continuar cada cual su camino, la infanta preguntó á Gonzalo, que así se llamaba el criado, á dónde se dirigía. — Señora, respondió este, me envía mi señor con cartas suya3 al conde de Cabra. — ¿Y no sabéis, dijo Teresa, si se teme que alguna nueva banda ataque el castillo, y mi hermano pide ayuda á. ese conde su amigo ? — Señora, solo puedo deciros que mi señor tuvo ayer nuevas de Zamora y le causaron gran enojo, tanto que me molió á palos, se encerró en su aposento, y no quiso comu- nicar con nadie hasta esta mañana que me llamó para en- cargarme que llevase sin pérdida de tiempo las cartas de que soy portador. — Ah! no sabéis, buen Gonzalo, cuánto temor me inspiran los bandidos ahora que sabemos hasta dónde llega su audacia! dijo la infanta, á fin de que el criado no sospechase otra cosa de sus preguntas. Id, buen Gonzalo, continuó, id á donde vuestro señor os envía, que nosotros queremos llegar pronto al castillo para descansar y calmar la inquietud con que debe esperarnos mi hermano. Y en efecto, Gonzalo continuó camino de Burgos, y Teresa, y Guillen siguieron hacia Carrion. — Guillen, dijo Teresa, esas cartas que mi hermano envía al conde de Cabra, me hacen presentir sucesos que han de alterar la tranquilidad de mi familia. El conde de Cabra es el instrumento de que comunmente se valen los ricos-hornea leoneses y castellanos hace muchos años para urdir traiciones y preparar ruines venganzas; porque D. García es maestro consumado en el arte de conspirar; todo lo que tiene de cobarde, tiene de artero. Estar en tratos con él, equivale á estar urdiendo traiciones. Desde que huyó de su condado, no teniendo valor para defenderle, aunque contaba con gente de armas de sobra para resistir á la morisma, y se vino á. Castilla, vive de los haberes que le dan los que acuden á él para que dirija sus tramas. — Y yo apostara cien contra uno, contestó Guillen, á que vuestro hermano trata de armar alguna celada al de Vivar, porque le tiene gran enemiga, sobre todo, desde que D. Ro- drigo le retó y viendo que no aceptaba el reto, puso carteles en toda Castilla y León, denunciando su cobardía á la exe- cración pública, y llamándole mal caballero, felón, aleve y otras lindezas que vuestro hermano no habrá olvidado. Ade- mas, el engrandecimiento del de Vivar debe tener envidioso á mi señor, que querrá cortar las alas al que tanto ha re- montado su vuelo de poco tiempo á esta parte.CAITULO XXVII. 185 — Plegue á Dios que todos no tengamos que llorar con lágrimas de sangre la ambición, la injusticia y el carácter díscolo y desatinado de mi hermano! La casa de Carrion, ántes respetada de todos, de todos querida, está ya rodeada de enemigos, ¿quién no aborrece á mi hermano? ¿quién le trata desinteresadamente? ¿quién desnudará la espada en su defensa el dia que sus numerosos enemigos rompan las hosti- lidades contra él? Cierto que es poderoso, que sus vasallos bastan por sí solos para formar una hueste capaz de hacer temblar al mismo rey de Castilla y León, pero bien débil es el poder que no tiene el amor por cimiento. En esta y otras conversaciones dieron vista nuestros via- jeros al castillo de Carrion. Teresa recordó la alegría con que en otros tiempos daba vista á aquellos pardos muros al tornar con sus padres de alguna de sus frecuentes correrías que iban siempre acompañadas de las ovaciones de sus va- sallos, cerca de los cuales eran una segunda providencia los señores de Carrion; recordó lo que en aquellos muros habia 6ufrido desde que perdió á sus padres, y calculó lo que tendría aun que sufrir, y la comparación de aquellas dos épocas tan distintas una de otra, llenó su corazón de tristeza. Casi lamentó la infanta su vuelta al castillo donde habia nacido; casi la pesó verse léjos del campo de los bandidos, porque al fin, cautiva del Vengador, estaba Guillen conti- nuamente á su lado, podía gozar libremente del dulce y ardiente amor que dominaba su alma, y solo Dios sabia lo que la esperaba en el castillo, solo Dios sabia si allí vería ú Guillen á su lado! Al fin penetraron en el castillo. D. Suero salió á su en- cuentro, y casi por primera vez de su vida abrazó á Teresa, y alargó la mano á Guillen. — Bien venida seas, hermana, dijo á la infanta. Si la natural aspereza de mi carácter, que contrasta con la dulzura del tuyo, te habia hecho desconfiar de mi cariño, esa des- confianza habrá cesado ya. Considera, Teresa, cuánto te amaré, cuando por no atraer sobre tí la venganza de los bandidos, he renunciado á ejercer la mia en los malvados que estaban en mi poder. Tú, que sabes cuán indignos de compasión son esos bandoleros que tantos y tan crueles estra- gos han hecho en el condado de Carrion, que tan alevemente habían atacado el castillo, tú que sabes el terrible castigo que acostumbro imponer á los que me ofenden, tú, .hermana mia, comprenderás el duro sacrificio que he hecho á tu se- guridad. Si no te hubieses hallado entre los bandidos, mis gentes de armas hubieran seguido la pista á los miserables restos de la banda del Vengador, y los hubieran alcanzado y hubieran conseguido su esterminio; pero, ¿cómo perse-186 EL CID CAMPEADOS. guirlos si estabas tú entre ellos, y al disparar mi hueste la primer saeta, esos desalmados hubieran hundido sus puñales en tu corazón? — Ah! gracias, gracias, hermano mió! contestó Teresa enternecida y olvidando la brutal tiranía que su hermano habia hecho pesar sobre ella largo tiempo; porque el corazón de Teresa estaba siempre dispuesto al agradecimiento y al amor, y para la pobre niña, que siempre habia visto el ceño y la severidad en el rostro de su hermano, una bené- vola sonrisa de este tenia un valor inestimable. — Yo te las doy á mi vez á tí, buen Guillen, dijo D. Suero al paje, porque con tanta lealtad seguiste y has pro- tegido á tu señora. Siempre te he distinguido entre todos mis servidores, y de hoy mas, serás un amigo mas bien que un criado del conde de Carrion, pues sé que cada vez serás mas digno de mi estima. — Señor... contestó Guillen con voz balbuciente, vuestra bondad es superior á mis merecimientos ... ¿No era deber mió defender y proteger á mi señora cuanto alcanzasen mis fuerzas ? El honrado paje se acusó en aquel instante de desleal á su señor; su conciencia era tan recta, su alma era tan noble y tan delicada, que Guillen no pudo ménos de pensar: «Estoy engañando vilmente á mi señor; Teresa es la prenda de mas valor que mi señor guarda en su casa, y yo se la he robado como un criado desleal; mis labios dicen una cosa, y mi corazón siente otra.» Hé aquí el pensamiento que hizo turbar al paje, que coloreó sus mejillas. Si dulces fueron para Teresa las palabras que su her- mano la dirigió, fueron mas dulces aun las que el conde dirigió á Guillen. ¡Oh qué bien habia sonado á su oido el nombre de amigo que D. Suero habia dado al paje! La infanta entró á su aposento llena de alegría y de con- suelo con la esperanza de alcanzar dias mas felices allí donde tan tristes y tan largos los habia pasado; no tanto fundaba su esperanza en la favorable disposición en que hallaba á su hermano, como en la certidumbre de que desde entonces habria en el castillo un ser que la amase tierna y desintere- sadamente. «Todos los dias, decia, veré á Guillen, porque encareceré á mi hermano los sacrificios que me ha hecho, los cuidados que me ha prodigado, su dolor al verme falta de lo mas necesario para prolongar la existencia; y así atribuirá solo al sentimiento de la gratitud mis preferencias, mi cariño y mi deseo de tenerle continuamente á mi lado.» Estas consideraciones, estas esperanzas llenaron de feli- cidad á Teresa; aquella estancia le parecía ya ménos soli- taria, ménos triste, ménos lóbrega, ménos reducida; no seCAPITULO XXVII. 187 consideraba ya sola en el mundo, respiraba con libertad, veia sonrosado y azul el horizonte de su vida. Asomóse á aquella angosta ventana que tantas veces había regado con sus lágrimas, y dirigió la vista á la estensa campiña. El sol acababa de desaparecer tras la montaña y en la campiña re- sonaban los cantos de pastores y labriegos, y el toque de la oración en la multitud de campanarios que se alzaban en la llanura. Aquel espectáculo que hacia tiempo entristecía su alma, que difundía en ella una melancolía invencible y pro- funda , obró entonces en la infanta un efecto enteramente con- trario; los cantares de los aldeanos, el toque de las campa- nas, todo le pareció que celebraba su felicidad y se la anun- ciaba. Muchas horas pasó inmóvil á la ventana, entregada á sus risueñas esperanzas, bendiciendo á Dios que había dulcificado las amarguras de su vida, y dando gracias á su madre, ¿ quien creía deber parte de su felicidad, porque su madre, que en otro tiempo la amaba y la compadecía y la consolaba, había impetrado la misericordia de Dios en favor suyo, en favor de la triste huérfana aislada en el mundo y oprimida por su propio hermano, por el mismo que debía amarla y compadecerla y consolarla á falta de su madre 1 Guando mas embebida estaba Teresa en estas dulces con- sideraciones, sintió pasos en su habitación y casi al mismo tiempo oyó la voz de su hermano que la llamaba cariñosa- mente. — Teresa, hermana mia, la dijo D. Suero penetrando en la estancia, no he podido acostarme sin verte ántes, sin estrecharte en mis brazos, sin ver si falta algo á tu comodi- dad, sin pedirte que olvides para siempre mi dureza para contigo, porque de hoy mas no seré un tirano para tí como hasta aquí lo he sido, seré... seré un hermano, ¡oh mi pobre y buena Teresa! Y al decir esto, D. Suero abrió sus brazos y estrechó contra su pecho á la infanta con una ternura que enloqueció de placer á la dulce niña. Teresa quiso hablar, pero no pudo, que el llanto del re- gocijo ahogaba su voz. Si en aquel instante hubiera asomado Guillen á la puerta de la estancia, hubiera bendecido á Dios que le concedía la dicha de ser amado de aquel ángel cuyo corazón tanto amor encerraba! Porque la noble doncella que tanto amor tenia para su verdugo, ¡cuánto no tendría para el generoso mancebo que la había amado, que la había ado- rado con el amor mas puro y la adoración mas reverente con que se pueda amar y adorar á la criatura humana! Teresa no podia espresar á su hermano por medio de la palabra la gratitud, el cariño y la alegría que hencbian su18S. EL CID CAMPEADOS. corazón; pero sus labios que imprimía con ardiente frenesí en el rostro de D. Suero reemplazaban á la palabra. — Hermana mia, dijo el conde siempre con cariñoso acento, hasta que no te he visto en peligro, hasta que no has estado léjos de mí, no he conocido lo que te amaba 6 mas bien no te he amado. Hasta que se pierde el bien no se conoce su valor; miéntras tu amoroso acento, tu manse- dumbre y tus solícitos cuidados dulcificaban mis penas, y me hacían mas llevadera esta vida, atormentada siempre yo no sé por qué, no sé si por un fatal destino que trastorna todos mis planes, que contraría siempre mi volundad, que me hace odioso á los ojos de los mas dispuestos á la indulgencia y el amor; miéntras he gozado ese bien, no he sabido apreciarle; pero así que de él carecí, comprendí su valor y lloré cons- tantemente su pérdida.... No sabes, hermana mia, cuán larga se me ha hecho tu ausencia, cuánto he anhelado tu vuelta, cuántos temores han ahuyentado mi sueño miéntras has permanecido entre los bandoleros...... A cada instante creia verlos clavar su puñal en tu corazón ó manchar torpes y desapiadados la pureza del ángel cuya custodia me fió al volar al cielo la mas tierna y la mas santa de las mujeres.... — Ah! Dios te bendiga, hermano! esclamó Teresa con- siguiendo al fin recobrar el uso de la palabra como si Dios hubiese acudido en su ayuda al querer glorificar á su madre, Dios te bendiga hermano, pues ensalza tu labio á la que nos dió el ser y reverencias su memoria! Con cuánto rego- cijo contemplará nuestra madre desde el cielo el amor que me prodigas! Recuerdas sus últimas palabras, hermano mió, las recuerdas? «Amáos mutuamente, nos dijo; tú, hijo mió, añadió, dirigiéndose á tí, vela por tu hermana, sé su apoyo, su guia, su escudo, pues es débil y fuera de tí no tiene en el mundo quien la proteja.» Y ambos nos arrodillamos al pié de su lecho y las últimas palabras que oyó, fué el jura- mento que ambos le hicimos de seguir sus consejos y de cumplir su voluntad. — Sí, hermana mia, recuerdo las últimas palabras de nuestra madre; quizá las he olvidado durante algún tiempo; pero me arrepiento de ese olvido, y quiero espiar mi falta y remunerarte del amor que te he negado, amándote y sacrifi- cando si es preciso mi vida á tu felicidad. — Oh hermano! esclamó la infanta, cómo podré yo pagarte la que me proporcionan tus palabras! — Con tu cariño, Teresa, con tu cariño y con el olvido de mi crueldad hasta aquí. De hoy mas tú serás en el cas- tillo absoluta señora, y hasta yo mismo me someteré gustoso á tus órdenes. Díme las dueñas y las doncellas que quieresCAPITULO XXVII. 189 que te sirvan, los criados que deseas tener á tu mandato, y desde esta noche estarán dispuestos á obedecerte. — Me bastan, hermano mió, los que hasta aquí me han servido. Teresa creyó llegada la ocasión de hablar á su hermano de Guillen, de justificar á sus ojos la preferencia que pensaba darle, de acrecer la que D. Suero le daba ya; pero sus me- jillas se cubrieron de carmín, porque la enamorada jóven nunca había disimulado sus sentimientos y se veia obligada á disimularlos, y porque temia que sus palabras se los revelasen á su hermano; sin embargo, se atrevió á añadir, procurando ocultar su turbación: — La buena Elvira basta para servirme; pero como los años la han privado en gran parte del oido, no puedo entre- tener, conversando con ella, las largas veladas del invierno, y quisiera que Guillen me hiciese compañía algunos ratos; porque ya sabéis cuán grata es comunmente su conversación, siempre amenizada con historias que su natural ingenio ha ido atesorando y sabe embellecer. — Bien, hermana mia; aunque yo eche á Guillen muy de ménos á mi lado, le tendrás siempre que quieras al tuyo, porque en efecto, ese mancebo es, no solo el mas discreto de nuestros servidores, sino también el mas leal y de corazón mas noble. — Ah! si supieras, hermano mió, las pruebas cíe adhesión y lealtad que me ha dado durante mi permanencia entre los bandidos! Si supieras de cuántos cuidados me ha rodeado, con cnánta constancia ha velado mi sueño, con cuánta soli- citud ha procurado aminorar mis privaciones, y sobre todo con cuánta abnegación, con cuánto valor, con cuánto heroísmo, en fin, ha vertido su sangre por librarme de las tropelías de los bandidos! Ah! hermano mió, Guillen es hijo de un pechero, pero un corazón de caballero late en su seno. Teresa se detuvo, segura de que si continuaba haciendo el elogio del paje, iba á llevarle mas allá de lo que la pru- dencia la aconsejaba. — ¿Dices, Teresa, que Guillen ha vertido su sangre por tí? preguntó I). Suero admirado. — Sí; una noche velábamos ambos en la desmantelada tienda .donde nos habían alojado los bandidos, y uno de aquellos hombres se apareció ordenando á Guillen que le de- jase solo conmigo ; pero el leal servidor respondió que ántes que tal hiciera, perdería la vida á mi lado. Y una lucha terrible se trabó entre Guillen y el bandido, y yo me salvé; pero la punta del puñal de nuestro perseguidor hirió la mano que me defendía. — Ahí gracias, gracias, mi buen paje, mi buen amigo,190 EL CID CAMPEADOR. pues ese nombre te daré de hoy mas! esclamó D. Suero con una ternura y un entusiasmo que acabaron de colmar de feli- cidad ¿ Teresa. — Hermana mia, añadió el conde, ambos necesitamos descansar y es cerca de media noche. Há muchas que no has dormido y lo mismo puedo decir de mí, pues el re- cuerdo del peligro que te amenazaba, ahuyentaba de mí el sueño. Y el conde salió de la habitación de la infanta después de abrazar cariñosamente á esta. Dirigióse á donde Guillen esperaba sus órdenes, y alargando al paje su mano, le dijo: — Guillen, amigo mió, gracias por vuestra lealtad, gra- cias! Mi hermana me acaba de decir cuanto por ella habéis hecho, y yo sabré recompensaros cumplidamente. De hoy mas quiero que estéis continuamente á las órdenes de la in- fanta. Id á su aposento ántes de entregaros al descanso que bien habéis menester, por si necesita daros sus órdenes. El paje creyó volverse loco de alegría; no encontró pala- bras con que contestar á su señor, porque todas le parecían pobres para espresar su gratitud, y se encaminó al aposento de Teresa alborozado, loco, trastornados por el placer sus sentidos. A no ser por la costumbre que tenia de pronunciar respe- tuosamente el nombre de la infanta al acercarse á la cámara de esta, se hubiera dejado llevar de la alegría que le embria- gaba, de la especie de locura de que se hallaba poseído, se hubiera acercado á Teresa prodigándola los nombres mas amorosamente familiares que contiene el vocabulario del amor, pues conforme se encaminaba hácia la cámara, saltaba y triscaba como salta y trisca el niño á quien su madre da permiso para ir á jugar en la plaza ó en la pradera con los niños de su edad. — Señora, dijo al entrar en la cámara, el conde mi señor me envía á recibir vuestras órdenes. Pero como Teresa le hiciese una seña familiar para que se acercase, Guillen dejó su gravedad, y en efecto se apre- suró á acercarse á la doncella y á decirla: — Ah! qué dichoso soy, Teresa, qué dichoso soy! .... Siempre á vuestro lado ... os veré á todas horas ... — Sí, Guillen, sí, le interrumpió la infanta ... El dedo de Dios ha tocado el corazón de mi hermano ... Qué dicho- sos somos, qué dichosos, Guillen!... Y añadió con la son- risa de la niña que conversa y se divierte con otras niñas: — Contentémonos esta noche con la dicha que hemos gozado, que tiempo nos queda para gozar la que por todas partes nos sonríe. — Sí, Teresa, sí, ángel mió, murmuró el paje en vozCAPITULO. XXVII. 191 baja, descansemos, durmamos, que cuando el corazón está lleno de amor, también hay dicha en el sueño. Descansad, dormid, amor mió, arrullada por la felicidad que arrullará mi sueño también. Y los venturosos amantes se separaron. Teresa no quiso llamar á Elvira para que la desnudara, según tenia por costumbre, porque quería estar sola, entera- mente sola, para entregarse con entera libertad á los tras- portes de su dicha. Arrodillóse ante su reclinatorio y oró, dando gracias á Dios por la dicha que la embriagaba, con el fervor y la efusión con que lo hubiese hecho la santa á quien una divina aparición hubiese mostrado las puertas del cielo abiertas á su paso. Focos instantes después se acostó y quedó profundamente dormida. También el conde dormia... Pero no nos acerquemos á su lecho, porque en él no reposa el ángel de la castidad, porque está manchado por el amor de una impura meretriz. Acerquémonos al de Guillen ó al de Teresa, acerquémonos solo al de esta última, porque el inmaculado amor que sueña en el uno, sueña también en el otro. Teresa soñaba con Guillen. Guillen soñaba con Teresa. Apénas hay en el mundo quien alguna vez no haya soñado que los lazos del amor le unían á un ser que hasta entonces le había sido indiferente, y al despertar, y aun durante cierto tiempo, no haya pensado con deleite en aquel ser, y allí donde ántes solo veia un individuo vulgar que ninguna sensación despertaba en su alma, no haya visto un ser ro- deado de encanto y de poesía. Cuántos amores constantes, ardientes, fecundos en goces ó en dolores, han nacido en un sueño! Pues bien: si el ser que nos ha sido siempre indiferente y á quien no debemos sacrificios ni amor, aparece en sueños rodeado de encantos, de idealidad y de poesía, ¡cuánto no aparecerá aquel á quien anticipadamente amábamos, aquel que nos ama con delirio, aquel que ha espuesto su vida por salvarnos, aquel que es nuestra única esperanza en este mundo, aquel que física y moralmente reúne mas títulos á nuestro amor, y aparece á nuestros ojos rodeado de mas encantos entre todos los que nuestros ojos han visto, como sucedía á Teresa con respecto á Guillen! ¡Qué hermoso, qué dulce, qué celeste, si es lícito emplear este adjetivo para encarecer cierta dicha, fué el sueño que arrulló á la infanta de Carrion tan pronto como quedó dor- mida, saboreando las últimas amorosas palabras de Guillen! Soñó que se hallaba en un país encantado, en un paraíso,192 EL CID CAMPEADOS. en un cielo. Luz, flores, perfumes, armonías, palacios de oro y diamantes la rodeaban; allí los hombres y las mujeres tenían el cuerpo de ángel, y de ángel también el alma; allí no había señores ni esclavos, ni oprimidos ni opresores, por- que la voluntad de un individuo era la de todos, porque había una alma común como es el ambiente común á todos los seres; allí el cielo era siempre azul y sereno, y el sol no dejaba nunca de alumbrar; allí eran eternas la verdura de los campos y la frescura y el color y el aroma de las flores; allí cantaban siempre los pájaros, pero su música era siempre dulce y acorde como la de las arpas pulsadas por los sera- fines; allí no silbaba el reptil ni bramaba la fiera en la es- pesura; allí no herían la planta del viajero los abrojos y las espinas; allí no soplaban los huracanes, ni abrasaba el sol, ni aterían las escarchas y las nieves y los cierzos invernales; allí no estaban los montes y los valles erizados de abismos y ásperas rocas; allí los árboles estaban siempre cargados de olorosos frutos y flores; y allí, en medio de aquel país en- cantado, de aquel paraíso, de aquel cielo, moraban ella y él, la amada y el amado, Guillen y Teresa, y su amor era tan grande y su dicha tan inmensa, que temían escitar la envidia de los moradores de aquel paraíso, todos felices, todos ena- morados, todos embriagados de deleites sin número y sin fin. Y este dulcísimo sueño, maravillosamente parecido al que al mismo tiempo arrullaba á Guillen, arrulló á Teresa hasta que vinieron á arrancarla de él los cantos de los pájaros que resonaban en los árboles que crecían al pié del castillo, y la luz del alba al penetrar por la ventana que la enamorada doncella no se había acordado de cerrar ocupada de su dicha. CAPITULO XXVIII. De cómo el conde de Cabra cantó un romance al conde de Carrion. Muy pocas conspiraciones se tramaban en Castilla y León sin que D. García, conde de Cabra, no tuviese parte en ellas como director principal, porque para desempeñar este cargo, el conde, como suele decirse, se pintaba solo. D. García poseía un rico señorío en Andalucía, según lo indica su título. Como que el condado de Cabra era muy codiciado de los moros, como que estos se hallaban cerca, y por consiguiente eran de temer sus ataques, y como que el conde era cobarde y poderoso, el condado de Cabra estabaCAPITULO XXVIII. 198 defendido por buenas fortalezas y numerosa gente de armas, cuya circunstancia liabia sido causa de que la morisma no le hubiese atacado aun desde que I). García era su poseedor por muerte de su padre, que con un puñado de soldados y con débiles fortalezas había burlado repetidas veces los ataques de los moros sus vecinos. Creyendo estos al hijo heredero del valor del padre, y viendo que contaba con mas medios de defensa que el anterior conde, habían creído inútil repetir sus ataques, pero la molicie en que D. García vivía y la cir- cunstancia de no verle nunca en los combates, como veian á todos los demas caballeros cristianos, les hizo comprender que D. García solo había heredado de su padre el nombre y los estados; por lo cual juntaron una hueste bastante nume- rosa, y entraron por el señorío de Cabra. Los vasallos de D. García y los soldados que guarnecían los castillos fronteros se defendieron valerosamente; pero como el conde no les mandase auxilio, pues tenia reconcentradas en la villa, cabeza del señorío, sus principales fuerzas y temía por su seguridad personal si las desmembraba, fueron cediendo mas bien que á su impotencia para seguir defen- diéndose, á la desesperación y al enojo que la conducta del conde les causaba, y los moros penetraron hasta la villa de Cabra. La villa estaba perfectamente murada, tenia un fortísimo castillo, y bastimentos para resistir un largo sitio; pero D. García la abandonó precipitadamente con su familia sin dis- parar un dardo. Vino á Castilla, y estableció su casa en Burgos, donde tenia algunas haciendas; pero acostumbrado al fausto y la opulencia, no tardó en vender aquellas, y al cabo de poco tiempo se encontró, si no en la miseria, al ménos rodeado de privaciones que nunca habia esperimentado, *y que le eran insoportables. Otro caballero de mas corazón que el conde, hubiera reunido cierto número de soldados aventureros que abundaban en aquella época, hubiera acometido á cualquiera de las provincias dominadas por los moros, hubiera peleado, y hubiera restaurado así su patrimonio; pero D. García hu- biera consentido morir en la miseria ántes que luchar cara á cara y brazo á brazo con moros ó cristianos. Esperaba enlazar á su hijo Ñuño Garcíez con alguna don- cella principal de Castilla ó León, y miéntras esta esperanza se realizaba, subsistía de la recompensa que daban muchos ricos-homes á su esclarecido talento y á su astucia para urdir y dirigir conspiraciones, pues esta habia llegado á ser la constante ocupación de D. García. Su hijo Ñuño era ya mozo en la época á que nuestra historia llega; pero de tan afeminado corazón como su padre. El Cid Campeador. 13194 EL CID CAMPEADOR. Al fin este, si no tenia corazón, tenia ingenio para la intriga; pero Ñuño hasta de esta cualidad carecía: era un imbécil, era un maniquí que su padre manejaba á su antojo, que no tenia voluntad propia, y á quien miraban con desprecio todos los nobles. D. García había solicitado para su hijo la mano de la in- fanta de Carrion, pero D. Suero se la había negado, no por las desventajas personales de Ñuño, porque para el conde de Carrion tales desventajas eran de poca monta, sino porque siendo la avaricia el sentimiento que dominaba á D. Suero, ¿cómo enlazar á su hermana con el hijo del conde de Cabra, que ni de una teja ni de un pié de terreno era poseedor? D. Suero había pensado varias veces acudir á D. García para que le ayudase á conspirar contra sus enemigos, y par- ticularmente contra Rodrigo Diaz; pero siempre habia desis- tido de su propósito ante la consideración de que el conde de Cabra le exigiría como precisa condición, la mano de su hermana en recompensa de sus servicios. Pero el engrandecimiento del de Vivar era tal y de tal modo se habia ido enemistando Rodrigo con D. Suero, que este creyó llegado el momento de tomar un partido decisivo, á fin de cortar las alas al que tanto remontaba su vuelo, como decía Guillen, pues de otro modo, su perdición, la per- dición de D. Suero, era inevitable. A las veinte y cuatro horas de salir de Carrion el men- sajero del conde con cartas para D. García, llegó este á las puertas del castillo acompañado del mismo Gonzalo y de al- gunos criados bien armados, de quienes no se separaba nunca, y á quienes pagaba bien para que le guardasen las espaldas, pues eran hombres de tomar armas, y D. García no ignoraba su necesidad de estar bien guardado. D. Suero se hallaba al lado de Teresa con quien conver- saba cariñosamente, cuando le pasaron aviso de la llegada de D. García. La alegría del conde fué tan grande como el terror de la infanta. Esta ignoraba que D. García hubiese solicitado su mano para Ñuño, pero esto no obstaba para que la presencia del conde de Cabra en el castillo la llenase de sobresalto y temor, pues, como el lector ha tenido ya ocasión de colegir de sus palabras, tenia noticias de él, y sabia que nada bueno indicaban los tratos con el conde. D. Suero se apresuró á recibir á D. García tanto mas sa- tisfecho, cuanto que dudaba que acudiese á su llamamiento resentido como se hallaba de que se hubiese negado á su hijo la mano de la infanta, y un momento después de dejar el aposento de Teresa se hallaban juntos D. García y él, en sitio donde no pudieran ser oidos de nadie. — Gracias os doy, D. García, porque de tal modo osCAPITULO XXVIII. 195 habéis apresurado á honrar mi casa con vuestra presencia, decía D. Suero procurando atraerse la simpatía del de Cabra con la benevolencia y la dulzura de su acento. — Yo soy el honrado, respondió D. García, y no dudaréis de que honrado me creo acercándome á vos, si recordáis cuánto he deseado que nos unieran, no solo los lazos de la amistad, sino también los de la sangre... D. Suero conoció que el conde no habia abandonado sus antiguas pretensiones; pero como solo pensaba acceder á ellas cuando no pudiese pasar por otro punto, creyó con- veniente desentenderse de aquella alusión de D. García, y dijo: — Qué nuevas habéis recibido de Zamora? — Corren en Burgos muy satisfactorias para los amigos del de Vivar, á quien no solo ha honrado mucho D. Fer- nando, sino han mandado ricos tributos Abengalvon y los otros cuatro reyes moros apresados por él en el salto de montes de Oca. Y os aseguro, que estas nuevas me han apenado no poco, que siendo enemigo vuestro el de Vivar, su engrandecimiento debe contrariaros, y á fuer de amigo vuestro deploro el triunfo de vuestros enemigos. — Agradecido os estoy, D. García, por vuestra adhesión y buena amistad; pero ¿sentís el engrandecimiento de Ro- drigo solo porque redunda en contra mia? ¿No teneis ningún motivo mas para odiarle? — ¿Qué otro pudiera tener? — Estraño, señor conde, que en este asunto seáis tan poco previsor cuando en todos los demas lo sois tanto. ¿No pertenecéis á la nobleza mas esclarecida de Castilla? — Esa cualidad me honra mucho para que la olvide un solo instante. — Pues bien: pronto los ricos-homes mas nobles y pode- rosos de Castilla y León serán al lado del de Vivar lo que vuestro escudero á vuestro lado; pronto el de Vivar conside- rará vasallos á los que hoy valen mas que él; pronto el mismo rey D. Fernando se verá dominado por ese audaz y soberbio soldado, á quien tantas mercedes dispensa sin con- siderar que cria el cuervo que le ha de sacar los ojos. ¿Y no os creéis, D. García, obligado, como todo noble, á atajar en su carrera á ese corcel desbocado que amenaza atropella- ros como á uno de tantos? ¿Creeis que el de Vivar, para quien el mismo rey será pequeño según el orgullo y la am- bición que le dominan, se considerará menor que vos y por consiguiente tolerará que no os humilléis á sus piés? — El de Vivar, si no es mi amigo, tampoco es mi ene- migo, contestó D. García, sin que las palabras de D. Suero alterasen en lo mas mínimo la calma que le era habitual; y 13*196 EL CID CAMPEADOR. añadió con una sonrisa un poco sarcástica: — ¿Osparece que cumple á un caballero honrado, que yo soy, envidiar el en- grandecimiento de otro caballero y mucho ménos contrariar á aquel que nunca le ha ofendido? Eso se queda para vos, buen conde, eso de oponerse á los planes del de Vivar se queda para vos que sois su enemigo mortal, que habéis reci- bido de él ofensas que nunca olvidan los que de caballeros blasonan. Yo, léjos de estrañar la enemiga que á D. Rodrigo teneis y vuestro propósito de oponeros á su engrandecimiento, los aplaudo sinceramente. Si yo me hallara en vuestro caso, haría al de Vivar una guerra sin tregua, sacrificaría á la venganza de mi honor mi reposo, mi hacienda, mi vida . . . porque preciso es confesar que habéis sido cruelmente ultra- jado por Rodrigo Díaz. ¿Quién no recuerda en Castilla y León sus carteles poniéndoos de cobarde, de felón y de aleve que no habia por donde tomaros? Salid de vuestro condado, id por esos campos y esas aldeas de Castilla, y á los villanos oiréis do quier entonar gentiles romances donde el pueblo repite los carteles del de Vivar... — Callad, D. García, callad, que arde en mi pecho el fuego del infierno!... esclamó D. Suero dando una patada que hizo retemblar el pavimento. — Perdonad, continuó D. García, pero á fuer de amigo vuestro debo deciros la opinión que en Castilla se tiene de vos, porque encerrado casi siempre en vuestro castillo igno- ráis quién os agravia y dejais sin castigo á los maldicientes ... Si conmigo hubierais hecho la jornada de Burgos á aquí, hubierais oido á los villanos los romances que os digo ... Oid, oid, para que sepáis la malicia de los rústicos de Cas- tilla, oid lo que he oido cantar á los villanos desde que salí de Burgos. Y el conde cantó en ese tono monótono y melancólico con que las mujeres de Castilla arrullan á los niños: «En Camón ese castillo . Asentado á su yantare Estaba el conde D. Suero, Ese conde dcslcalc; La su copa le servian Pajecicos muy galanes, Y en la su copa poli Ja Vino para emborrachare, Que el conde cura de vino, De vino, que no de sangre ...» — Infierno!... infierno! ábrete y sepúltame en tu senol... esclamó D. Suero agitándose como si sufriera el tormento de los réprobos. Callad, D. García, que me arrojara por esaCAPITULO XXVIII. 197 ventana ó clavara un puñal en mi corazón, si no necesitara vivir para clavarle en los que así me calumnian y me escar- necen. — Así os quiero yo, airado cuando ofendido, respondió el conde de Cabra estrechando la mano de D. Suero, cuyas arterias latían con tal violencia que parecían próximas á esta- llar y cuyos ojos estaban inyectados de sangre y cuya boca arrojaba espuma como la de la fiera rabiosa; así os quiero yo, indignado y no resigna-do. Y D. García continuó: «Mensajeros de Rodrigo, El castellano leale, El que en buenhora nació, El que no ha pavor de nadie, Le dan su mensajería. Bien oiréis como diraen : — Caballero, el caballero, D. Rodrigo de Vivare Por calumiiador vos reta. Que le llamasteis cobarde; T si al campo no saliereis, Caballero, no sois tale, Ni debeis calzar espuela. Ni en caballo cabalgare. Ni comer pan á manteles Ni con las dueñas folgare. — Digades, los mensajeros, Al vuestro señor digades Que se vaya noramala , Que ir al campo no me place. Tal dijo el conde D. Suero, Ese conde desleale, Y la su copa polida Tornó á pedir á sus pajes, Que el conde cura de vino, De vino, que no de sangre.)» — Ah! que no curo de sangre dicen!... La de los vi- llanos haré correr á torrentes... gritó el conde de Carrion loco, desatentado de cólera. Decidme quiénes son los que osan escarnecerme con esos ruines cantares... — Todos los villanos de Castilla cantan el romance que habéis escuchado. Juzgad si lo habré oido repetir, cuando le ha retenido mi memoria, que para eso es la peor que hombre puede tener .... Pero no son los villanos los que os calumnian y os denuestan; castigar á los villanos seria tan injusto y difícil como castigar al eco que repite las palabras198 EL CID CAMPEADOS. del calumniador... Devolved injuria por injuria al de Vivar, humilladle como él os ha humillado, y veréis cómo para esos mismos villanos mañana sois vos El castellano leale, El que en buenliora nació, El que no ha pavor de nadie. — Sí, sí, teneis razón, el rayo de mi venganza debe caer sobre el de Vivar, que él es mi único enemigo, mi perse- guidor, mi fatalidad, mi ángel malo... Pero ¿cómo podré vencerle? cómo podré humillarle? cómo podré devolverle á la faz el oprobio de que ha cubierto la mia?... — ¿Pues qué, no ceñís espada, no late en vuestro pecho el corazón de un caballero? Lidiad con él como los bandi- dos á quienes en la venta del Moro quitó una doncella que llevaban robada, como D. Gome de Gormaz, como Martin González el aragonés.... D. Suero se estremeció ante este recuerdo del valor de Rodrigo, lo cual echó de ver D. García con mucho contento, y replicó interrumpiendo al conde de Cabra: — Eso hiciera yo, si á Dios pluguiera dar á mi brazo la fortaleza que ha dado á mi corazón; pero las dolencias que han abrumado constantemente mi juventud y aun me abruman, no me han dejado ejercitarme en las armas ni me permiten blandirlos como el de Vivar, que gracias, no á su corazón, sino á su robustez y destreza, de un bote de su lanza arranca de la silla á su enemigo. , El conde de Cabra se sonrió, no tanto de la pueril es- cusa de D. Suero como de satisfacción al ver cuán llano iba poniendo el camino que al logro de su deseo conducía. — Cierto, respondió, que el de Vivar, lidiando en el campó con vos tendría esa ventaja; mas hay otra lid mas segura y lícita al caballero á quien se ha agraviado preva- liéndose de su natural impotencia para vengar su honor con la lanza ó la espada. Donde no alcanza la espada alcanza la astucia, buen conde. — Os comprendo, D. García, os comprendo, y estoy re- suelto á seguir vuestro parecer; ¿mas creeis que en esa lucha alcanzaré el triunfo? — Si como diestro os las habéis, no lo dudo. — ¿Pero con qué destreza puedo conspirar si esa lucha también es nueva para mí, si carezco de amigos que me ayuden y el de Vivar tiene muchos? — ¿Decís que carecéis de amigos? — El único á quien puedo dar ese nombre sois ves, D. García... y me habéis negado vuestra ayuda repetidas vecesCAPITULO XXVIII. 199 que os la he pedido para emprender la lucha que ahora me aconsejáis. — Nunca os negué mi ayuda, D. Suero; lo único que hice fué pediros prenda que respondiese de vuestro silencio en caso de abortar nuestros planes; y si queréis que ahora os ayude, me habéis de dar esa prenda........ — D. García, cupiera mucha honra á mi casa enlazándola con la vuestra, porque noble sois á par del rey, bien que poco afortunado; pero mi hermana es aun niña por la edad y por su natural afeminación... Y á parte de esto, casarla, tanto vale como matarla, porque quiere vivir y morir á mi lado ó en un monasterio. Si supierais, D. García, cuánto la amo, cuán dura me seria sin ella la vida, aplaudierais mi propósito de no violentar su albedrío. Aun no me habia apuntado el bozo cuando ambos quedámos huérfanos, y desde entonces ella es mi único consuelo y yo soy el suyo. — Cuando la infanta sea esposa de mi hijo, cesará su horfandad y la vuestra, porque en mí y en mi esposa Doña Elvira tendréis Doña Teresa y vos unos padres tan cariñosos y tan buenos como los que perdisteis... — Yo agradezco, como debo, el deseo que os anima, señor conde, pero.... respetad los caprichos de esa pobre niña, harto desventurada por su carácter triste y su constitución enfermiza.... — Calculad por el amor que teneis á vuestra hermana el que tengo á mi hijo, y no estrañaréis mi deseo de propor- cionar á Ñuño la tranquilidad del alma que perdió desde el dia que vió á la infanta y oyó á caballeros y á villanos en- salzar sus virtudes y su discreción. — No puedo ménos de loar el sentimiento que os mueve á solicitar para vuestro hijo la mano de mi hermana, dijo D. Suero desesperando ya de obtener la ayuda del conde de Cabra á otro precio que al de la mano de Teresa; pero me es imposible complaceros. — Y á mí también me es imposible proporcionaros un escelente medio para libraros del de Vivar.... — Decidme, D. García, cuál es ese medio, y en cambio pedidme mis tesoros, pedidme... — La mano de vuestra hermana, nada mas quiero, nada mas necesito. — Oh suerte desventurada la mia!... ¿No he de dar un paso sin perder un pedazo de mi corazón?... Venga el de Vivar, vengan todos mis enemigos y arránquenme la vida, que así-cesarán estos tormentos que sufro... —* Sí, el de Vivar vendrá, vendrán vuestros enemigos, mas^gs dejarán, la vida para que la paséis deshonrado, fugi- tivo, sin un palmo de terreno en que posar vuestros piés, sin200 EL CID CAMPEADOR. una cabaña en que guareceros, sin un pedazo de pan que llevar á vuestros labios. Y entonces vuestra hermana, esa delicada doncella á quien tanto amais, morirá de pena, de desnudez y de hambre, ó casará con un villano para prolon- gar así su existencia... ¿Acaso os creeis bastante fuerte para seguir despreciando al de Yivar?... Fuertes y ricos y altivos eran el conde de Gormaz y Martin González, y murieron á sus piés... y eso que entonces Rodrigo no era tan diestro ni tan fuerte como ahora, ni tenia reyes por va- sallos. .. — Pues bien, D. García, interrumpió á este D. Suero,,mi hermana será esposa de vuestro hijo si Rodrigo Diaz muere ó al ménos es desterrado de Castilla y León. — Morirá, morirá, no lo dudéis, D. Suero, esclamó el conde de Cabra abrazando lleno de alegría al de Carrion, y añadió: — ¿Pero fiáis que vuestra hermana consentirá unirse con mi hijo? — Mi hermana, contestó D. Suero, hará mi voluntad y si no... ¡ desventurada!... Y miéntras la dulce Teresa, la pobre y enamorada niña, estaba en su aposento con Guillen soñando un paraíso de amor, aquellos dos cobardes, de alma de cieno y corazón de roca, siguieron concertando su cautiverio y el plan de ase- sinar vilmente á Rodrigo, al caballero mas cumplido de Cas- tilla, al bueno, al conquistador, al que en buenhora nació, al que en buenhora ciñó espada! CAPITULO XXIX. De cómo el rey y Rodrigo, después de hacer buenas oraciones, dieron buenas cuchilladas. Verificada la reedificación de Zamora, Ee disponía el rey D. Fernando á volver á Burgos, donde pensaba dedicarse esclusivamente al perfeccionamiento de las leyes, la agricul- tura y las artes, aprovechando la quietud que disfrutaban sus reinos, y deseoso de tener él la que reclamaban sus do- lencias, que hacia algún tiempo se iban agravando. Antes de tornar á Burgos quiso pasar á Compostela con objeto de visitar al santo Apóstol; y como lo supiera Rodrigo cuando se disponía á dejar esta ultima ciudad, terminados ya sus piadosos ejercicios, determinó esperarle allí para acom- pañarle á la vuelta. En efecto, D. Fernando llegó á Compostela y se entregóCAPITULO XXIX. 201 durante algunos dias á los actos piadosos con mucho fervor, porque aquel monarca era tan buen cristiano como valeroso guerrero. Solazábase con la idea de volver al seno de su familia; mas hé aquí que los moros de Portugal quebrantaron inopinadamente la paz que tenian ajustada con D. Fernando, entrando por los pueblos cristianos fronterizos cometiendo todo género de estragos. D. Fernando creyó que debía sacrificar su particular quie- tud á la de sus vasallos y al castigo de los infieles, quienes de otro modo cobrarían nuevos bríos y llevarían aun mas allá sus depredaciones. Pidió consejo á Rodrigo Diaz y otros caballeros, y todos, y muy señaladamente el primero, opinaron por la guerra. Así pues, el rey y Rodrigo Diaz reunieron en pocos dias un ejército bastante numeroso, y caminaron á Portugal con ánimo de atacar el primer castillo moro que encontrasen á su paso, para lo cual iban provistos de buenos materiales de guerra. Cerca de Monzao alcanzaron una hueste infiel que se apre- suraba á tornar á Portugal con la rica presa que acababa de hacer en la comarca de Tuy, y la destrozaron completamente, quitándole todo el botín que D. Fernando repartió entre los suyos con lo cual el ejército cristiano tomó nuevos bríos y siguió al alcance de los pocos moros, que al mando de su cau- dillo el alcaide de Cea, escaparon de la matanza y lograron refugiarse en este último castillo. Era muy fuerte el castillo de Cea y estaba bien guarne- cido y provisto de vitualla para resistir un largo sitio, por cuya circunstancia creia D. Fernando que sería perder tiempo y soldados el embestirle; mas como los obstáculos eran in- centivos al valor del Cid, pues tal nombre se daba ya á Ro- drigo Diaz, este creyó que el ejército cristiano no debia pasar adelante sin hacer un nuevo alarde de su poder destruyendo aquel primer baluarte de los mahometanos. — Señor, dijo Rodrigo al rey, quiero pediros una merced que fio me habéis de otorgar. — Hablad, Rodrigo, contestó D. Fernando, que ya sabéis cuánto me huelgo en complaceros. — La merced que me habéis de hacer, señor, es que hoy mismo planten mis manos la enseña cristiana en el castillo de Cea. — Oh buen Cid, quién no os ha de amar como al mejor caballero del mundo! esclamó D. Fernando estrechando contra su seno á Rodrigo. Con un centenar de caballeros como vos, echara yo los moros no solo de Portugal sino de toda Es- paña! No en vano os apellida el pueblo el que en buen- hora nació! Aplaudo vuestro valor, Rodrigo; mi corazón se202 EL CID CAMPEADOR. dilata y se alboroza al oiros; pero ved que la empresa que queréis acometer es difícil.... — Señor, en las empresas útiles y difíciles está la gloria. En ese castillo se han refugiado los que acaban de robar é incendiar una parte de vuestros estados, y no deben quedar sin castigo. Perdonad, si falto á la moderación con que debo hablar á mi rey y señor, pero Rodrigo Diaz quisiera mas hacer pedazos su espada, que estar á diez tiros de ballesta de los moros y no cerrar con ellos. Vean los infieles que no reparamos si son fuertes ó débiles los muros que los pro- tegen, y el miedo que cobrarán nos servirá tanto como nues- tros aceros. Mi mesnada abunda en este parecer, y desea ser la primera que pruebe á los infieles que no hay muros capaces de resistir á las armas castellanas. — Bien, Rodrigo, contestó D. Fernando lleno de esperanza y de gozo, ataquemos esa fortaleza, sigamos luego á Viseo y otras plazas, y no tornemos á Castilla hasta dejar á Portu- gal libre del del yugo mahometano. E inmediatamente se dispuso el asedio del castillo; pocas horas después era este atacado y defendido con obstinación nunca vista. Los moros lanzaban nubes de proyectiles desde los muros haciendo terrible estrago en los sitiadores. Los arietes que estos hacían jugar sin descanso, no arrancaban una piedra porque los muros de Dea eran sólidos en estremo. El Cid y los suyos que combatían en el punto mas avanzado, ardían en impaciencia viendo que se dilataba el instante de lanzarse á la plaza. — Al asalto, al asalto! gritó el Cid lleno de ardor y coraje. — Al asalto! dijeron todos los que combatían á su lado. Mas cuando se disponían á aplicar escalas al muro, un trozo de este se desmoronó al terrible golpe de un nuevo ariete que acababa de construirse viendo la insuficiencia de los que se habian puesto en juego. — Santiago de Compostela! gritó el Cid con voz tonante. Al muro, al muro mis caballeros! Y arrancando de manos de un alférez la enseña de Cas- tilla y León, trepa al muro, con ella en una mano y en otra la espada, seguido de muchos caballeros tan esforzados como él. La sangre corre á torrentes; los moros luchan con desespe- ración reconcentrando casi todas sus fuerzas en aquel punto; pero todos sus esfuerzos son vanos, que el Cid abre paso con su espada bollando cadáveres musulmanes, y al fin llega á lo mas alto del muro y clavando allí el estandarte cristiano, grita con voz robusta: — Cea por D. Fernando!...CAPITULO icxtt. 203 Este triunfo obtenido por la mesnada del Cid presta nuevo aliento á los sitiadores y acobarda á los sitiados. En breve es la plaza asaltada por otros muchos puntos y la cruz sus- tituye á la media luna en todas partes. El castillo de San Martin y otros son tomados por el ejército de D. Fernando poco después que la plaza de Cea; el nombre del Cid resuena por todas partes llenando de ter- ror á la morisma, y el valeroso caballero cada vez mas ani- moso , cada vez con mas deseos de clavar la santa cruz allí donde aun se ostenta la media luna, propone al rey el cerco de Viseo, única plaza de importancia que conservan los ma- hometanos en Portugal. — Señor, dice Rodrigo á D. Fernando, vuestras dolencias y vuestra ancianidad reclaman la quietud y el descanso des- pués de tan rudas fatigas. Si á un vasallo es dado aconsejar á su señor, permitidme aconsejaros que os retiréis á Coim- bra, que es una ciudad populosa y rica, y donde por con- siguiente hallaréis todas las comodidades que soléis gozar en León ó en Burgos. Yo soy mozo aun y por lo mismo no debo dar sosiego á mi brazo; dejad á mi cuidado el cerco y el asalto de Viseo, que así Dios me salve, antes de quince dias ha de ser vuestra la plaza. — Cierto, dijo D. Fernando, que mis dolencias se multi- plican y los años me abruman mas de lo que yo quisiera, pues de tener algunos ménos, juntos vos y yo, hubiéramos de lanzar la morisma allende el Estrecho... Pero mi cora- zón palpita de gozo y se rejuvenece viéndoos lidiar; tomemos primero á Viseo y luego iremos juntos á descansar á Coim- bra, cuya plaza deseo visitar, pues la tengo afición aunque no sea mas que porque me costó siete meses de cerco el tomarla.... — Lo que á vos place eso me place á mí, señor, contestó Rodrigo viendo con alegría y enternecimiento el entusiasmo y el ardimiento guerrero que animaba á su rey. Dos dias después estaba cercada la plaza de Viseo. En vano jugaban sin descanso los arietes contra los mu- ros; porque estos eran solidísimos; en vano se arrimaban es- calas para dar el asalto, porque las almenas estaban corona- das de ballesteros que derribaban con .sus dardos á cuantos se acercaban al muro. Tres veces habia tomado el Cid el estandarte de Castilla y León como al escalar el muro de Cea, y habia querido subir al muro; pero otras tantas habia tenido que retroceder, viendo morir á los que le seguían y salvándose como milagrosamente. Era mas de media noche; D. Femando habia mandado suspender los ataques á la plaza hasta deliberar con sus ca- pitanes, y particularmente con el Cid, acerca de los medios204 EL CID CAMPEADOR. á que convenía acudir para no sacrificar tanta gente de armas y asegurar el buen término de aquella empresa. Habíase in- timado la rendición á los defensores de la plaza amenazán- dolos con que serian todos pasados á cuchillo si no se entre- gaban en cierto plazo; este plazo habia terminado, y sin embargo, los sitiados continuaban en actitud de defenderse. Un moro que estaba de centinela en las almenas se des- colgó por la parte esterior del muro, y dirigiéndose al real de D. Fernando, solicitó ver á este. Registrósele por si lle- vaba armas con que cometer alguna traición, y como no se le encontrasen, fué presentado al rey. — Señor, dijo á D. Fernando, creo que vais á tomar la plaza y á pasar á cuchillo sus moradores; tengo mujer é hijos á quienes amo y por salvarlos soy traidor á mi ley y á mis hermanos de armas. Há muchos años arrojaron una saeta desde esos mismos muros y mataron á D. Alfonso rey de León y padre de vuestra esposa; el que arrojó aquella saeta está en Viseo. Si me dais palabra de salvar á mi mujer, á mis hijos, y á mí, os diré quién es... — Glorioso san Isidoro! esclamó D. Fernando, qué es lo que oigo! Vive, vive aun el matador del buen D. Alfonso, á quien mi Doña Sancha llora aun?... Díme quién es el traidor, díme quién es, que yo te prometo no solo salvar á tí y á tu familia, sino colmaros de riquezas. — Señor, se apresuró á decir el moro lleno de alegría, se llama Ben-Amet y está encargado de la defensa del muro de la mezquita; que como es el que mas debe temer caer en vuestras manos, se le ha confiado la defensa del punto mas importante. — Eres dueño de quedarte en nuestro campo ó de tornar á la plaza, dijo D. Fernando; mañana entraremos en Viseo; que te vayas ó te quedes con nosotros, dános señas de tu casa y serán ella y sus moradores respetados. — En frente de la gran mezquita hay un edificio aislado con un hermoso ajarafe; aquella es mi casa, señor, y allí estarán mi mujer y mis hijos. El moro se retiró á una tienda inmediata á la del rey, pues no se atrevió á volver á la plaza, y poco después reunió D. Fernando á sus capitanes y les refirió el suceso. — Es menester, dijo el Cid, que al rayar el alba ataque- mos el muro que defiende ese traidor, y que muramos todos ó le asaltemos. D. Fernando alargó su mano á Rodrigo Diaz lleno de ale- gría al ver que se habia anticipado á su pensamiento. — Rodrigo, dijo, siempre adivináis lo que mi corazón siente. Sí, sí, es preciso que el traidor Ben-Amet espíe con su sangre la de D. Alfonso; pero necesitamos economizarCAPITULO XXII. 205 cuanto sea posible la nuestra. Hemos perdido muchos ca- balleros esforzados en los asaltos que hemos intentado, y necesitamos idear un medio que nos preserve algún tanto de los dardos enemigos. — Nuestros escudos, dijo el Cid, no tienen suficiente campo para poner á cubierto de las flechas el cuerpo del combatiente; paréceme que convendría prolongarlos clavando tablas en ellos, pues á mi padre he oido que algunas veces se ha hecho así. — Sí, sí, dijo el rey, eso haremos. Y como Martin Antolinez, Alvar Minaya y los demas ca- balleros que estaban presentes, aprobasen como el rey el proyecto del Cid, la mesnada de este que fué la que primero se ofreció á escalar el muro de la mezquita, se ocupó en eeguida en disponer los escudos de la manera acordada. Al rayar el alba se acercaron al muro de la mezquita el Cid y los suyos con mucho sigilo, provistos de escalas y an- chos escudos. A una señal convenida de antemano, arrima- ron las escalas al muro; pero los moros se apercibieron de la embestida y empezaron á arrojar una nube de saetas. Los caballeros cristianos que precedían á los escaladores lanzaban también multitud de dardos que hacían terrible estrago en los defensores del muro; pero como los escudos resguardaban el cuerpo de los asaltadores, estos no retrocedían, antes bien trepaban por las escalas y se hallaban próximos á dar cima al muro, á pesar de los rabiosos esfuerzos que Ben-Amet y los suyos hacían para evitarlo. — Santiago de Compostela! gritó el Cid, como en el asalto de Cea, á cuyo grito contestaron llenos de entusiasmo los que le seguian, y todos se lanzaron á la eminencia del muro. Entonces se trabó una lucha sangrienta, horrible, feroz, cuerpo á cuerpo, brazo á brazo; los cadáveres rodaban por todas partes, la sangre corría á torrentes, los que guar- necían la plaza por otros puntos acudían al atacado, y el ejército cristiano se arrojaba á la plaza por la entrada abierta por el Cid y los 6uyos y Ben-Amet estaba en poder de D. Fernando. — Señor, gritó á este Rodrigo Diaz, una merced os pido; harta sangre humana ha corrido ya en Viseo, perdonad á los vencidos, que nuestros aceros no se ceben en los indefensos moradores de la plaza. — No, no, respondió D. Fernando, no se cebarán, buen Cid; que nadie sea osado matar hombre ni mujer. Los soldados cristianos que alzaban sus aceros para sepul- tarlos en el corazón de los moradores de la plaza, se detu- vieron respetando el mandato de su rey.206 EL CID CAMPEADOR. Y entonces Rodrigo Diaz plantó por su propia mano la enseña cristiana en los muros de Viseo, gritando: — Viseo por Castilla y León, Viseo por D. Fernando 1 Y aquel mismo dia fueron cortadas las manos y sacados los ojos al matador de D. Alfonso, y se le asaeteó sobre el mismo muro desde donde habia disparado la flecha regicida. Temerosos los moros de que D. Fernando sometiese con sus armas la comarca que aun dominaban en Portugal, tra- taron de distraerle, y juntando una numerosa hueste hácia la parte de Elvas rompieron por Estremadura, haciendo aun mayores estragos que los que hacia poco habian hecho en Galicia. Súpolo D. Fernando, y creyendo prudentemente que si bien era indispensable acudir á poner dique á aquel aso- lador torrente, no debia dejar desamparadas las plazas y las comarcas que acababa de ganar, determinó dividir su ejército con objeto de que la mitad de él quedase en Portu- gal y el resto velase en persecución de los invasores. Rodrigo Diaz á quien el ocio era insufrible, para quien el mejor puesto era aquel que ofrecía mas peligros y fatigas, y que se anticipaba siempre á los deseos del rey, se ofreció á acudir en persecución de la morisma. Aceptó D. Fernando su ofrecimiento, y poco después se puso el Cid al frente de una lucida hueste y partió para la frontera de Estremadura, en tanto que el rey satisfecho con el resultado de aquella campaña y firmemente persuadido de que Rodrigo haría pagar muy cara su audacia á los infieles invasores se disponía á recorrer sus dominios de Portugal con objeto de asegurarse por sí mismo del espíritu público, del estado de las plazas fuertes, de las necesidades de sus vasallos y del arreglo de las cosas eclesiásticas y civiles en aquel reino. El tránsito de D. Fernando de unas poblaciones á otras, fué una ovación de las mas ardientes y sinceras de que habia sido objeto durante su larga vida. Los portugueses, que durante muchos años habian gemido bajo el pesado yugo musulmán, bendecían y obsequiaban con fiestas y regocijos al monarca libertador, y á la par que á este, victoreaban á Rodrigo. CAPITULO XXX. De cómo un bueno hace ciento. Hacia ya algunos dias que Teresa y Guillen se entregaban á sus sueños de amor y felicidad; pudiera decirse que aque- llos pocos dias habian indemnizado liberalmente á la infantaCAPITULO XXX. 207 de cuanto habia padecido desde que voló al cielo su madre. La alegría de su corazón se reflejaba en su rostro, entonces risueño y sonrosado, si ántes pálido y triste. Su hermano continuaba rodeándola de solícitos cuidados y caricias, y Guillen esperimentaba también las ventajas del estraordinario cambio verificado en la conducta del conde, cambio que ya sabe el lector tenia por objeto disponer á Teresa á la obe- diencia á su hermano cuando este la manifestase su voluntad de que diese su mano al hijo del conde de Cabra. D. Suero se hallaba muy distante de sospechar la afección que unia á la infanta y el paje, creia que Teresa tenia afición á este porque era un criado leal, que la distraía con su amena con- versación y que la habia cuidado con lealtad y abnegación durante su permanencia entre los bandidos. Llegaron á Carrion las nuevas de los triunfos que las armas castellanas y leonesas obtenían en Portugal y las de que muchos nobles y pecheros se dirigían de todas partes á unirse al ejército de D. Fernando ganosos de gloria unos y otros ganosos de botín. Guillen pensó entonces en su situa- ción, consideró que aquella era la ocasión oportuna para dar principio á sus sueños de gloria y engrandecimiento, y se decidió á dejar el servicio de D. Suero para acudir á la guerra de Portugal por mas que á él y á la infanta fuese doloroso el separarse. Manifestó pues su resolución á Teresa, y como esta la aprobase convencida de que el engrandeci- miento de Guillen era la única esperanza del logro de su amor, pasó á manifestársela también al conde decidido á llevarla á cabo, mereciese ó no la aprobación de D. Suero. — Señor, dijo á este, el sacrificio de mi vida me parece poco para corresponder á las bondades que os he merecido durante el tiempo que he estado á vuestro servicio, y en mi condición actual es mezquino cuanto pudiera hacer para satisfacer esa deuda. Nada soy ahora y necesito ser algo en el mundo para ser útil á vuestra casa. El ejército cris- tiano conquista gloria y riquezas en Portugal, y yo deseo participar de sus conquistas; permitidme partir á alistarme en él... El conde de Carrion se sonrió de las quiméricas esperan* zas del paje, y dijo con tono de bondadosa reconvención: — Qué loco sois, GuillenI Pensáis que es cosa fácil á un pechero ceñir espada y calzar espuela de caballero á fuerza de tajo3 y lanzadas en un ejército donde todos las dan á diestro y siniestro? Si para ser caballero- fuera eso bastante, el ejército de D. Fernando seria un ejército de caballeros. Contentáos con ser lo que sois, ya que vuestro nacimiento os privó de ser otra cosa, que yo estoy satisfecho de vos y solo anhelo teneros á mi lado.208 EL CID CAMPEADOR. — Señor, replicó Guillen, cierto que por mis veuas no corre Bangre noble, pero aquí en este pecho late un corazón que ambiciona serlo. Mozo soy, y estoy dispuesto á luchar tenazmente por conquistar la nobleza que la cuna me negó; si venzo, tanto mayor será mi engrandecimiento cuanto de mas bajo puesto me haya alzado; si muero, alguna honra me cabrá en haber sacrificado mi vida á una ambición gene- rosa y noble. El entusiasmo y la ardiente ambición de engrandecimiento que el paje espresaba llamaron la atención de D. Suero. Este consideró que en efecto el humilde paje podía llegar á valer mucho animado por aquellos sentimientos; consideró que Guillen era agradecido; consideró que él, el conde de Carrion, necesitaba amigos, pues ni aun con la amistad de rústicos villanos contaba; y por último, consideró que aquel mancebo podía serle mas útil en la hueste del Cid que en su castillo. — Guillen, mi buen paje, le dijo alargándole afectuosa- mente la mano, eres mas honrado que muchos que nacieron nobles, hay en tí para hacer un caballero, te animan sen- timientos generosos que me huelgo en aplaudir. Parte á la guerra, que ya concibo la esperanza de tratar un dia como á caballero al que tanto tiempo he tratado como á servidor mió. Quiero que lleves á la guerra un recuerdo del caba- llero á quien tan lealmente has servido; pocos caballos me dejaron los bandidos, mas quiero darte el mejor que hay en la caballeriza y las armas con que has de lidiar. — Gracias, señor, gracias.... murmuró el paje olvidando todas las maldades del conde y no viendo mas que la gene- rosidad que con él usaba D. Suero en aquel momento. — Enemiga me tiene Rodrigo Diaz, continuó D. Suero, sin duda porque me juzga mal, porque me han calumniado á sus ojos; mas no dejo de conocer que es un honrado ca- ballero y un escelente soldado. Debeis alistaros en su hueste, porque al lado del de Vivar podréis aprender cuanto cumple á un soldado y aun á un caballero. El paje estaba sorprendido oyendo hablar así á D. Suero de Rodrigo Diaz, á quien hasta entonces había odiado y pro- curado disfamar en todos conceptos; pero consideró que así como los sentimientos de D. Suero se habían modificado res- pecto á la infanta, debian haberse modificado también respecto á todos los demas. — ¿Y cuándo pensáis partir, Guillen? añadió el conde. — Hoy mismo quisiera hacerlo, señor, contestó el paje; porque ya que he obtenido vuestro beneplácito, me conviene ir á Portugal ántes que termine la guerra con los moros, queCAPITULO X¿X. 209 creo no durará mucho según la maña que dicen se da á lidiar el ejército cristiano. — Pues bien, Guillen, Doña Teresa tendrá tal vez que haceros algún encargo; despedios de ella y partid cuando queráis. Guillen pasó á la estancia de la infanta lleno de alegría por la benevolencia del conde, y de tristeza porque se acer- caba el doloroso momento de separarse de Teresa........... quizá para siempre. Guillen y Teresa se separaron como la uña de la carne, según la significativa espresion de un cronista del Cid, y poco después abandonaba el primero el castillo de Carrion cabal- gando en el brioso corcel que D. Suero le había regalado y armado de escudo y lanza. En aquel instante llegó á la puerta del castillo Bellido Dolfos; conocíale Guillen por uno de los capitanes de la banda del Vengador, pues le había visto en el campo de esta al tornar á Carrion con la infanta después que hubieron regresado todos los bandidos que habían quedado en poder de D. Suero, y le causó suma estrañeza el verle entrar en el castillo. Guillen siguió el camino de Portugal pensando en su amada y formando castillos en el aire. Habría empleado cuatro horas en su larga jornada, cuando al llegar á un encinar solitario casi siempre, pues no había pueblo ni venta en todo aquel contorno, le pareció oir hablar en la espesura; aplicó el oido y oyó las siguientes palabras: — Noble debe ser, que de tal son su cabalgadura y sus armas, según lo que desde allá arriba he podido notar. — Si lo fuera, no cabalgaría solo por estas soledades. — Quizá se habrá apartado de los suyos mal de su grado en estas espesuras. — Pues sea noble ó pechero, ve á avisar á nuestros jefes, que yo continuaré aquí sin apartar ojo del camino, no sea que venga gente detras y yendo por lana volvamos trasqui- lados. — Eso haré incontinente, hermano. Guillen registró con la vista la arboleda, y aunque no había maleza entre los árboles, no descubrió persona alguna; pero en el momento de ocurrírsele que los interlocutores es- tarían ocultos tras algún tronco, vió que por uno de estos se descolgaba un hombre, el que echó á correr hácia una ca- ñada inmediata y estaba vestido con corta diferencia como los de la banda del Vengador. Al momento conoció Guillen con qué gente se las iba á haber: la banda del Vengador acampaba en aquella arboleda y había colocado vigías en aquellos altísimos árboles. Requirió la lanza y el escudo por El Cid Caupeadou. 14210 EL CID CAMPEADOR. si acaso tenia que hacer uso de ellos, y continuó su camino; pero apénas habia dado veinte pasos su cabalgadura, cuando salieron cuatro hombres á caballo por una senda que venia de hácia la cañada, y le gritaron: — Téngase el caballero. — Eso hiciera yo si me mandarais con mas cortesía, con- testó Guillen sin obedecer aquella intimación. — Ahora daremos la cortesía al muy osado. Y los bandidos, pues á la banda del Vengador pertene- cían en efecto aquellos hombres, acometieron al ex-paje, que los recibió con la punta de su lanza. Guillen se defendió largo rato dando botes que valían cada uno por cuatro de los de los agresores; pero al fin, merced á su superioridad numérica, le desarmaron estos y le arrastraron al encinar. — No temáis que cometamos felonía con vos, dijo uno que parecía hacer cabeza de los bandidos: habéis lidiado como valiente, y nosotros, aunque bandidos, somos bastante honrados para estimar en lo que valen á los valientes. Y como el que esto decia reparase en el rostro de Guillen, que en aquel instante se echó atras la caperuza, añadió: — Lléveme Belcebú si esa faz no me es conocida.... Sandio de mí que no habia echado de ver que tenemos entre nosotros nada ménos que al mas leal y adicto de los servi- dores del conde de Carriou.... — Helo sido, señor Vengador ó como os llaméis, contestó Guillen; pero de hoy mas, serviré á D. Rodrigo Díaz ó el Cid, como han dado en llamarle......... Digo mal, serviré á Cristo y á mi patria, cuyos enemigos voy á combatir en Por- tugal. — Y lo haréis bien, por quien soy, según el aliento que acabais de mostrar, dijo el Vengador. No sé cómo habéis servido tanto tiempo al de Carrion, que según lo malvado que él es, habréis sufrido las penas del infierno á su ser- vicio. — Antes bien me ha tratado á cuerpo de rey. ¿Veis mis armas y mi cabalgadura? Pues regalo suyo son. Cierto que D. Suero ha sido mucho tiempo un D. Júdas; mas no sabéis cuán otro es de poco acá. — Maravíllame tal conversión. — Y para maravillar es. — Mas yo no fiara mucho de ella. — Yo sí fio. ¿Pensáis que en el mundo no hay arrepen- tidos? — Haylos, no lo dudo, mas ....CAPITULO XXX. 211 — Vosotros que hoy sois bandidos, podéis ser mañana honrados soldados. — Cierto, soldados y bandidos todos somos gente de armas, todos tenemos por oficio matar y saquear ... Guillen, que ya se consideraba soldado, no llevó muy á bien aquel paralelo. — Pero un modo de saquear y matar es el de unos y otro el de otros. — Mas lo cierto es que todos matamos y saqueamos, y todos lo hacemos afilando las armas y las uñas ... — Sandio de mí que me meto á deslindar con bandidos el oficio honrado del que no lo es! — Pues bien, si este pleito no os place, departamos de otra cosa. ¿Qué es de vuestra señora, aquella delicada don- cella de quien tanto curabais en nuestro campo? Guillen, que por un instante había olvidado á Teresa, se inmutó á su recuerdo y creyó que los bandidos iban á man- char el nombre de la infanta mezclándole con alguno de sus dichos obscenos. — No la mentéis, dijo, que solo los que sean tan buenos como ella deben tomarla en boca. — ¿Pensáis que nosotros no respetamos á los buenos? Sabemos que la infanta lo es, y léjos de calumniarla, cortá- ramos la lengua al que osara decir mal de ella. Y si no, ¿no recordáis lo que hicimos con aquel hermano que quería reemplazarte cerca de ella en la tienda? Guillen recordó el hecho á que el Vengador se referia; recordó que el jefe de la banda se había portado con Teresa mas que como bandido, como cumplido caballero, y hasta sintió en su corazón un movimiento de simpatía hacia el Vengador. — Sí, sí, no le he olvidado y si me pidierais la vida, os la diera por lo bien que tratasteis á mi señora. — Ola, cuánto os interesa el bien de la infanta! Jurara que no es para vos saco de paja... Guillen se puso colorado: el Vengador lo notó y añadió: — Así Dios me salve, fuera bueno que allá en Portugal des- cabezando moros os hicierais digno de la caballería y fuerais subiendo como la espuma, y al fin la infanta os diera su mano para borrar con su suave roce esa cicatriz que dejó en la vuestra el puñal de aquel perillán de quien enántes hablá- bamos .... Una alegría singular brilló en el semblante del ex-paje, como si estas palabras que tan en armonía estaban con sus esperanzas fuesen la profecía de un santo ó la de un hechi- cero. El Vengador tenia un nuevo título á la simpatía de Guillen, porque con quien mas simpatiza el hombre es con 14*212 EL CID CAMPEADOS. aquel que ma9 halaga bus inclinaciones; pero el mancebo creyó no debía dejar traslucir aquel amor purísimo que ocul- taba en su corazón al alejarse de Castilla. — Tan desatinada idea, dijo, jamas ha pasado por mi cabeza. Amo sí á la infanta, mas es como todos la aman porque es buena, porque es compasiva, porque es la bondad misma, porque es la mas santa de las mujeres; la amo... como los hermanos aman á las hermanas, que no encuentro otro modo de deciros de qué manera amo á la infanta Doña Teresa. Entre un mancebo y una doncella no unidos por los vín- culos de la sangre, existe la amistad tierna y pura, pero existe cortos momentos porque se convierte en amor muy pronto, ó mas bien la amistad con la relación al amor es lo mismo que el boton con relación á la rosa. El Vengador lo sabia por propia esperiencia; conocia y el lector conoco, si no os escaso de memoria ó de entendimiento, que suelen ser sinónimos, una doncella á quien primero amó como se ama á una hermana, y luego la amó como se ama á una doncella; así fué que las últimas palabras de Guillen le con- vencieron mas y mas de que el ex-paje estaba enamorado de la infanta, aun cuando no se atreviese á dar el nombre de amor á lo que respecto á ella sentía. Y era el caso que como Martin y Guillen amaban ambos, tenían deseos de hablar de su amor, de depositar aquel sen- timiento en el seno de alguien que le comprendiese. Martin había confiado á Rui-Venablos su amor á Batriz, á quien hacia mucho no había visto; pero ¿qué entendía de amor Rui- Veifhblos, el rudo soldado que había pasado la vida en los campos de batalla, sin amar mas que á su caballo y su lanza, y sin regalar su oido con mas acento amoroso que el del clarín que le incitaba á cerrar con los escuadrones moros y á cercenar cabezas con que engalanar el asta de las lanzas castellanas? — Pero ¿no tuvierais á dicha casar con Doña Teresa? repuso el Vengador. — Tuviéralo en mas que ser rey de Castilla y León, con- testó el ex-paje sin saber lo que se decía. A Martin no quedó ya duda de que Guillen estaba ena- morado de la infanta. Los bandidos que acompañaban al Vengador, que como este habían descabalgado, departían á corta distancia de nuestros interlocutores en tanto que sus caballos pacían en un ribazo cubierto de fresca y abundante yerba. — Id á la cañada, les dijo el jefe, y despachad la vianda que dejámos empezada por acudir á este mancebo, que si os he menester, los vigías os avisarán.CAPITULO XXX. 213 Los bandidos tomaron de las bridas sus cabalgaduras y obedecieron á su jefe. Por consiguiente, este y el ex-paje quedaron solos, pues los vigilantes colocados en la copa de dos árboles no los podian oir. — rúes sabed, amigo, dijo Martin, que os tengo afición desde que os vi en el castillo de vuestro amo aquella mala- venturada noche que le asaltámos, y vuestra adhesión á la infanta, vuestro denuedo, y aun el veros ir á la guerra por lidiar contra los infieles en la hueste del de Vivar, me han aficionado mas y mas. Quizá algún dia sabréis que si de oficio soy bandido, no lo soy de corazón. Vos amais á la infanta, helo conocido y es vano que me lo neguéis. Sabed que yo también amo á una doncella que si no tiene sangre noble, tiene tan noble el alma como Doña Teresa que es cuanto puedo comparar. Me muero por departir de este mi amor con quien puede comprenderle; mas ese no le he en- contrado aun desde que estoy en la banda. Cierto que uno de mis compañeros, por nombre Bellido, ama á una mujer á quien ahora está á ver; mas he conocido que no tiene corazón como el que late aquí, en mi pecho... — Decís que Bellido ama á una mujer? preguntó Guillen á Martin acordándose de que habia visto al traidor entrar en el castillo. — Sí, camino de Burgos vive la mujer á quien ama. — Pues yo creyera que vive en el castillo de CarrioD, porque allá llegó cuando yo salía... — Ira de Dios que le confunda! esclamó Martin irritado. Bellido Dolfos en Carrion!..... Ese traidor está en tratos con el conde para vender la banda!...... Bien me anunciaba el corazón que Bellido era un Judas.... ¿Pero estáis seguro de que era él? — Como de que vos sois el Vengador, contestó Guillen viniendo en conocimiento de que las sospechas del jefe de la banda eran fundadas, pues recordó haber oido á sus compa- ñeros los criados del conde que sospechaban hubiese entre este y Bellido alguna connivencia. — Necio de mil dijo Martin dándose con la palma de la mano en la cabeza; necio de mí que no acabo de creer en la falsedad de los hombres!... Necio de mí que siempre he tenido por visionario á ese buen Rui-Venablos al verle dudar todos los dias de la lealtad de Bellido!... — Mas necio sois aun en no abandonar el ruin oficio de bandido que teneis, dijo Guillen lastimado de que un man- cebo como el Vengador no tuviese profesión mas noble. ¿Es posible, añadió, que en unos tiempos como estos, en que los infieles combaten sin cesar la ley de Cristo y ejercen el robo y el homicidio en nuestra patria, acaudille nna banda de214 EL CIO CAMPEADOR. salteadores un mancebo valiente, generoso y enamorado? Y digo enamorado, porque no comprendo que estándolo se pueda ménos de tener pensamientos tan altos como los que bullen en mi cabeza desde que amo. — Bien decia yo que amabais á la infanta, dijo Martin sonriéndose, á pesar del enojo y la inquietud que le causa- ban sus sospechas de traición por parte de Bellido. — Pues sí, la amo, contestó Guillen dejándose arrastrar de la inefable confianza que le inspiraba el Vengador. La amo, y sé que morirá con vos este secreto que os fio; la amo, y he de hacerme digno de ella, ó he de morir en la demanda. ¿Qué era yo ántes de sentir este amor que remonta mi pensamiento mas alto que su vuelo esas águilas que cruzan sobre nosotros rozando con sus alas el azul del cielo? Oid, señor Vengador, lo que yo era entonces: era un hombre que solo miraba el cielo para adivinar el buen tiempo ó el malo, que solo curaba del sol cuando quemaba demasiado ó era grato su calor; que solo envidiaba á los caballeros porque vestían y cabalgaban mejor que yo; que deseaba ser rico, porque los ricos se alimentan con sabrosa vianda y moran en cómodos aposentos; que veia la felicidad suprema allí donde uno tiene un jarro de vino, una blanca hogaza, y una buena presa de carne: que en la guerra no veia mas placer que el de la venganza personal, ni mas gloria que la del botín; que en las mujeres, no veia mas que mujeres, que confundía el amor de la ramera con el de la mujer! enamorada; que al ver arrojar coronas de laurel y flores al caudillo que tornaba vencedor de la guerra decia: «¿Porqué se estremece de placer ese caballero al sentir sobre su frente esas coronas de laurel y flores, cuando tan fácil es tejerlas en los campos de Castilla?» Que preguntaba con frecuencia: «¿Por qué curan los hombres del bien ó del mal que pueda decirse de ellos después de sy muerte? ¿Qué les importa este mundo á los muertos? ¿No muere todo lo mundano con el hombre?» Así era yo entonces, tenia el alma tan vulgar como el mas vulgar de los villanos; pero desde que tomó afición á la in- fanta Doña Teresa, desde que esa noble doncella vive en mi pensamiento á todas horas, de dia y de noche, cuando velo y cuando duermo, no soy el mismo, señor Vengador: me place contemplar el cielo á todas horas, porque me parece que allí, entre aquellos albos vellones que vagan en su azu- lada y trasparente superficie, está el mundo que la infanta y yo soñamos todas las noches; me place el sol de marzo como el de julio, porque el sol siempre es hermoso y adoro la hermosura donde quiera que esté desde que adoro á la in- fanta; quisiera ser noble y rico, para que mis ocupaciones fueran nobles, para no manchar á la infanta con el lodo queCAPITULO XXX. 215 recoge el que se arrastra por el suelo; la venganza y el botin me parecen mezquino placer en la guerra; la gloria de servir á Dios y á la patria, es la que envidio al soldado; es la que voy á buscar á los campos de Portugal; veo en las mujeres algo mas que mujeres, veo. . . no sé esplicároslo, señor Ven- gador, pero veo seres que se parecen á los ángeles, seres que se parecen á Teresa; me hastía el amor que no mora en el alma, mi corazón es todo amor, todo ternura; estre- chara contra mi seno á todo el género humano con la santa ternura del hermano que estrecha á su hermano, de la madre que estrecha á su hijo; me parece que una de esas coronas con que he visto adornar la frente de los guerreros me en- loquecería de placer, ahuyentaría mi razón al tocar mi frente, y diera por ella cien vidas que tuviera; envidio la dicha de los que al morir dejan el noble recuerdo que no ha de morir •¡amas... — Mancebo! esclamó Martin que habia escuchado con entusiasmo y emoción á Guillen, dadme esa mano, aunque la de un hombre tan honrado como vos sois, no debe estre- char la de un bandido ... — Los brazos, que no la mano, os daré, dijo Guillen echando su brazo al hombro del Vengador. No juzgo yo á los hombres por lo que parecen, mas sí por lo que son. Ignoro porqué habéis abrazado el ruin oficio de bandido, mas sé que late en vuestro pecho corazón de caballero... No, no podéis ser’bandido por matar y robar para enriqueceros: algún deseo de venganza os ha conducido á esta ruin vida que traéis... — Sí, sí, una venganza, contestó Martin con emoción, nna venganza noble, sagrada... una venganza que juré sobre el cadáver de mi padre y aun no he podido cumplir, fué la que armó mi diestra con el puñal de bandido, fué la que al honrado Martin, al bueno, al tranquilo, al inofensivo man- cebo de Carrion hizo el terrible Vengador. Y Martin contó á Guillen su historia, le mostró su cora- zón tal cual era, con la confianza con que el hermano cuenta al hermano, al tornarse á ver después de una larga ausen- cia, cuanto ha sentido, cuanto ha padecido, cuanto ha gozado, cuanto siente, y concluyó diciendo: — ¿Os parece que debo abandonar la venganza que tanto anhelo y por la que tanto he trabajado? — Si la abandonarais, lejos de desmerecer, fuerais mas digno de estima á mis ojos; porque, según mi modo de ver las cosas, la venganza es siempre ruin, es siempre criminal; pero ya que la costumbre la ha santificado hasta cierto punto, perseverad en hora buena en ella;- mas para llevarla á cabo, hacéos fuerte por medios mas nobles que el robo y el homi-216 EL CID CAMPEADOS. cidio. Si cuando llegasteis á capitanear trescientos hombres no conseguisteis vengaros de vuestro enemigo, ¿cómo lo con- seguiréis hoy que teneis cuarenta? ¿Qué esperanzas debeis tener de aumentar vuestra banda, cuando tan poco ha aumen- tado y tantos reveses ha sufrido después del que sufrió en el castillo de Carrion? Cierto, teneis razón, Martin, el temor de perecer en la banda del Vengador, retrae de alistarse en ella á los que por sus inclinaciones ó por su miseria lo hubieran hecho en otro tiempo. Ya sabéis, ademas, que Bellido trama vuestra ruina, porque indudablemente ese y no otro fin le lleva á Carrion. . . — Y ¿qué he de hacer, Guillen, qué he de hacer en situa- ción tan crítica? Ira del diablo! yo tan animoso, tan audaz, tan obstinado ántes, tan irresoluto, tan abatido, tan cobarde ahora!... Qué he de hacer, Guillen, qué he de hacer? — Qué habéis de hacer? ¿No os aconseja algo ese corazón tan generoso, tan noble, tan enamorado? — Desde que os he oido, me dice este corazón que desea algo mas que venganza. El bandido no puede levantar la frente orgullosa 6in temor de que le escupan á la cara, y hace algunos instantes que diera mi vida por poder alzarla como el mas honrado de Castilla. — Pues bien, Martin, venid conmigo, vamos á los cam- pos lusitanos donde lidiéis por Dios y por la patria; allí la- varéis con sangre infiel la mancha que el mundo ve en la frente del bandido, allí adquiriréis poder pára castigar al asesino de vuestro padre, de allí tornaréis cien veces mas digno de uniros para siempre con esa honrada doncella por cuya posesión suspiráis... — Sí, Guillen, sí, vamos á Lusitania, que ya mi corazón late con violencia, creyendo llegado el momento de mostrar su valor en lides mas honrosas que estas!... — Bien, Martin, bien!... Ese entusiasmo me dice que seréis un buen caballero, esclamó Guillen abrazando al capi- tán de bandidos. — Venid conmigo, dijo este, que voy á participar mi re- solución á la banda, que me seguirá á Portugal, porque se compone de hombres que no tienen mas voluntad que la mia, que solo por librarse de la tiranía y de la miseria ahogan en su corazón la voz de la honradez y arrostran la infamia que lleva consigo la vida del bandolero ... Aquí en esta cañada está la mitad de la banda, y la otra mitad está con Rui-Venablos á la vuelta de aquel cerro que veis allá en frente. — Y creeis que también Rui-Venablos os seguirá? — Ah! no sabéis quién él es! Rui-Venablos es mas hon- rado que yo, Rui-Venablos vino á la banda movido de unCAPITULO XXXI. 217 sentimiento desinteresado y noble; ha sido soldado casi toda su vida, y para él la dicha está en los campos de batalla. Algunas horas después estaban reunidos en el encinar los cuarenta bandidos de que se componia la banda del Venga- dor, todos alegres, todos contentos, todos satisfechos de la determinación de su jefe. En rigor, aquellos hombres no merecian el nombre de bandidos: mas bien que bandidos, eran una partida de hombres que se habian rebelado contra la tiranía de algunos nobles, y que mas bien se regian por las leyes de la guerra que por las del vandalismo. Aun así, en nuestros tiempos no hubieran sido admitidos como solda- dos por ningún caudillo honrado y leal, pero entonces lo que se necesitaba eran soldados decididos á combatir al enemigo común, y nadie curaba de su procedencia. Poco después, Martin y Guillen tomaron solos el camino de Burgos, pues el primero quiso ir á Vivar á despedirse de Beatriz porque hacia mucho tiempo que no la habia visto, y Rui-Venablos tomó el camino de Portugal seguido de los ban- didos después de convenir en el punto donde se habian de reunir aquellos y estos ántes de llegar á la frontera. CAPITULO XXXI. Donde se justifica el refrán de «hágase el milagro y hágale el diablo.» Ardía el Cid en impaciencia por alcanzar á los moros, que desolaban á Estremadura; consideraba que estos come- terian entónces mas estragos que nunca, porque nunca habian invadido los estados de D. Fernando con tanta saña y des- esperación como entónces. Rodrigo veia con los ojos del alma todos aquellos estragos; veia las mieses taladas é in- cendiadas, robados los ganados, entregados al saqueo los templos y las casas, y los moradores de los lugares invadidos unos inhumanamente degollados, y otros, mas desgraciados aun, cautivos y maltratados sin compasión; veia á los que aun conservaban libres sus manos, alzarlas al cielo pidiendo á Dios misericordia, demandándole un guerrero que castigase á los bárbaros invasores, un ángel que con su espada de fuego esterminase á los crueles é impíos para quienes nada sagrado habia. Y el animoso y noble corazón del caudillo castellano participaba del dolor de aquellos desventurados. El Cid atravesó la frontera de Estremadura al frente de su animosa hueste lleno de gozo, como si pusiese el pié en la tierra de Promisión. Por todas partes veian sus ojos el218 EL CID CAMPEADOR. rastro de fuego y sangre que los infieles iban dejando en su desoladora correría; pero por mas que la hueste castellana precipitase su marchar, no descubría á los infieles, y Ro- drigo y los suyos rugían de furor al ver que su diligencia era vana. Los infieles hahian sabido que el invencible caudillo cris- tiano se encaminaba á ellos; tornar á Portugal, era lo mismo que salirle al encuentro, y dirigirse al reino de Toledo era esponerse á ser rechazados de la frontera, porque sabian que Almenon no querría perder la amistad de D. Fernando ad- mitiéndolos en sus dominios. El único recurso que les que- daba era seguir adelante, atravesar el corazón de Castilla y pasar el Moncayo, con objeto de ponerse á salvo en alguno de los muchos y reducidos estados moros en que Aragón es- taba dividido; así pues adoptaron este último partido, y con- tinuaron hacia el interior de Castilla, acrecentando á su paso la rica presa que habían hecho en Estremadura; mas como llevasen una jornada de ventaja al Cid, no fué posible á este darles alcance tan pronto como deseaba. Empero unos y otros se hallaban ya en el interior de Castilla y Rodrigo Diaz, temeroso de que los moros consiguiesen su intento de pasar á Aragón sin haber sido alcanzados, determinó hacer el último esfuerzo, un esfuerzo casi sobrehumano, para caer sobre ellos y arrebatarles los numerosos cautivos que llevaban, y castigar su audacia y sus crueldades. Al fin logró alcanzar- los entre Atienza y San Estéban de Gormaz, y se trabó la pelea con espantoso furor. La hueste del Cid, si aventajaba en valor á la mahome- tana, era ménos numerosa que esta; pero la circunstancia de hallarse en su país, y hasta el coraje de que se hallaba poseída viendo que habían sido vanos sus esfuerzos durante su larga marcha para alcanzar á los invasores, eran elementos que peleaban en su favor. Los moros trataban de defender á toda costa su presa, que era demasiado rica para dejarla arrebatar fácilmente. Varias veces se arrojaron los escua- drones castellanos contra los infieles, pero todos fueron re- chazados con espantosa mortandad de ambas partes. El Cid era siempre el primero que aguijaba su cabalgadura para cerrar con los infieles, y á su lado se veia á Fernán, aun- que para seguir á Babieca, que volaba apénas sentía la es- puela, tenia que desollar los hijares á Overo. — Sus, sus! Santiago de Compostela! gritó el Cid ar- diendo en ira al ver la impotencia de sus esfuerzos, y pre- parándose á acometer nuevamente. Muramos todos en estos campos de la patria antes que perder el nombre de inven- cibles que Castilla nos da, que mas vale morir lidiando que vivir huyendo. ¿No oís, mis caballeros, esos lamentos queCAPITULO XXXI. 219 salen del campo enemigo? Son de los tristes cristianos á quienes estos bárbaros infieles arrastran consigo cargados de cadenas y hollados por sus corceles. Nosotros somos su única esperanza, en nosotros fian, sobre nosotros llaman,la bendi- ción de Dios en tanto que nos ven lidiar con ánimo esfor- zado para quebrantar su cautiverio, y nos maldecirán si nos ven desmayar como hombres sin corazón. Los que vencieron en Portugal, ¿serán vencidos en Castilla, en Castilla donde reposan las cenizas de sus esforzados ascendientes, donde contemplan sus hechos los ojos de una madre, los de una esposa ó los de una doncella amada? Sus, caballeros 1 se- guidme, venced ó morid conmigo, que yo quiero vencer ó morir como bueno! Y al pronunciar estas últimas palabras, el Cid se lanzó á los enemigos, y con él todos sus caballeros, dando gritos de entusiasmo que demostraban el poder que la palabra y el ejemplo del valeroso capitán ejercian sobre aquellos bravos soldados. La hueste enemiga estaba dividida en dos cuerpos colo- cados uno á diez tiros de ballesta del otro. A un mismo tiempo fueron ambos acometidos por los cristianos, cuyos es- cuadrones se dividieron también al arrancar, cerrando el Cid con los moros de la derecha, al paso que Martin Antolinez, á quien fió aquel su enseña, cerraba con los de la izquierda. Unos y otros recibieron con las puntas de sus lanzas, y el filo de sus cimitarras á los cristianos; pero el cuerpo acome- tido por el Cid no pudo resistir la acometida, y emprendió la fuga en el mas espantoso desorden, seguido y acuchillado furiosamente por los castellanos. El Cid y los suyos habian desaparecido ya en el lejano horizonte siguiendo al enemigo ciegos de furor y ansiosos dé esterminarle completamente, y aun no habia conseguido Martin Antolinez romper los escuadrones moros, colocados á la iz- quierda. La lucha era allí cada vez mas obstinada y sangrienta, y cada vez era su éxito mas dudoso. Léjos de ganar terreno los de Antolinez, comenzaban á perderle, pues los moros, viéndose privados de toda ayuda, lidiaban ya con la desespe- ración del que, perdida la esperanza de salvarse, quiere sa- borear al morir el placer de la venganza. Ciegos de coraje los cristianos por aquella tenaz resistencia, rompieron al fin por medio de los enemigos sin reparar en lo arriesgado de esta empresa, y entonces los moros, valiéndose de una rápida y hábil estrategia, los cercaron por todas partes, y la lucha se hizo mas encarnizada aun. Los cristianos eran acuchilla- dos horriblemente, todos sus esfuerzos se estrellaban en aquel círculo de lanzas enemigas que los rodeaba, estrechándose cada vez mas; apénas les quedaba esperanza fie salvación, y220 EL CID CAMPEADOE. la enseña verde del Cid iba á quedar en manos de los in- fieles, aunque Martin Antolinez que la alzaba en una mano al mismo tiempo que blandía con la otra su espada, derri- bando un enemigo de cada golpe, estaba resuelto á salvarla, ó morir á su sombra. El desaliento comenzaba á apoderarse de los caballeros cristianos, heridos muchos de ellos, y medio muertos de fatiga todos. Antolinez echaba de cuando en cuando una rápida ojeada á la llanura por ver si acudía al- guien á su socorro; pero la llanura estaba desierta, solo veia. en ella el rastro de cadáveres que habia ido dejando la haz. perseguida por el Cid, y muchos cautivos que habiendo po- dido escapar de entre los moros durante la pelea, vagaban por aquellos campos, maniatados aun é inciertos de la suerte que les iba á caber. Multitud de enemigos formaban un se- gundo círculo en torno de Antolinez, atacando á este con furor, deseosos de tomarle la enseña; el animoso húrgales se defendía con heroico esfuerzo, pero la sangre tenia el para- mento de su caballo, y en vano pugnaban Alvar Fañez Minaya y otros caballeros por desembarazarle de sus ene- migos. — Cobardes! gritaba á los moros Antolinez. Noble hazaña la vuestra, atacar veinte á un caballero solo!... Lidiad con- migo, no uno á uno, sino cuatro á cuatro, y veréis si mi acero os traspasa el corazón, ántes que vuestras manos to- quen la enseña de Mió Cid. Y así diciendo, descargaba furiosos golpes sobre los ene- migos , cuyo número aumentaba por instantes. Al fin, una cimitarra le alcanzó en el brazo con que sostenía la enseña, y esta se escapó de su mano por mas esfuerzos que hizo por sujetarla, porque aquel golpe habia sido terrible. La des- esperación de Antolinez llegó entonces á su colmo: el buen caballero, imposibilitado y todo de regir su cabalgadura, aguijó á esta con furia, y se lanzó al azar por medio de los enemigos, haciendo en ellos sangriento estrago. Mas hé aquí que cuando los castellanos estaban vencidos casi completamente, se oye una gran vocería allá á lo léjos, y se descubre como medio centenar de caballeros que se en- caminan al sitio de la pelea con la rapidez del viento. — Santiago! Santiago! gritan, y este grito llena de pavor á los moros, y de esperanza y aliento á Martin Antolinez y los suyos. ¿Quiénes son los que acuden en auxilio de los cristianos? No pueden ser de la haz del Campeador, porque esta siguió el alcance de los moros por la parte opuesta á donde aquellos caballeros aparecen. Hélos, hélos ya en la palestra: dos hermosos mancebos y un hombre de colosal estatura y de fuerzas hercúleas los acaudillan.CAPITUXO XXXI. 221 ¡Justicia de Dios con qué furia rompen por medio de la morisma y la desordenan, y la arrollan por todas partes! . Sancho cree superior á la costumbre, á la conveniencia y á lo que á la nobleza de su reino debe, el capricho de un privado. Si por acaso olvida que en Castilla hay mas nobles que los amigos de Vivar, re- cordémoselo, señores. — Y si no atiende á las razones en que apoyemos nuestra demanda, añadió uno de los nobles, con gente de armas contamos para obligarle, que si el vasallo debe obediencia al rey, también los vasallos cuando son tan nobles como nos- otros, tienen derecho á que el rey respete la honra y los privilegios que ellos ó sus antecesores ganaron con la es- pada. — Yo cuento con cien lanzas con que derribar la privanza del de Vivar, dijo uno de los condes allí reunidos. — Yo otro que tal. — Yo con doscientas. — Yo con trescientas. — Con otras tantas cuento yo. — Quinientas están á mi devoción. Y sucesivamente fueron enumerando todos la gente de ar- mas que creían poder aprestar para dar la ley á D. Sancho en caso de que este desoyese sus reclamaciones; pero el conde de Cabra, á quien no se podia negar mucha previsión y ta- lento para urdir conspiraciones, objetó: — Ventaja y grande es que á mas de la razón, contemos con las armas; pero preciso es conocer que la campaña de Aragón ha dado á D. Sancho y al Cid mucho prestigio entre el pueblo, y que el de Vivar tiene muchos amigos y es osado, diestro y animoso en la pelea. Reclamemos respetuosamente contra la privanza del de Vivar, y si D. Sancho no nos atiende, disimulemos nuestro enojo, ganemos amigos, dispon- gamos al pueblo á nuestro favor haciéndole ver con maña cuán inmerecido es el incienso que tributa á su ídolo, y cuando estemos seguros de alcanzar el triunfo, haremos es- tallar nuestra indignación. Todos los circunstantes demostraron su asentimiento al plan de D. García. — Ya sabéis, continuó este, que D. Ramiro debió la des- trucción de su ejército y su muerte al ejército castellano, áCAPITULO XXXVIL 259 la sinrazón de D. Sancho ó mas bien á los desleales consejos que el Cid dió al rey de Castilla. Pues bien: este hecho puede servirnos para el logro de nuestros fines. D. Sancho Ramírez, el nuevo rey de Aragón, nos ayudará si su ayuda necesitamos, porque anhelará vengar la muerte de su padre. El parecer del conde de Cabra mereció en un todo la aprobación de los circunstantes, lo cual llenó de regocijo á D. Suero que ya se creía libre del de Vivar, que era su eterna pesadilla, y después de convenir en la forma en que se había de protestar cerca del rey contra la privanza de Rodrigo y de jurar todos no desmayar en aquella empresa, se disolvió la asamblea encaminándose los conjurados á Bur- gos, donde D. Sancho había establecido su corte. D. Suero salió á despedirlos hasta la puerta del castillo, donde alargó su mano á D. García con grandes señales de amistad y reconocimiento. — D. Suero, le dijo el conde de Cabra, ¿no me dais al- guna buena nueva que llevar á mi hijo? — Decidle, contestó el de Carrion, que fie en mi promesa de recompensar los servicios del padre dando al hijo la mano de mi hermana. — ¿Habéis contado ya con la infanta? — Sí, D. García; Doña Teresa sabe ya quién es el esposo que la destino. — ¿Y le acepta? — En estremo gustosa. — Oh qué feliz nueva para mi D. Nuñol Cuando torne á veros traeré en mi compañía á mi hijo, porque como há tiempo ama á vuestra hermana, se holgará mucho de verla. .. — Mi hermana, repuso D. Suero algo turbado, es tan tímida ... tan vergonzosa ... que aunque anhele ver al man- cebo con quien ha de casarse, esquivará su precencia hasta el dia en que pueda darle el nombre de esposo. D. Ñuño, como vos, puede honrar mi casa cuando le plazca; pero de- cidle que si mi hermana no osa dejarse ver de él, no lo tome á desamor ni á desaire. — Pues bien, D. Suero: creo no lejano el dia en que vuestra familia y la mia emparenten, y diferiremos hasta en- tonces la primera entrevista de vuestra hermana y mi hijo. — Gracias, D. García, por vuestro deseo de complacernos á mi hermana y á mí. — Fiad en mi amistad, y no dudéis que con ella y la ayuda de los caballeros que á aquí me han acompañado, os alzaréis triunfante sobre el de Vivar, sobre ese orgulloso sol- dado de quien habéis recibido tantos ultrajes.... Si la suerte nos fué contraria en la celada que al de Vivar armámos cuando iba á las cortes de León, y si los moros sus aliados270 EL CID CAMPEADOS. no quisieron secundar nuestros planes cuando iban en su ayuda contra los aliados del emperador de Alemania, fué sin duda porque luchábamos solos; mas otra cosa será ahora que contamos con poderosos auxiliares y hemos concertado un buen plan de conspiración ... Pero nada me habéis dicho de ese traidor paje que osó poner sus ojos en vuestra her- mana. — Ese desleal es tan despreciable (fue temiera envilecerme ocupándome de él. — Y yo creyera ofender á vuestra hermana preguntándoos si habéis notado que Doña Teresa corresponda á su insen- sato amor. — Cuanto á eso, D. García, vivid descuidado: mi hermana se llenó de indignación al saber que ese mancebo había osado poner sus ojos en ella. Ese traidor olvidó un instante su ruin condición y creyó que le era lícito amar á su señora; pero su señora le hubiera echado á palos del castillo si hu- biera sabido hasta dónde llegaba su audacia. Si tenemos ocasión de castigarle cual merece, debemos aprovecharla, y si no ... despreciémosle por loco. ¿Quién quita al villano mas ruin amar en secreto, no digo á la infanta de Camón, sino á la misma Doña Urraca, la infanta de Zamora? — ¿Ya sabréis cuántas mercedes le ha dispensado el Cid? — Yed ahí, D. García, un nuevo motivo para que vos y yo odiemos al de Yivar ... — Cierto, cierto, D. Suero. Ambos seremos vengados, no lo dudéis. Y así diciendo, el conde de Cabra se apresuró á cabal- gar, y corrió al alcance de sus amigos que se habían alejado buen trecho. Dos dias después conversaban el rey D. Sancho y su madre en el alcázar de Burgos, y Doña Sancha decía á su hijo: — Si la voluntad de tu padre, si la voluntad de un mori- bundo no bastara á que te contentases con el reino de Cas- tilla que te cupo en herencia, deben bastarte, hijo mió, las lágrimas de tu madre, que diera cien vidas que tuviera por no ver á sus hijos luchando hermano contra hermano... — Madre mia, contestó D. Sancho, os juro que si mis hermanos no provocan la guerra, no se la haré... pero de- jadme el derecho de quejarme aquí que nadie mas que vos oye mis quejas, del agravio que se me hizo dividiendo eri cinco partes el reino y dándome una cuando me correspon- dían todos. El reino de Castilla y León correspondía íntegro al hijo mayor de D. Fernando I. — La razón y la justicia son superiores á la costumbre, hijo mió. ¿Qué razón hay para que un padre desherede ¿CAPITULO XXXVII. 271 un hijo porque vino al mundo algunos dias después que otro? Un rey para ser bueno, necesita ser justo, necesita tener por guia la razón; así mereció tu padre el nombre de Grande, y solo así le merecerás tú también... Su hermane provocó á tu padre á la guerra, y tu padre no se la hizo hasta que invadió el reino de Castilla. Vencido y muerto D. García, tu padre pudo y tenia derecho á apoderarse da Navarra, y no lo hizo. Si has de imitar á tu padre, ¡cuán distante debes estar de hacer guerra á tus hermanos que no te provocan á ella! — No se la haré, madre mia, os lo repito, por mas agra- viado que me considere. — Castilla es un reino que envidian los reyes mas pode- rosos , es un pueblo tan leal como valeroso y guerrero; te aman los castellanos, y late en tu pecho un corazón valiente... Deja á tus hermanos en pacífica posesión de sus estados, y ensancha los tuyos conquistando con tu espada y la de los buenos caballeros que te rodean, reinos infieles, con cuya posesión sea Castilla tan grande y tan temible que volun- tariamente vengan á ofrecerte vasallaje los reyes mas pode- rosos. — Sí, sí, eso haré, madre mia, así satisfaré esta ambiciou que á mi pesar me inquieta continuamente. — Hijo, tú no sabes cuánto lastima esa ambición el co- razón de tu madre. — ¿Y uo sabéis por qué soy ambicioso? ¿No lo sabéis, madre mia? Es porque no puedo vivir en un círculo estrecho sin ahogarme en él; es porque las cosas mezquinas repugnan á mi alma; es porque solamente halaga mi alma lo magnífico y grande. El título de rey es una irrisión cuando el que lo lleva solo domina en una comarca que se puede recorrer en pocos dias. — Pues bien, hijo mió, si lo mezquino repugna á. tu alma, respeta la voluntad de tu padre, ama á tus hermanos, que mezquino fuera el no hacerlo. — Mi padre me encargó que me dejara guiar siempre por vuestros consejos y los de Rodrigo Diaz, y así lo haré., madre mia. — Sí, hijo, no apartes de tu lado al de Vivar, da oido á sus consejos, que nadie pudiera dártelos mas leales y sa- bios que ese buen caballero . . . — Oh madre, no sabéis cuánto se acrecienta la amistad que siempre tuve á Rodrigo desde que ciñó mi frente la co- rona de Castilla, y sobre todo desde que con su ayuda reduje á la obediencia á los moros de Aragón y vencí á D. Ramiro! Cuán útiles me fueron entonces sus consejos y su espada! Me parece que teniendo á mi lado al Cid no hay empresa272 EL CID CAMPEADOR. que no pueda llevar gloriosamente á cabo; me parece que si el universo entero me declarase la guerra, le venciera con la ayuda del Cid. .. D. Sancho fué interrumpido por la presencia de uno de sus servidores que le anunció la llegada al alcázar de una diputación de la nobleza castellana que solicitaba su audien- cia. D. Sancho dió orden para que compareciesen á su pre- sencia aquellos nobles. En efecto un instante después estaban en presencia del rey el conde de Cabra y algunos mas de los que vimos reu- nidos en el castillo de Carrion. — Señor, dijo D. García con muestras de profundo res- peto, muchos nobles, vasallos vuestros, nos envían á vos para que os felicitemos por los gloriosos triunfos que últimamente habéis alcanzado en Aragón. — Triunfos, contestó el rey, que esa misma nobleza cas- tellana me ha ayudado á alcanzar yendo conmigo á la guerra y peleando esforzadamente ... El conde de Cabra y los que le acompañaban compren- dieron la reconvención que D. Sancho les dirigía, y estuvieron á punto de manifestar su despecho; pero se contuvieron, y D. García continuó como si no hubiese comprendido la ironía que encerraban las palabras del rey: — Señor, los nobles que nos envían á saludaros no per- tenecen al número de los que os acompañaron á Aragón... — ¿Pues quiénes son, D. García? El conde de Cabra fué nombrando á sus amigos. — ¿No habéis dicho que veníais en nombre de la nobleza castellana? — Ciertamente, señor, porque son lo mas escogido de ella los nobles que he nombrado. — ¿Y los varones mas nobles de Castilla están quietos en su casa en tanto que su rey lidia con los enemigos de Dios y de la patria? — Señor, los ricos-homes que os saludan han dado hartas pruebas de valor y de lealtad á su rey; si no os acompaña- ron á la guerra de Aragón fué porque los años, las dolencias ó cuidados imprescindibles de su casa no se lo permitieron. Ademas, señor, creen que cuando su rey los tiene alejados y no les pide consejo cuando se ocupa de asunto tan impor- tante como el de ir á hacer la guerra á tierras estrañas, no necesita ya su ayuda ... La indignación coloreó el rostro de D. Sancho, quien in- terrumpió al conde de Cabra esclamando: — Vive Dios que he de castigar la audacia de los vasallos que así se atreven á su señor! Tened entendido, vosotros yCAPITULO XXXVII. 273 los que á mí os envían, que el rey de Castilla no tolera re- convenciones de sus vasallos . . . — Señor, no es nuestro ánimo reconveniros, sino supli- caros que tengáis con nosotros las consideraciones que nuestra esclarecida nobleza reclama y que nos dispensaron siempre vuestros antecesores; deseamos que en la corte de Castilla haya mercedes para todos los nobles, y no para unos pocos ó mas bien para uno solo .... — ¿Qué queréis decir á vuestro rey, traidores? ... — Señor! esclamaron casi todos los nobles indignados, ved lo que decís; ved que estáis mancillando la honra de los ca- balleros mas nobles de Castilla . . . — No son nobles, no, los que se atreven á imponer leyes á su señor, los que ante su rey osan hablar tan descomedi- dos y alteros como vosotros habíais! replicó D. Sancho no ménos irritado que sus interlocutores. — Mancilláramos nuestra honra, continuó el conde de Cabra abandonando enteramente la afectada humildad con que al principio se dirigiera al rey, mancilláramos nuestra honra si no espusiéramos nuestras quejas con la franqueza que cumple á buenos caballeros: nos agraviáis, señor, teniéndonos alejados de vuestro alcázar, olvidando lo que valemos y el derecho que nos asiste á participar de las honras y las mer- cedes reales por mantener en vuestra privanza al de Vivar y sus amigos....... — Callad, callad, y no ose vuestro labio profanar el nom- bre del Cid Campeador ni el de sus amigos y mios!... Com- prendo ya vuestro deseo, quisierais que arrojara de mi lado al caballero mas honrado de Castilla, á la columna mas fuerte de mi trono, mejor servidor de mi padre, al terror de los enemigos de la fe cristiana? ... Id de mi presencia, que la ira arde en mi corazón al ver ante mí hombres de alma tan mezquina como la vuestra . . . — Señor, ved lo que somos y lo que valemos!... — Justicia de Dios! . .. esclamó D. Sancho sin poder ya dominar su ira. He de tolerar que traidores vasallos me amenacen en mi casa! ... No, vive Dios, no! verdugos hay en mi corte que hagan rodar hoy mismo vuestra cabeza ... Y dirigiéndose hácia la puerta del salón gritó con voz fuerte: — Ah de mi guarda! ah de mi guarda! Inmediatamente aparecieron hasta una docena de archeros á quienes dijo el rey: — Prended á estos condes traidores y encerradlos en una. prisión de donde salgan para el cadalso. Los archeros iban á obedecer al rey; pero aquellos hom- bres que tan audaces se habian mostrado un momento ántes, El Cid Cahpkador. 18 '274 EL CID CAMPEADOR. doblaron la rodilla ante el irritado monarca esclamando ater- rorizados : — Perdón, señor, perdón!... D. Sancho hizo una seña á los archeros para que se reti- raran, y echando á los condes una mirada en que se retrató á la vez el desprecio y la indignación de que su alma se hallaba poseida, les dijo: — Alzad, mezquinos y cobardes, que á varones tan nobles como vosotros no está bien herir con la inmaculada frente el pavimento. Apartáos de mi vista, que lastima mi alma tanta bajeza. Salid de mi corte al punto y no tornéis mas á ella, que si mis ojos vuelven á veros, han de ser los del basilisco que matan cuando miran! Y los condes se apresuraron á abandonar el alcázar y aun la ciudad, con la presteza que el rey les ordenara. CAPITULO XXXVIII. De cómo iba en Burgos al villano de Barbadillo, con lo demas que sabrá el que leyere. Conviénenos echar una rápida ojeada á la casa de los se- ñores de Vivar, porque ninguno de sus moradores es acree- dor á nuestro olvido; mas no penetremos en los aposentos principales, porque en el zaguan tropezamos con quien entre- tenernos un rato. Allí están Fernán y Alvar departiendo amistosamente; y cierto que debemos prestar atención á su plática, aunque sea descortesía, porque no es enteramente estraña á la historia cuyo hilo vamos siguiendo. — ¿Há mucho que no has ido por Vivar? dice Alvar. — Por allá estuve dos veces después que tornámos de Aragón. — ¿Y fuiste por casa de Pero? — ¿Cómo no, si nuestras amas tienen tanta afición á Beatriz que nunca me hubieran perdonado el no traer no- ticias de ella y su familia pasando tan cerca de la morada de Pero? — ¿Y qué tal Beatriz? ¿Sigue tan gentil y tan hermosa como cuando tú y yo nos abrasábamos en la lumbre de sus ojos ? — Lo está aun mas que entonces, hermano. — Ira de Dios qué afortunado es ese Martin Vengador en servir á tan garrida doncella!CAPITULO XXXVIII. 275 — Y mas afortunado es aun en que nuestro amo le tenga tanta afición ... — Cierto que á D. Rodrigo place mucho ese mancebo. Ya viste qué buena parte de botín le dió en la guerra de Aragón .... — Y aun no para abí su liberalidad para con el tal Martin. — Qué, ¿le ba hecho nuevas mercedes? — Háselas prometido para cuando case con Beatriz. — ¿Y qué mercedes son esas, Fernán? — D. Rodrigo y Doña Jimena serán padrinos en la boda de Martin y Beatriz, quienes recibirán en donas para sí y sus sucesores, casa y escelentes tierras en el señorío de Vivar. — ¿Sabes lo que debieras tú hacer? — ¿Qué, Alvar? — Casar con Mayorica cuanto ántes, á ver si nuestros amos y señores te dan tan buenas donas como á ese man- cebo. — Sí me darán, Alvar, que son agradecidos con quien bien los sirve. — Pues siendo así, ¿por qué no te casas? — Eso haré muy pronto, Alvar, que ayer se lo prometí á Mayorica que rabia por tener marido, porque diz que si ahora que aun es moza y de buen talante no me puede ar- rastrar á la iglesia, ménos podrá cuando no lo sea. ¡Oh y cómo apura mi paciencia con este pleito la muy tal! — ¿Y cumplirás tu promesa? — Hela hecho y la cumpliré aunque nunca debiera estar mas rehacio que ahora .... — Mátenme moros si te entiendo, Fernán. ¿Por qué has de estar rehacio en casarte, teniendo como tienes buenos ha- beres, novia gentil y enamorada y esperanzas de grandes re- galos? Qué, ¿no te place ya Mayorica? — Pláceme como siempre, Alvar, mas ... Escucha, que voy á fiar á tu discreción un gran secreto. Fernán miró á todas partes á ver si habia alguien que pudiese escucharle y no viendo á nadie, continuó: — Sabrás, hermano, que há dias me quemo en los ojos de una serrana capaz de encender un corazón de piedra.. — Qué, ¿ por ventura ha venido á Burgos aquella de Al- barracin de quien tanto te enamoraste cuando posamos allá en la última campaña? — No, hermano, no es aquella. Pluguiera á Dios que la serrana de Albarracin estuviera por acá, que harto me acuerdo de ella noche y dia! La que me enamora en Burgos es de 18*276 EL CID CAMPEADOS. Barbadillo, y por el alma de Belcebú te juro que venida del cielo parece según es de gentil! — De Barbadillo es también una serrana por quien yo suspiro ... — ¿De Barbadillo? Voto á Judas Iscariote que fuera bueno .... ¿Dónde la viste, di? . . . — En el herradero de maese Iñigo . . . — Por el alma de Belcebú que he de molerte á palos si has osado poner tus ojos donde yo los mios, que en el her- radero de maese Iñigo vi yo también á la serrana que digo... ¿Qué señas tiene la tuya, Alvar? — Morena . .. — Así es la mia. — Oji-negra. — La mia también .... — Abultado el seno . . . — Cierto. — Cuerpo rollizo . . . — Cabal. — Pesado la mano . . . — La de la mia también. — Que me molió la faz de una bofetada cuando fui á re- querirla de amores . .. — También á mí la mia .... Traidor! Con que has osado ... — Pero, hermano, si yo no sabia .... — Ahora sabrás, si lo habias olvidado, á qué saben mis manos ... Y Fernán asió del cuello al paje con la fuerza de unas tenazas. A los lamentos del paje salió Mayor á lo alto de la es- calera, y como conociera que Fernán no habia reparado en ella ocupado en desfogar su ira en el cuello de Alvar, se de- tuvo á tin de averiguar el origen de aquella cuestión, que sin duda sospechaba*. — Traidor! esclnmabaFernán. ¿Con que no he de querer yo hembra sin que tú también la quieras? Has de morir á mis manos....... Y el escudero no solo lastimaba al paje con sus manos, sino también con rodillas y piés ... — Suelta, Fernán, que yo te juro echar noramala á la villana de Barbadillo, y á todas las hembras nacidas y por nacer ...... — Ese juramento te salva, dijo Fernán soltándole; mas te aseguro, Alvar, que he de acabar contigo si tornas á re- querir de amores á la gentil serrana por quien suspiro_____ — Ah traidor! ah falso! Esa es la fe que ayer me jura-CAPITDLO XXXVIII. 277 bas!... esclamó Mayor no pudiendo ya contener su ira y bajando de dos saltos la escalera con las manos crispadas y el gesto amenazador ... Fernán retrocedió algunos pasos aterrorizado, como si quisiera huir de aquella furia por cuyas manos se sentia á su vez oprimido con tanta fuerza como Alvar se habia sen- tido por las suyas. — Traidor! ¿de mí te olvidas en cuanto vuelves la es- palda? Yo haré que guardes recuerdo de mí miéntras vives! Y Mayor con sus uñas hacia brotar la sangre del cuello y la faz de su infiel amante, que á pesar de sus poderosas fuer- zas de que hacia uso cuanto le era dado, no podia librarse de ella ... — Aparta hi de tal, aparta ó he de molerte á coces y á puñadas! gritaba el malhadado escudero, cuyos esfuerzos dieron al fin el resultado apetecido, pues Mayor soltó, y de un empellón que la dió Fernán, fué á parar al pié de la escalera recibiendo en la cabeza un golpe que la privó de sentido. Fernán alzó el pié para dar una coz, como él decia, á Mayor; pero viendo á esta inmóvil, la examinó y echó de ver que derramaba sangre de la cabeza y estaba desmayada... Su enojo se trocó en dolor, en la desesperación mas vio- lenta ... — Mayorica! Mayorica, amor mió, vuelve en tí, perdó- name! decia el afligido escudero pugnando por levantar á la moza: pero viendo que esta no volvía en sí, empezó á me- sarse los cabellos y á darse puñadas en la cabeza y rostro esclamando como si hubiese perdido el juicio: — La he asesinado! la he asesinado!... soy un bárbaro, soy un vil, soy un traidor asesino!... Mátame, Alvar, má- tame, y mata luego á esa villana que tiene la culpa de esta gran desgracia. Alvar, léjos de matar á nadie, procuraba conservar la vida á Mayor, á quien rociaba la cara con agua que por fortuna habia á mano, y vendaba la cara con su mocador. Al fin, la desmayada cobró el sentido y se levantó pro- rumpiendo, no en reconvenciones á su amante, sino en llanto capaz de mover á compasión á la misma piedra contra la cual se habia herido. Fernán redobló sus caricias y sus ju- ramentos de enmienda, con lo que logró consolarla un poco, aunque harto sabia Mayor cuán pronto olvidaba sus juramen- tos el escudero. Un instante después el zaguan estaba desierto, porque Fernán y Alvar habían desaparecido por la escalera soste- niendo á Mayor; pero en cambio multitud de personas, que desde que comenzó la querella se habían ido agolpando á la278 EL CID CAMPEADOR. puerta principal, seguian cerca de esta esplicando y comen- tando á su modo lo que en el zaguan habia sucedido. — Fué que la moza resbaló en la escalera y la bajó ro- dando, decia uno. — No, replicaba otro, sino que se dejaba querer á la vez de Fernán y de Alvar, y así que ellos lo han descubierto, se han sacudido el polvo uno á otro y luego han ajustado cuentas á la moza.... — No es la doncella del golpe la que tiene culpa de la querella: es una serrana de Barbadillo. — Sea quien sea, juro á bríos que las hembras son la perdición de los hombres... Reniego de mi casta si de hoy mas ño de la mas honrada. — Eso debemos hacer todos los varones, señor soldado. — Sí, que son mas falsas que el mismo Judas... — Los falsos son los hombres, que nos enamoran á pares y aun así quieren mas. — Eh, buena vieja, no os metáis en cuenta, que vos es- tais ya fuera de lid ... — Santa Gadea bendita! No hay quien defienda á una honrada dueña de los insultos de ese soldado bellaco? — Este soldado jura que todas las hembras son unas tales. — Insolente, desvergonzado! grita un inmenso coro de mujeres, que se lanzan furiosas sobre el que les ha dirigido aquel insulto, y le arañan y le aporrean sin darle lugar á la defensa. Los hombres acuden en auxilio del soldado que al fin se ve libre de aquellas furias del infierno y se aleja molido del tumulto y lleno de rasguños el rostro. Al mismo tiempo llega á mezclarse entre la multitud un villano que con vivísima curiosidad pregunta á todos la causa de aquella reunión, y suelta un voto al ver que nada puede sacar en limpio, porque lo que uno le dice está en completa contradicción con lo que le dice otro. Su mayor deseo parece ser el llegar á la puerta á donde se agolpa aun la multitud esperando ver aparecer de nuevo en el zaguan á los héroes de aquella función, y procura abrirse paso con manos y ca- beza, acompañado de maldiciones y denuestos. — Juro á ños, murmura, que aunque sepa reventar, he de saber lo que pasa, porque gran cosa ha de ser cuando tanta gente cura de verlo y no he venido á la ciudad para vivir tan á oscuras como en Barbadillo------ Las maldiciones y los apostrofes aumentan conforme aumen- tan los esfuerzos del villano por pasar adelante. — No empuje el soez villano, gritan unos.CAPITULO XXXVIIL 279 — Ira de Dios, esclaman otros, que me aplasta el pa- lurdo ! — No se meta el asno entre los racionales. — Por todos los santos del cielo, que este hombro es el mas bruto que come pan! — Atras el muy cerdo! — Téngase el salvaje! — Juro á ños que ya me van atufando los denuestos de las muy tales... — El muy tal será él! ... — Las muy tales son las hembras, y por san Pedro de Cardeña que si comienzo á repartir puñadas.... — Puñadas á nosotras!! gritan todas las mujeres, y se lanzan sobre Bartolo, pues no es otro el que tantos esfuerzos hace por atravesar aquella termópila, y luchan con él con la misma furia con que poco ántes las vimos luchar con el sol- dado que las insultó. El palurdo, que tiene la fuerza de un gigante, se defiende derribando una mujer de cada puñetazo, y está ya próximo á triunfar de sus sañudas enemigas; pero estas reclaman el auxilio de los hombres, á quienes acusan de cobardes y recuerdan que los varones están .obligados á salir á la defensa de las hembras. Pocos son los hombres que allí hay, porque la curiosidad en todos tiempos fué pa- trimonio casi esclusivo de las mujeres; pero aquellos pocos se ponen al lado del sexo débil, arremeten á palos y á mo- jicones con el de Barbadillo, y este se rinde, al fin molido, arañado, derramando sangre que da compasión el verle. El niño que ha sido aporreado por los de una calle que no es la suya, suele desfogar su enojo diciendo á los que le han maltratado: — Cómo yo os pillara en mi calle! ... Y así ni mas ni ménos hizo el asendereado Bartolo, pues viéndose vencido é imposibilitado de tomar venganza, esclamó cruzándose de brazos, meneando la cabeza y queriendo ano- nadar con la vista á aquella muchedumbre: — Juro á ños que si yo os pillara en los robledales de Barbadillo... — Es de Barbadillo el palurdo! dijo uno de los que ha- bían acudido al comenzar la querella de Fernán y Alvar y por consiguiente habiá tenido ocasión de enterarse de la causa de aquella. Maldito sea Barbadillo, que de allí es la muy tal por quien se ha movido todo este tumulto. Estas palabras escitaron la curiosidad del labriego, que como hemos visto, no necesitaba grandes escitaciones. — Calla! dijo para sí Bartolo, algo voy á descubrir aquí con que dé enojos á los de Barbadillo y me desquite de sus nurmuraciones sobre si voy y vengo & la ciudad, y si soy280 EL CID CAMPEADOB. curioso en demasía, y si por meterme en lo que no me atañe no curo de mi mujer y mis haberes. Y acercándose muy mesuradamente al que así maldecía á Barbadillo, que era el soldado á quien zurraron poco ántes las hembras, le dijo: — Hermano, de Barbadillo soy; pero de morería quisiera ser mas que de esa salvaje aldea que sin duda maldijo Dios en castigo de haber comenzado en ella el pleito de los in- fantes deLara... ¿Con que de Barbadillo es la que ha mo- vido esta Babel? De juro, no podía ser de otra parte. Este asentimiento de ideas captó á Bartolo la simpatía del soldado. — Qué, ¿no lo sabíais? dijo este último. — Holgárame que me contarais lo que ha pasado, que sí haréis, porque os tengo por mas cortés que toda esta des- comedida muchedumbre, contestó el villano. — Pues sabed, dijo el soldado, que dos servidores de Mió Cid están enamorados de una serrana de Barbadillo y se han aporreado á maravilla sobre quién ha de llevarse la muy tal. — Juro á ños, que debe ser buena alhaja la moza cuando á los dos hace cara ... Hermano, las hembras de Barbadillo para eso son como pintadas: allí está la hija de la tia Ve- leta que se deja enamorar de cuatro .... — Según eso, vos, hermano, no habréis escogido mujer de allá... — De allá es la que tengo; mas, si á pollina ninguna le echa la pata, á honrada tampoco.... Heme venido con ella á vivir á Burgos, porque es mucho gozo esto de saber lo que por esos mundos pasa, como acontece en la ciudad, y voy todos los dias al herradero de maese Iñigo á saber las nuevas que corren. Como mi mujer va conmigo, aunque harto me cuesta hacerla ir, porque quiero de allí se vaya desasnando un poco, aconteció el otro dia que un bellaco de escudero fué á requerirla de amores miéntras yo departía con maese Iñigo, y cuenta ella, porque yo nada vi, que rom- pió los dientes al galan de una puñada .... Con que ya veis si es honrada mi mujer .... — Ira de Dios en su honradez!... — ¿Qué queréis decir, hermano? — Que vuestra mujer es la muy tal que se disputan esos mancebos .... — San Pedro de Cardeña, valme! — Y cierto que si la primera vez los recibió á puñadas, después debe haberse mostrado mas blanda, porque si no, ellos no se zurraran como se han zurrado por mor de ella. ___ Juro á ños que voy á matar á la muy falsa! ... es-CAPITULO XXXVIII. 281 clamó el villano desesperado, arrancándose los cabellos de rabia. Como algunos hubiesen oido su conversación con el sol- dado, muy pronto supieron todos la causa de su desespera- ción y vino á aumentar esta en espantoso concierto de silbi- dos, de groseras burlas y de denuestos. El desventurado Bartolo se cuadró desafiando á la muche- dumbre; pero sus palabras se perdieron entre los silbidos y la vocería, y entonces no tuvo otro remedio que abrirse paso por medio de aquella y huir loco, desatentado, frenético. La multitud no abandonaba su puesto, porque deseaba saber cuál había sido el resultado de la querella de los cria- dos del de Vivar, porque quería saber si era cierto, como ya empezaba á susurrarse, que la doncella de Doña Teresa habia muerto del golpe que el escudero la diera. Pero se oyó el galope de un caballo hácia la bajada del alcázar, y apareció al momento un criado del rey que se di- rigía á casa del Cid con suma precipitación, el cual viendo que la multitud se mostraba rehacia á abrirle paso, rompió por medio de ella atropellándola con su cabalgadura. Un instante después salió el Campeador para el alcázar acompañándole Guillen, Fernán y Alvar, y la muchedumbre se apresuró á retirarse movida de un sentimiento de respeto, y sobre todo, desesperanzada de satisfacer su curiosidad de ver al escudero y al paje venir nuevamente á las manos. D. Sancho que, tan luego como se apartaron de su pre- sencia el conde de Cabra y los demas conjurados, habia mandado llamar á Rodrigo, esperaba á este eon impaciencia, pues aunque conocía que debía castigar á aquellos audaces, no quería hacerlo hasta consultar al Cid acerca de la con- veniencia de tan trascendental medida. También quería el rey oir el consejo de su madre, y hé aquí porque estaba á su lado Doña Sancha en el momento de llegar Rodrigo. — Buen Cid, dijo D. Sancho al ver á este, hace un ins- tante han salido de mi alcázar el conde de Cabra y otros nobles. ¿Pensáis que han venido á ofrecerme sus espadas para lidiar con la morisma? — Señor, contestó Rodrigo, eso cumple á nobles como D. García; mas ni él ni los de su bando lo hicieron cuando partisteis á la guerra de Aragón y dudo que lo hayan hecho ahora ... No os equivocáis, no: esos mal llamados nobles, léjos de venir á ofrecer á su rey la ayuda de su brazo, han venido á insultarle, á amenazarle, á imponerle leyes .... — Ira de Dios, qué traidores! esclamó Rodrigo no pu- diendo contener su indignación; y arrepentido de haber fal- tado á la moderación y el comedimiento que la presencia de282 EL CID CAMPEADOR. su rey y la de la viuda de Fernando el Grande pedían, dobló la rodilla reverentemente y añadió: — Perdón, señor, perdón si he faltado al respeto que debo á mis reyes y señores dejándome arrebatar de mi enojo. — Alzad, Rodrigo, dijo D. Sancho alargando su mano al Cid, alzad, que ese mismo enojo prueba que sois buen va- sallo y buen caballero. .. Y alentado el de Vivar por la benevolencia del rey, con- tinuó dando riendas á su hidalga indignación: — Decidme, señor, de qué modo os han ofendido esos nobles aunque me basta saber que os han ofendido, que yo tengo una espada para lidiar con ellos hasta vengaros ó morir.... ¿No basta al de Cabra y al de Carrion y sus amigos traer siempre revuelta á Castilla con sus cobardes tramas y no desnudar jamas su espada contra los enemigos de la patria, que vienen á ofenderos á cara descubierta en vuestro alcázar? — No, Rodrigo, no les basta mi indulgencia, no les basta que su rey les perdone su olvido de cuanto á caballeros cumple: quieren que su rey les colme de favores, quieren ocupar los mejores puestos en mi alcázar; quieren que Cas- tilla se rija por las leyes que dicte su capricho ó su ambi- ción; quieren que arroje de mi lado á todos los que me sir- ven y me aconsejan lealmente, y sobre todo, á vos, buen Cid, á vos, que sois el principal objeto de su odio. — No me sorprende al oir que esos condes me odian, señor, pues há tiempo lo sabia. En tanto que sus cobardes tiros se han dirigido á mí solo, los he> despreciado, no he querido acudir á mi rey para defenderme, para castigar á mis enemigos; pero hoy que para hacerme guerra quieren hacérosla á vos también, debo revelaros la alevosía de esos traidores y aconsejaros su castigo. Así diciendo, Rodrigo Díaz echó mano á su escarcela y sacó de ella unos pergaminos, que dió al rey, añadiendo: — Ved, señor, las proposiciones que el conde de Cabra y el de Carrion hicieron á Abengalvon y los otros reyes moros mis amigos cuando fuimos contra los aliados del empe- rador de Alemania. El rey leyó en alta voz aquellas cartas que se reducían á proponer á los reyes moros que armasen traición al Cid en la primera ocasión que tuviesen y le matasen. Para persua- dirlos á ello, D. Suero y D. García empleaban las calumnias mas groseras, suponiendo que el Cid trataba de desposeer de sus estados á Abengalvon y los otros reyes, valido de la amistad y la conñanza que estos le dispensaban, y les pro- metían liberales recompensas.CAPITULO XXXVIII. 283 — Traidores! aleves condes! esclamaron á un mismo tiempo D. Sancho y su madre. — Abengalvon y los otros moros, continuó Rodrigo, aun- que infieles, pusieron en mis manos esas cartas, indignados, no solo de la maldad de esos condes, sino de la injuria que á ellos se hacia suponiéndolos capaces de tan ruin traición á quien tenian por el mejor de sus amigos, al que habiéndolos cautivado á buena ley, les dió la libertad sin ningún linaje de condiciones. Y no era esa, señor, la primera vez que el de Carrion y el de Cabra habian procurado librarse de mí. Poco ántes de la campaña de aliende el Pirineo, cuando me encaminaba á las cortes de León, fuimos llevados arteramente Martin Antolinez, Guillen el de la Enseña y yo, á una celada donde nos esperaban diez asesinos pagados por el conde de Carrion y el de Cabra. Lidiámos y la fortuna nos protegió, aunque éramos inferiores en número y estábamos desaperci- bidos al combato, y entre los mismos asesinos hubo alguno que al espirar nos confesase quiénes eran los que habian puesto en su mano el acero homicida.... — Con su sangre, esclamó D. Sancho indignado, deben espiar sus maldades esos traidores; rueden sus cabezas en el cadalso, que ni aun así será su castigo tan grande como el que merecen. — Señor, dijo Rodrigo, castigadlos, mas no derraméis su sangre, que harta se derrama en la guerra. .. Echadlos para siempre de Castilla y amenazadlos con mayor castigo si osan quebrantar su destierro .... — Sí, hijo, añadió Doña Sancha, sigue el consejo de Rodrigo, imita el generoso ejemplo del buen caballero que intercede por sus traidores enemigos. — Si la permanencia de esos condes en Castilla solo á mí perjudicara, dijo Rodrigo, ni aun os aconsejara su des- tierro; pero han osado amenazaros, y provocarán bandos y urdirán conspiraciones que conviene evitar... Arrojad del reino esa mala semilla ántes que fructifique; pero os juro, señor, que á costa de mi sangre quisiera evitar la efusión de la de esos mis enemigos... — Pues bien, Rodrigo, dijo D. Sancho, el conde de Cabra y sus parciales saldrán de mi reino ántes de cuatro dias, y si no lo hacen, entonces sí que no tendré compasión de ellos; entonces sí que sus traidoras cabezas rodarán por el suelo... Quiero ser bueno para con los buenos é inexorable para con los malos; la nobleza castellana tendrá en mí un amigo mas bien que un señor, si es acreedora á mi amistad; pero no quiero ser juguete suyo, no quiero llevar el nombre de rey y que los nobles gobiernen el reino. — Así, dijo el Cid, Castilla será fuerte y dichosa, como284 EL CID CAMPEADOS. en tiempo de vuestro padre, y como vuestro padre mereceréis el nombre de Grande. A la nobleza mas preclara de Cas- tilla pertenezco; mas no por eso dejo de conocer, que el deber de los nobles es ayudar á su rey, no esclavizarle y entorpecer sus manos que deben regir libremente las riendas del estado. Aquel mismo dia espidió D. Sancho una orden para que en el término de cuatro saliesen desterrados para siempre de Castilla el conde de Cabra, el de Carrion, y hasta una do- cena de nobles mas, como rebeldes á su autoridad, alevosos y perturbadores de la tranquilidad del reino. CAPITULO XXXIX. De cómo tomó el Cid venganza del conde de Cabra. Don Sancho II se habia propuesto hacerse superior á las exigencias de los nobles; mas no por eso esquivaba el trato de estos ni dejaba de consultarlos en los asuntos ménos di- fíciles de resolver, porque una cosa era oir el parecer respe- tuoso é hijo de la lealtad y la sabiduría, y otra el oir con- sejos interesados, dados á son de ley por hombres que, como el conde de Cabra, el de Carrion y otros, merecían el des- precio de todo hombre honrado, por mas que descendiesen de los linajes mas nobles del reino. Hé aquí porque su pa- lacio era frecuentado por la nobleza, y porque D. Sancho gustaba verse rodeado de los nobles castellanos. Habia reunido á muchos de estos en su alcázar de Burgos el dia siguiente al en que firmaba la orden de destierro de los del bando del conde de Cabra, y les habia dado cuenta de aquella determinación que todos habían aprobado asin- tiendo con Rodrigo Diaz en que el rey debía gobernar sin trabas de nobles ni de plebeyos. Poco después de retirarse los nobles de la presencia del rey se hallaba este departiendo amistosamente con el Cid, á quien habia mandado quedar algunos instantes mas á su lado, porque la compañía del de Vivar le era siempre muy grata, y hé aquí que le anunciaron la llegada del conde de Cabra que solicitaba una audiencia de cortos momentos. — Decidle, contestó D. Sancho indignado, que salga in- mediatamente del alcázar si no quiere recibir hoy mismo el castigo que su audacia merece. El Cid se apresuró á amansar el enojo del rey interce- piendo en favor del conde.CAPITULO XXXIX. 285 — Señor, dijo á D. Sancho, tal vez el de Cabra ántes de despatriarse querrá haceros alguna revelación que importe á la tranquilidad del reino. En buenahora seáis inexorable con él; mas ¿qué podéis perder en escucharle? El conde de Cabra es tan cobarde que nunca vaciló en denunciar á su mejor amigo con tal de servir á sus propios intereses. D. Sancho amansó un poco su ira con estas palabras y dió orden para que el conde compareciese á su presencia. D. García se presentó un momento después, y doblando la rodilla ante el rey, exclamó con tono respetuoso: — Señor, como buen vasallo que soy, estoy dispuesto á cumplir la orden de destierro que mi rey y señor ha tenido á bien dirigirme; mas, ántes de alejarme para siempre de Castilla, me he atrevido á molestar la atención soberana, es- poniéndoos el apretado conflicto en que me veo. D. Sancho no pudo contener su indignación en vista de la cobardía y la bajeza de aquel hombre que no tenia bas- tante valor ni dignidad para sufrir con frente serena la sen- tencia que sobre él pesaba como lo hubiera hecho el caballero ménos honrado. — Apartáos de mi presencia, dijo á D. García, y salid de Castilla en el término que os tengo mandado, que harto in- dulgente soy cuando dejo la cabeza en los hombros al que no solo se atrevió á amenazarme, sino también paga viles asesinos que hieran al mejor caballero del mundo. D. García quiso protestar contra esta acusación, pero una mirada del Cid bastó para sellar sus labios. — Señor, se atrevió á decir el conde, ménos sensible me fuera morir de un solo golpe en Castilla, que no morir len- tamente en tierra estraña. Mi estado de Cabra yace en po- der de moros, y desde que le perdí vivo con mil estrecheces en Castilla á pesar de que en ella tengo amigos y algunos haberes. ¿Cómo podré vivir en tierra estraña donde no podré contar con haberes ni con amigos? Señor, si de mí no os compadecéis, compadecéos al ménos de mi mujer y mis hijos que nunca os han ofendido; alzadme el destierro á que me habéis condenado, ó si creeis preciso mi estraña* miento de vuestro reino, concedédme algunos recursos con que pueda atender á las primeras necesidades de mi familia. — ¿No heredasteis de vuestro padre una espada que habéis dejado enmohecer en la vaina? replicó D. Sancho. Limpiádla con sangre agarena, recobrad con ella vuestro condado, y entonces no tendréis que mendigar el sustento á vuestro rey ni á vuestros amigos. — Mi brazo está harto debilitado por la edad .... — Por la edad y la inacción, que no por el trabajo en las lides, interrumpió el rey á D. García.266 EL CID CAMPEADOR. Yiendo este que D. Sancho no se hallaba dispuesto á con- cederle la merced que demandaba, le pidió otra: — Señor, le dijo, dejadme al ménos permanecer en Cas- tilla el tiempo que he menester para adquirir reeursos con que pueda hacer la jornada y vivir en mi destierro, hasta que con la espada pueda asegurar la subsistencia sucesiva de mi familia y la mia. Rodrigo Diaz consideró que no eran infundados los te- mores que el conde parecía abrigar acerca de las privaciones á que su familia se iba á ver espuesta, y olvidando los jus- tos resentimientos que del conde tenia, trató de interceder por aquel hombre que imbocaba los nombres de mujer é hijos que tan caros eran para el Cid. — Señor, dijo al rey, viendo que este negaba también al de Cabra aquella última gracia, yo soy quien os suplica que prorogueis un mes el plazo que al conde de Cabra señalasteis para que saliese de Castilla, y os fío que vuestra voluntad será cumplida. La vergüenza y el desden se hubieran retratado en la faz del conde á ser este un buen caballero; pero D. García no conocía ese orgullo noble, esa dignidad que al hombre honrado no deja aceptar los favores de su enemigo. El conde se hubiera arrodillado á los piés del de Vivar si no hubiera estado allí el rey. — Pues bien, le dijo este, yo os otorgo la gracia que me pedís, pero ay de vos si ántes de finar un mes no salís de mi reino! — Vuestra voluntad será cumplida, asintió D. García con humildad; gracias, señor . . . — Dádselas al Cid, le interrumpió D. Sancho con desden, que por complacer al de Vivar y no á vos consiento en am- pliar el plazo que ayer os señalé para vuestro alejamiento de Castilla. Rodrigo Diaz manifestó al rey cuánto agradecia el que hubiese accedido á su súplica, y D. Sancho le colmó de elo- gios y se esforzó en darle señaladas pruebas de amistad en presencia del conde de Cabra para humillar á este y hacerle ver cuán distante se hallaba de negar su favor al Cid como deseaban los nobles condenados al destierro. Aquel mismo dia dijo Rodrigo Diaz al rey: — Una nueva merced tengo que pediros, señor. — Ya sabéis, buen Cid, cuánto me huolgo en complaceros, le contestó D. Sancho. — Felizmente, continuó Rodrigo, reina la paz en Castilla y no es de temer que se altere porque os aman unos, que son los mas, y los restantes os temen. La espada del caba- llero que dispone de algunos centenares de lanzas, no debeCAPITULO XXXIX. 2e7 descansar en la vaina habiendo cerco de su patria infieles á quienes combatir, tierras á donde llevar la fe cristiana pro- scripta de ellas. Sabéis, señor, que cuento con amigos es- forzados que me acompañen á la guerra y que tengo una buena mesnada que mantengo á sueldo; pues bien, quisiera que me dieseis vuestro permiso para ir á Andalucía, donde los mios y yo tengamos ocasión de salir de la ociosidad en que nuestro brazo se baila en Castilla. — Harto siento que os apartéis de mí, siquiera sea por corto tiempo, respondió D. Sancho; mas son tan honrados vuestros intentos, que si me opusiera á ellos creyera faltar á lo que cumple al rey y al caballero cristiano. Id, buen Campeador, á tierra de infieles y lidiad como siempre habéis lidiado, que no solo ha de redundar en vuestra pro sino también en la de toda la cristiandad y particularmente en la de Castilla. ¡Oh con cuánta razón decía mi padre, á quien Dios tenga en gloria, que con cien caballeros como vos fuera dado echar los moros de toda España! — Señor, no soy mas que un caballero que acostumbrado á las Jides, no las escusa con tal que de ellas espere alguna honra para sí y algún bien para su patria y la fe de sus mayores. — Envidio vuestra suerte, Rodrigo, esclamó D. Sancho sintiéndose inflamado de guerrero entusiasmo; pláceme el trono, porque el que se asienta en él se eleva sobre la mul- titud, porque está siempre rodeado de esplendor y de gran- deza, porque mi corazón no encuentra satisfacciones en las cosas mezquinas, porque mi alma quisiera señorearse en un espacio tan grande como el mundo; pero quisiera también poder volar como vos á tierras enemigas, libre de los cuida- dos del reino, dormir en los campamentos siempre vestida la malla y ceñida la espada, respirar el aire de las campiñas, sentir el relincho de los corceles y el sonido de los clarines y atambores, ver ondear delante de mí las banderas enemi- gas, cerrar con los infieles todos los dias al rayar el sol, lidiar sin tregua muchas horas y entregarme al descanso sobre los estandartes mahometanos, arrullado por los cánticos de la victoria, entre las ovaciones del pueblo que admira y aclama y arroja coronas de laurel al vencedor... Ved aquí, Rodrigo, la libertad y la gloria que anhela mi alma; ved aquí porque envidio vuestra suerte, pues á vos os es dado alcanzar esa gloria y esa libertad. — Señor, vos también las habéis alcanzado, contestó Ro- drigo participando del entusiasmo marcial del rey; joven sois y harto tiempo tendréis de entregaros á la vida del soldado. Cuánta dicha, cuánta gloria, cuánta prosperidad debe esperar Castilla en el reinado del sucesor de D. Fernando el Grande!288 EL CID CAMPEADOR. — Rodrigo I esclamó D. Sancho con alegría y emoción, no solo servís á vuestro rey con la espada, sino también con la palabra. Vuestras palabras llenan mi corazón de nobles am- biciones y de dulcísimas esperanzas, que no pueden méuos de dar escelente fruto. Aquel mismo dia comenzó el Cid á aprestarse para mar- char á lidiar con los infíeles; apellidó al efecto á sus amigos y á cuantos quisieran seguirle, y muy pronto tuvo á sus ór- denes una hueste digna de tan animoso caudillo, tanto por su número como por lo lucido de la gente de que se com- ponía. En ella iban Martin Antolinez, Alvar Fañez Minaya, Guillen el de la Enseña, Diego Ordoñez de Lara, los sobri- nos del Cid y otros caballeros que seria asaz prolijo enume- rar; es inútil decir que componían parte de la hueste los soldados que pertenecieron á la banda del Vengador y sus antiguos capitanes Martin y Rui-Venablos. En otras ocasiones se vestia Burgos de luto cuando sus caballeros partian á la guerra; pero el dia á que nos referi- mos se regocijaban los habitantes de la ciudad, porque sabían que yendo aquella hueste acaudillada por el Cid Campeador, había de tornar victoriosa. Hasta Jimena, cuyo corazón solia quedar traspasado de dolor cuando Rodrigo se alejaba del hogar doméstico, parecía participar del contento y las espe- ranzas generales; fiaba que su esposo había de tornar de Andalucía coronado de nuevos laureles. Cómo brillaban el amor y el orgullo generoso y noble en sus bellos ojos cuando al despedirse de Rodrigo acercó al rostro de este el rostro sonrosado y angélico de un tierno infante que acariciaba en sus brazos! A pesar de aquella común alegría, de aquellas comunes esperanzas, había en casa de los señores de Vivar una mujer que lloraba al despedirse de uno de los que iban á partir en la hueste del Campeador: era Mayor, era la mal- hadada amante de Fernán que lloraba las infidelidades que de este temía una vez apartado de ella. Fernán se había arrepentido del mal trato que dos dias ántes la había dado: la había jurado fidelidad eterna en nombre de lo mas sagrado de cielo y tierra, pero ¿cómo fiar en los juramentos del que tantas veces los ha hecho y tantas los ha quebrantado? El Cid Campeador salió con su hueste de Burgos. Al* menon el rey de Toledo, consintió de buen grado que atra- vesase sus dominios porque continuaba viviendo en paz con Castilla como en tiempo de D. Fernando, al paso que estaba en guerra con sus correligionarios de Andalucía. Cuando supieron estos que el Campeador se encaminaba á ellos dieron la voz de alarma, y juntando un numeroso ejército acudieron á Sierra-Morena con objeto de disputar el paso á los castellanos. El Cid conoció las ventajas queCAPITULO XXXIX¿ -289 podría reportar si triunfaba de los infieles en aquel primer encuentro y se dispuso á embestir al enemigo con mas ím- petu, con mas valor, con mas furia que nunca, aunque su gente era inferior en número. Cuando los moros esperaban confiadamente que los caste- llanos se detendrían, si no volvian espaldas, se vieron em- bestidos con tal furor que les fué preciso retroceder largo trecho. Pero los cristianos eran pocos comparados con ellos, y la vergüenza les infundió valor para no seguir en retroceso, de tal modo que juraron morir todos ántes de abandonar de nuevo el campo. Entonces se trabó nuevamente la pelea con feroz encarnizamiento por ambas partes. La lid duró muchas horas, la sangre infiel mezclada con la cristiana corría á tor- rentes por todas partes; pero alguna potencia sobrehumana parecía ayudar á los cristianos, pues aunque los moros oponian veinte caballeros á cada uno de los del Cid, se declaró por este la victoria, y se declaró de tal modo, que muy pocos fueron los infieles que se salvaron del acero castellano. La hueste del Cid recogió el botín, que no dejaba de ser importante, y después de repartirle, siguió adelante con nuevo brío, con nuevas esperanzas de vencer en cuantas lides entrase. El Campeador tomó la via de Cabra. ¿Por qué prefería la conquista de aquella plaza á la de otras fortalezas mas cercanas y mas fáciles de tomar? Será, decian sus caballeros, para poder decir á su enemigo el conde de Cabra: — «Mira, yo he sabido conquistar lo que tú no supiste defender; con unos pocos centenares de hombres he tomado la plaza que no pudiste conservar con algunos miles de soldados; ya no eres conde de Cabra, que lo soy yo; deja ese título con que por tanto tiempo te has envanecido, porque ya no te per- tenece. » La hueste del Cid llegó al fin al condado de Cabra, cuyas fronteras estaban llenas de atalayas ó castillejos guarnecidos; aquellas fortalezas cayeron müy pronto en poder de los caste- llanos, y aunque el alcaide de la villa pedia auxilio á los moros sus vecinos, le pedia en vano, porque acobardados estos con el salto de Sierra-Morena y otros posteriores, solo curaban de reparar sus fortalezas y prepararse á la defensa propia, por si, como era de temer, se veian embestidos por los castellanos. Fuerte era la villa de Cabra por sus muros y por el nú- mero de los que la guarnecían cuando D. García la perdió, pero en ambos conceptos lo era aun mías cuando el Cid iba á reconquistarla; mas esto no obstó para qüe el de Vivar le pusiera cerco. Establecido este, faltaban á los castellanqs El Cid Campeadoh. 19290 EL CID CAMPEADOS. máquinas de guerra con que batir aquellos tortísimos muros; pero ¿ante qué obstáculos retroceden los corazones esforza- dos? Los obstáculos eran incentivos para el Cid. Arietes, catapultas, escalas, necesitaban los sitiadores, y las tuvieron muy pronto y la plaza se vió reciamente combatida por muchos lados. Sus defensores eran valientes, eran muchos y disponían de poderosos medios de defensa; los muros de Cabra se veian constantemente coronados de soldados que lanzaban continua y espesa nube de mortíferos proyectiles; pero el Cid apercibió á los suyos al asalto. Por cuatro dife- rentes puntos había sido vulnerado el muro; por los cuatro determinó el Cid asaltar simultáneamente la plaza, y así se hizo. Terrible, sangrienta, ferozmente lidiaron castellanos y agare- nos sobre los muros de Cabra; pero al fin la hueste del Cid se lanzó á la villa, y aunque los infieles, después de aban- donar los muros, defendieron palmo á palmo las calles y las casas, la santa cruz brilló aquel mismo dia sobre los minaretes musulmanes y Rodrigo Diaz de Vivar pudo llamarse conde de Cabra. Grandes eran las riquezas que los moros habían acumu- lado en aquella villa, y por consiguiente grande fué la presa de los conquistadores. Rodrigo Díaz hizo las particiones de aquellas riquezas reservando el quinto para el rey, según era costumbre, y para sí solamente la tierra conquistada aunque no solo le correspondía esta sino también la mejor parte del botín, y todos los que habían asistido á la conquista se dieron por liberalmente pagados y prorumpieron en entusiastas acla- maciones á su noble y generoso y esforzado caudillo. El Cid reparó la fortificación de Cabra, y después de dis- poner que quedasen guarneciéndola doscientos soldados esco- gidos en su hueste y capitaneados por Martin Vengador y Guillen el de la Enseña, se dispuso á tornar á Castilla con el resto de su gente. Qué alegres volvían á Castilla el Campeador y los suyos f Quedábanles cuatro jornadas para llegar á Burgos y caminz.- ban muy despacio; pero como el Cid recordase que faltaban dos dias para hacer un mes que habían emprendido el camino de Andalucía, se llenó repentinamente de inquietud y dispuso acelerar su marcha. Caminaron, caminaron dia y noche sin descanso, y así dieron vista á Burgos á los dos dias. — ¿Me dirás, Fernán, decia Alvar á este, por qué caminá- bamos ántes tan despacio, y ahora no nos da vagar nuestro amo? — Eso me da mucho que pensar, respondió el escudero; como no sea que el de Cabra y los suyos hayan movido guerra, y nuestro aino y señor vuele á sujetarlos....CAPITULO XXXIX. 291 — No puede ser, hermano, que los del bando de D. García debieron salir de Castilla casi al mismo tiempo que nosotros, y aunque el de Cabra tenia licencia del rey para permanecer en Castilla un mes mas, faltándole sus amigotes no habrá osado hacer de las suyas. — Tienes razón, Alvar; pero... Voto á Júdas Iscariote, ya caigo en lo que mueve á nuestro amo á caminar tan de prisa. Como que hoy mismo debe tomar D. García las de Villadiego, se apresura D. Rodrigo á entrar en Burgos ántes que él salga, para darle el pésame por la pérdida de su título de conde de Cabra y para decirle unas cuantas verdades que le saquen los colores á la faz. — Cierto, Fernán, eso debe ser. — No sé porqué me huelgo mas de llegar pronto á Burgos, si por tornar á ver á Mayorica ó por oir las lindezas que nuestro amo dirá al tal D. García... — Cierto que serán cosas de oir. — Bien merece el de Cabra ser escarnecido, no digo por nobles, sino también por los villanos mas ruines de Castilla. — Ofrezco cuatro misas á santa Gadea porque nuestro amo tope aun en Burgos á D. García. — Y yo otro que tal, Alvar. Aquí llegaban de su plática Fernán y Alvar, cuando des- cubrieron de lleno la ciudad cuyas torres se divisaban hacia rato. Hallábase la hueste á pocos tiros de ballesta de Burgos, cuando vieron 6alir de la ciudad una porción de caballeros con quienes iban á encontrarse. El Cid, que caminaba el primero, fué también el primero que conoció á los que salian de la ciudad, regocijándose no poco al ver que eran D. García y algunos de sus servidores y amigos. El conde de Cabra, cumplido el plazo que el rey le habia señalado para su destierro, salia de Burgos para alejarse de Castilla. La precipitación con que la hueste del Cid habia caminado era causa de que se ignorase en Burgos su próxima llegada y por lo tanto de que no hubiesen salido á su .encuentro los burgaleses; pero en el momento de encontrarse el Cid y Don García, comenzaba á despoblarse la ciudad saliendo sus habi- tantes á recibir á la victoriosa hueste. D. García, que sabia ya que el Cid se habia apoderado del condado de Cabra, no pudo disimular su enojo, su ira, su envidia, su desesperación al ver á Rodrigo. Era cobarde y por lo mismo no se hubiera atrevido en cualquiera otra ocasión á escitar el enojo de Vivar; pero entonces le hizo audaz el rencor que abrasaba sus entrañas. 19*292 EL CID CAMPEADOR. — Bien vengáis, el de Vivar, dijo á Rodrigo; seguid vis- tiendo piel de cordero para que nadie conozca que sois ra- poso .... — San Pedro de Cardeña! .. murmuró el Cid poniendo mano á su espada sin poder reprimir su enojo al oir aquel insulto; mas se contuvo al punto, y D. García continuó: — ¿Puede llamarse buen caballero el que rogó al rey qne prorogase el plazo de mi destierro para tener ocasión de insultar mi desgracia, de decirme: — «Sal de Castilla, no solo sin bienes, sino también sin el nombre de tus mayores, que ese nombre es ya mió, de hoy mas me engalanaré yo con él?» — Algún dia sabréis cuán terrible es la venganza del caba- llero á quien tan villanamente habéis escarnecido ... — Ya sabéis, D. García, replicó el Cid conteniendo su enojo, que en Castilla no hay caballero que tenga ménos derecho que vos á dudar de mi lealtad .... No me obliguéis á devolveros públicamente á la faz los insultos con que queréis mancillar lá mia. — El dia de mi venganza llegará, y entonces ¡ay de vos el de Vivar! — Hartas pruebas teneis de vuestra impotencia para ven- garos de mí. No temo vuestra venganza, aunque para lo- grarla uséis medios tan villanos como hasta aquí habéis usado vos y vuestros amigos. — Nunca será mi venganza tan villana como la vuestra. — D. García! esclamó el Cid con voz robusta, ahora mismo sabréis cómo se venga Rodrigo Diaz de Vivar del que le in- sulta, del que le odia, del que pagó asesinos para que le clavasen cobardemente el puñal. ¿Salís desterrado de Castilla sin saber á dónde ir á llorar vuestra desgracia? Id á vuestro condado de Cabra, que si vos no supisteis defenderle, yo he sabido recobrárosle. Si no os creeis bastante fuerte para de- fenderos de los moros, allí teneis á Guillen el de la Enseña, á Martin Vengador y doscientos soldados mas que defenderán vuestro condado de toda la morisma de Andalucía! ¿Com- prendéis ahora porqué supliqué á I). Sancho que prorogase un mes el plazo de cuatro dias que os dió para salir de Castilla ? El conde de Cabra, aturdido por la sorpresa y la alegría, murmuró . algunas palabras de gratitud y aguijó su caballo hácia Rodrigo para alargar á este la mano; pero el Cid no oyó aquellas palabras porque las ahogaron los Víctores de la multitud que se habia ido acercando, ni alargó su mano al encuentro de la de D. García porque al pronunciar su última paladra picó espuelas á Babieca y continuó su camino.CAPITULO XL. 293 CAPITULO XL. De cómo el conde de Carrion y sus amigos enredaron la madeja y otros la desenredaron. El conde de Carrion tenia algunos amigos en Toro y á allá se dirigió dos dias después de recibir la orden de destierro dictada por D. Sancho, dejando á su hermana en su castillo bajo la custodia de su sicario Bellido Dolfos. Doña Elvira, la señora de Toro, era una doncella tan con- fiada como buena, y no ocultándose esto á D. Suero y los de su bando, determinaron apoderarse á toda costa de su voluntad para establecer en Toro el centro de sus operaciones, pues se proponían conspirar contra D. Sancho á fin de vengar el destierro á que los hahia condenado. Hicieron creer á la in- fanta que se hallaba rodeada de peligros, que su hermano abrigaba el designio de reinar en todos los estados de su padre, y que el señorío de Toro era el primero de que in- tentaba apoderarse, pues por ser el mas débil le preferia para ensayar su plan de usurpación. — «Enemistemos, decian, á Doña Elvira con D. Sancho y este tratará de apoderarse de Toro; Don Alfonso, D. García y Doña Urraca saldrán á la defensa de su hermana temiendo que D. Sancho se apodere también de sus dominios avezado á la usurpación con la del señorío de Toro, y entonces el rey de Castilla perderá la corona porque no podrá resistir todos sus hermanos conjura- dos contra él.» Al mismo tiempo introducían la desconfianza acerca de las intenciones de D. Sancho en el corazón de D. Alfonso, en el de D. García y en el de Doña Urraca por medio de amigos de valimiento que tenían cerca de aque- llos. En una palabra, trazaron un vasto plan de conspiración que necesariamente los debia vengar del rey de Castilla. La crédula Doña Elvira se echó en brazos de aquellos hombres esperando únicamente de ellos su salvación, de modo que el conde de Carrion y los de su bando fueron muy pronto señores de Toro mas bien que la hija de D. Fernando. Siendo así, ¿no era fácil á aquellos traidores hacer que Doña Elvira declarase la guerra á D. Sancho? Y enemistado este con Doña Elvira ¿no lo estaba de hecho con todos sus hermanos? Y enemistado D. Sancho con todos sus hermanos, ¿no era segura su ruina? D. Sancho sabia que Toro era la residencia de sus mas encarnizados enemigos, que allí se conspiraba contra Castilla y que su hermana, léjos de reprimir á los conspiradores, los alentaba con su tolerancia y hasta los protegía decididamente^294 EL CID CAMPEADOR. por lo cual estaba en estremo descontento de Doña Elvira, á quien dirigía frecuentes reclamaciones, amenazándola con des- poseerla de su señorío si no variaba de conducta. Persuadida la infanta por sus desleales consejeros, con- testó á D. Sancho con arrogancia, diciéndole que si osaba atentar contra el señorío de Toro serian en contra suya todos sus hermanos, y se repartirían el reino de Castilla. D. Sancho era irascible y valiente, y aquella especie de desafío le indignó, con tanto mas motivo cuanto que creia que sus hermanos solo á su amor y su generosidad debian el no haber sido ya desposeídos de los estados que con per- juicio suyo poseían. Por otra parte, falleció su madre cuyos consejos eran los únicos que tenían sobre él un poder omní- modo, porque si bien tenia en mucha estima los del Cid, no siempre seguía ciegamente el parecer de este. — Mi hermana, esclamó lleno de furor al leer las cartas de Doña Elvira, piensa que temo á mis hermanos, y por Dios que me conoce muy mal. A mi madre prometí no declarar la guerra á mis hermanos y así lo he hecho; pero mis her- manos me la declaran á mí y la acepto. No falto á mi pro- mesa. Dentro de pocos dias el señorío de Toro será mió, aunque todos mis hermanos se aúnen para su defensa. — Señor, le decían Rodrigo Diaz y otros caballeros, acordaos de la maldición que llamó vuestro padre sobre la frente de aquel de sus hijos que osase quitar la herencia paterna á su hermano. Yed que Doña Elvira es una débil mujer, que mas que oprimida, debe ser protegida por vos, que ademas de ser su hermano sois fuerte. — No incurro en la maldición de mi padre contrastando la guerra con la guerra, replicaba D. Sancho; la maldición de mi padre caerá sobre la frente de quien me insulta y me desafía. Si tolero la arrogancia y la provocación de mi her- mana, todos mis hermanos me creerán débil y cobarde, y el dia que mas les plazca se atreverán á mí, ganosos de repar- tirse mis estados. Vean Doña Elvira y todos mis hermanos que no soy débil ni cobarde, y así no abusarán de mi gene- rosidad en lo sucesivo. El señorío de Toro ha de ser mió, aunque tan pronto como me apodere de él se le devuelva á mi hermana. El Cid procuró disuadir á D. Sancho de aquel intento, ma6 fueron inútiles sus consejos, en los que no quiso insistir enérgicamente por no ser inconsecuente con sus principios de que el rey debía obrar sin trabas de nobles ni de pecheros. D. Sancho reunió buen golpe de gente de armas y se pre- paraba á caer sobre Toro; mas hé aquí que habiendo pedido ayuda Doña Elvira á D. García, que era el mas poderoso de sus hermanos, este mandó á D. Sancho uno de sus caballeros,CAPITULO XL. 295 llamado Rui-Jimenez, desafiándole á que en vez de ir á tomar el señorío de Toro fuese á apoderarse del reino de Galicia, y tachándole de cobarde, pues atacaba á los débiles como Doña Elvira y no á los fuertes como él. El enojo que este mensaje produjo á D. Sancho fué mucho mayor que el que le causaron las provocaciones de Doña Elvira. El rey de Castilla consultó al Cid acerca de la contestación que debia dar á su hermano. — Procurad, le dijo Rodrigo, evitar la guerra con él, y si insiste en sus provocaciones, hacédsela sin olvidar que es vuestro hermano; mas para entrar en su reino teneis que pasar por el de León, y hacerlo sin el consentimiento de D. Alfonso, seria atraeros un enemigo mas. D. Sancho y D. Alfonso se vieron en Sahagun y convinie- ron en que el segundo dejase pasar el ejército castellano por el reino de León, en cuya virtud D. Sancho mandó á Alvar Fañez Minaya á desafiar á D. García. Aceptó este el desafío y juntó un buen ejército, con el cual se disponia á salir al encuentro de su hermano, que caminaba con numerosa hueste hácia Galicia; pero sus solda- dos que llevaban muy á mal el que se hubiese declarado la guerra á Castilla, pues preveían las desastrosas consecuencias de aquella declaración, se sublevaron en el momento de partir y mataron en presencia del rey á Rui-Jiménez, á quien cul- paban de haber aconsejado mal á D. García. Esta ocurrencia fué causa de que se disolviese el ejército del rey de Galicia, y así penetraron en el reino los castellanos casi sin obstáculo ninguno, y D. Sancho se apoderó de muchas plazas fuertes y particularmente de toda la parte de Por- tugal. Al fin reunió D. García un ejército bastante numeroso y salió al encuentro de su hermano. Trabóse la pelea con en- carnizamiento lidiando ambos reyes al frente de sus respec- tivas huestes, y después de pelear mas de medio dia, se de- clararon en desorden los castellanos. D. García logró hacer prisionero á D. Sancho y entregándole á seis de los suyos para que le guardasen, siguió al alcance de los fugitivos. — Dejadme, caballeros, gritaba D. Sancho á los que le custodiaban, lleno de ira por no poder regir su desordenada hueste, y de vergüenza al verse prisionero. Dejadme, que yo os prometo grandes mercedes y os doy palabra de no causar mas daños en vuestra tierra. — Por todo vuestro reino no lo haríamos, contestaban sus guardianes, que fuéramos traidores á nuestro rey y señor. Esperad que torne D. García y él hará de vos lo que sea de su agrado. Alvar Fañez Minaya vió desde lejos la prisión de Don296 EL CID CAMPEADOR. Sancho, y aguijando su caballo hácia los que le tenían, les gritó: — Traidores, soltad á mi rey y señor! Y como los que guardaban al rey no quisiesen obedecerle, ántes bien se preparasen á castigar su audacia, cerró con ellos y derribó dos á los primeros botes de su lanza. Los otros cuatro huyeron sobrecogidos de terror, y D. Sancho re- cobró la libertad y subiendo á la cumbre de un cerro, gritó á los suyos: — A mí, mis caballeros! á mí, mis leales y esforzados castellanos! Cuatrocientos caballeros acudieron á su voz en pocos ins- tantes , y los demas que peleaban dispersos aquí y allí ya muy apartados, cobraron ánimo y procuraron juntarse con el rey. El Cid, que en aquellas guerras acompañaba á D. Sancho sin tomar parte en la lid, pues quería cumplir lá promesa que habia hecho á D. Fernando el Grande de no esgrimir jamas su acero contra los hijos ó las hijas de aquel á no ser que aquel á quien sirviese se viera oprimido por su hermano y para salvarse necesitase su auxilio, el Cid, repetimos, habia quedado neutral algo apartado del campo de batalla; mas como supiese el conflicto en que se hallaba D. Sancho, creyó que debía acudir en su auxilio, y apareció con sus trescien- tos caballeros á la vista del rey cuando este se disponia á bajar á la llanura, donde continuaba la pelea, con la gente que habia podido reunir. Viole D. Sancho, y la alegría y la esperanza brillaron en sus ojos. — Bajemos á la llanura, dijo á sus caballeros, que viniendo el Cid en nuestra ayuda aun podemos recobrar lo perdido, aun quedará el campo por nosotros. Y añadió dirigiéndose al Cid: — Bien vengáis ' Campeador. Jamas llegó vasallo tan á tiempo para servir á su rey como vos llegáis ahora. — Señor, le contestó Rodrigo, podéis contar por cobrado el campo. Vuestro hermano será vencido; pero me habéis de prometer no matarle si le hacéis vuestro prisionero. — Yo os lo prometo, buen Cid, contestó D. Sancho. Y en seguida se encaminaron á la llanura yendo los pri- meros D. Sancho y el Cid. D. García, cansado ya del alcance, volvia muy contento (cantando dicen las crónicas, pero siempre seria algo ménos) y alabándose de que habia vencido á su hermano y le tenia puesto á buen recaudo; encontróse cara á cara con los caste- llanos al trasponer un cerro y se trabó la pelea, reuniéndosé todf^ las fuerzas de uno y otro bando.CAPITULO XL. 297 Aquella segunda lid fué tan sangrienta como la primera, pero mas corta. Los caballeros del Cid lograron romper la haz de D. García y la victoria se declaró por los castellanos. El Cid hizo prisionero á D. García y le entregó á Don Sancho. — D. García, dijo este á su hermano, decidme bajo palabra de caballero, qué destino me reservabais cuando há poco me prendisteis, que el mismo os quiero yo dar. — La muerte! contestó D. García entregado á la mas violenta desesperación. — Vuestro hermano no quiere verter la sangre de su her- mano, dijo el rey de Castilla; vuestro hermano os diera la libertad y os restituyera el reino que os ha ganado, si no te- miera que provocarais otra guerra en que cristianos viertan sangre de cristianos. Ya que no quisisteis vivir libre en vuestro alcázar de Oviedo, vivid prisionero en el castillo de Luna. — Hacéis bien en encerrarme, replicó D. García, que vuestro mayor enemigo soy porque enemigo me habéis que- rido y no hermano. Mas no faltará quien me saque de mi encierro; aun está libre el rey de León; aun me queda la esperanza de que herirá vuestra frente el rayo de la ven- ganza divina con que nuestro padre amenazó al Cain que atentase contra su hermano. — Vosotros, que no yo, sois los Caines, esclamó D. Sancho lleno de cólera; pero aquietándose en seguido, añadió: — Hermano, dejad insultos que solo pueden serviros para empeorar vuestra situación. Dadme palabra de vivir léjos de mis reinos donde yo haré que nada falte á vuestro decoro, y en cambio os daré ahora mismo la libertad. — Si la obtengo será para derribaros del trono que me habéis usurpado. — Pues viviréis y moriréis en un encierro puesto que así lo queréis! esclamó D. Sancho indignado. Y pocos dias después fué encerrado en el castillo de Luna el desgraciado D. García.298 EL CID CAMPEADOR. CAPITULO XLT. Desde Burgos á Vivar. Una mañana de estío, poco después de rayar el alba, salían de Burgos dos caballeros con dirección á Vivar; am- bos eran jóvenes y gallardos y caminaban hablando Con mucha animación y alegría, llevando pareadas sus cabalga- duras. Eran Guillen el de la Enseña y Martin Vengador. ■— Oh qué mañana tan bella! decia Guillen. — Cierto, contestó su compañero; es mucho placer el res- pirar el ambiente de las campiñas ántes de salir el sol. — Nosotros los que hemos pasado la vida en las aldeas, nos ahogamos en las ciudades. Mirad, Martin, mirad qué azul está el cielo, cómo cantan los pájaros en los árboles de esa cañada, y qué olorosa es la brisa que viene de hácia los tomillares del cerro. — Recuérdame esta mañana la de nuestra salida de Cabra al dia siguiente de la llegada de D. García á tomar posesión del condado que tan poco le había costado recobrar. — Dicen que Andalucía es mejor tierra que Castilla, y cierto que sus campos son mas fértiles y mas diáfano su cielo; mas, déme Dios vivir y morir en nuestra honrada Castilla, que no hay tierra como la patria. — Eso digo yo, Guillen; demas que en nuestra Castilla tampoco faltan feraces vegas, lozanas arboledas, olorosr.s flores, cielo azul y sol claro y vivificante. Castilla es por escelencia la tierra de la caballería, de la honradez y la gloria. Si Andalucía aventaja á Castilla en cuanto á su suelo, no así en cuanto á sus moradores; aquí mostramos el alma desnuda como nuestros campos, allí la muestran cubierta de hojarasca y flores como los suyos; como aquí apénas hemos consentido infieles, conservamos pura la sangre de los caba- lleros de Covadonga y Roncesvalles. — Pláceme caminar riberas del Guadalquivir, porque allí deleitan los árboles y las flores; pero mas me place caminar riberas del Ebro, del Tormes ó del Duero donde deleitan recuerdos de caballeros esforzados y de gloriosos hechos de armas. — Nada tenemos que envidiarnos los que moramos en España, que á todos nos ha dado Dios honra de que en- vanecernos y riquezas naturales que gozar. — El amor todo lo embellece, Martin; de mí puedo de- ciros que el amor me hace ver flores allí donde otros verían solamente rocas, palacios donde no hay mas que cabañasCAPITULO XLI. 299 ángeles donde solo hay hombres... ¿No os parece felicidad muy grande el tener una alma como la nuestra, el amar la tierra en que nacimos? .. . — Y sobre todo, contestó Martin sonriéndose alegremente, el amor á doncellas tan dignas de ser amadas como vuestra noble Doña Teresa y mi humilde Beatriz. Guillen exhaló un suspiro y desapareció de su rostro la alegría que hasta entonces había brillado en él. — Feliz vos que veis cuando os place á la que amais! esclamó el amante de la infanta de Carrion ... — Guillen, no está lejana el dia en que vos gocéis felicidad tan cumplida como la mia. ¿Por ventura estáis descontento de vuestra suerte? — No, Martin, no. Cuando considero que yo miserable criado del conde de Carrion, hijo de un pobre pechero, per- tenezco ya á la caballería, trato de igual á igual á los caba- lleros mas nobles de Castilla, merezco el amor del rey y el del Cid y soy mas rico que muchos de los que en Castilla se apellidan ricos-homes, paréeeme que la alegría me va á quitar la razón. ... Pero ¿cómo no queréis, Martin, que mi corazón no se entristezca cuando me acuerdo de la infanta á quien amo cada vez mas, á quien ha tanto tiempo que no veo, á quien Dios sabe cuándo veré? Si Doña Teresa tuviera á su lado una madre, ó alguien que la protegiese y la amase y consolase la tristeza de su corazón, no me fuera tan penoso el vivir tanto tiempo apartado de ella; mas no así hallándose en poder de su hermano, y lo que es peor, en poder del traidor Bellido, desde que D. Sancho desterró á D. Suero. — ¿Pero es posible, Guillen, que el conde de Carrion fie tanto de ese traidor que no contento con otorgarle su amistad le confíe el cuidado de su casa? ¿Es posible que le haya de- jado encomendados su hermana y sus sobrinos durante su ausencia? — Imposible parece, Martin, pero nada mas cierto. — ¿Y cómo os las habéis para recibir nuevas de lo que pasa en el castillo de Carrion? — Comunícamelas Doña Teresa por medio de un criado llamado Gonzalo que siempre fué adicto á su señora y aun á mí, al paso que anhela vengarse del conde, de quien ha recibido mas palos que cabellos tiene. — Y ciertamente me admira que Bellido le deje apartarse del castillo de modo que pueda venir á Burgos.. . — Há mucho que el conde se valia de él para mandar sus cartas á sus amigos, y á su partida para Toro donde ahora está, le dejó en Carrion para que prestara á Bellido el mismo servicio mediante algunas palizas que encargó á su amigo le diera cuando se mostrase rehacio á cumplir sus300 EL CID CAMPEADOR. mandatos. Bellido le envía con harta frecuencia á Burgos, cuando no con cartas para alguno de los valedores de los condes desterrados, que aun tienen en Castilla quien les ayude, para que se informe de lo que pasa, y espíe hasta al mismo rey D. Sancho. — Gran dicha es que tengáis ese medio de comunicar vos y la infanta. — Cierto, que si no, por el nombre que tengo os juro, Martin, que hubiera embestido ya el castillo de Carrion y hubiera muerto en mi empresa ó sacado de aquella prisión á la infanta. — Pues yo creo que aun así debiéramos dar un golpe de mano al castillo para librar de las garras del milano á la- desvalida paloma.. .. — Eso pienso hacer, Martin; y si ántes no lo he hecho, ha sido por temor de dar el golpe en vago; el castillo es fuerte de suyo y le defienden buenos ballesteros; mas cuento ya con amigos que me ayuden en mi empresa, como que hasta el mismo D. Rodrigo me auxiliará, si no con su brazo, con gente de armas, y espero que no ha de pasar este año sin que Guillen el de la Enseña se una ánte el altar con la in- fanta de Carrion. El dia en que tropecé con vos en el en- cinar y os decidisteis á ir conmigo á la guerra, si hubiera dicho al noble de ejecutoria mas humilde que aspiraba á la mano de la infanta de Carrion, me hubiera escupido á la faz ó me hubiera tenido por loco; mas hoy hasta el mismo rey de Castilla apoyará mi demanda. — Bendito sea el dia que recordáis, Guillen, esclamó- Martin considerando á su vez lo que él era cuando capitaneaba la banda y lo que era al servicio del Cid. Bendito seáis vos también, añadió, que de un miserable bandido que yo era, hicisteis un soldado á quien honra con su confianza y su amistad el Campeador, el mejor caballero del mundo... Bien me deciais que en los campos de batalla lavaria con sangre infiel la mancha que el mundo veia en la frente del bandido, que allí adquiriría poder para castigar el asesino de mi padre,, que de allí tornaría cien veces mas digno de unirme para, siempre con la doncella á quien amo....... — Muchos dias de gloria hemos alcanzado en la guerra, y aun espero que hemos de alcanzar muchos mas.. . — Plegue á Dios que tornemos pronto á lidiar con la morisma en vez de pasar el tiempo en estas malaventuradas guerras de cristianos contra cristianos... — Por desdicha de todos los buenos, paréceme, Martin, que las guerras que dices aun no han terminado. Creo que entre castellanos y leoneses ha de haber sangrientos combates dentro de poco, según se ponen las cosas........ La espadaCAPITULO XLI. 301 que me ciñó Mió Cid apostara á que ántes de dos meses se hacen obstinada guerra D. Sancho y D. Alfonso su hermano. D. Sancho ambiciona el reino de León, particularmente desde que ha conquistado el de Galicia, y D. Alfonso que lo conoce y al mismo tiempo da oidos á malos consejeros, da todos los dias pretcsto á un rompimiento, dejando traslucir la enemiga que tiene á D. Sancho. En estas y otras pláticas iban ambos mancebos, cuando dieron vista á Vivar, de lo cual se holgaron mucho porque la jornada, fresca y agradable al principio, se habia ido haciendo desabrida, como que el sol estaba muy alto y calentaba mas de lo que ellos quisieran. Y no era solo la esperanza de descansar á cubierto de los ardores del sol lo que mas les halagaba al llegar al término de su jornada de dos horas, que á tres no llegaban las que emplearon en ella; Martin amaba mucho á Beatriz y tornaba á verla después de haber estado algún tiempo ausente en la guerra de D. Sancho y D. García, y Guillen iba á contemplar aquella felicidad de su amigo y hermano de armas, en la cual gozaba como en la suya propia. Frente á la granja de Pero habia una hermosa huerta, donde abundaban los árboles frutales que aquellos laboriosos y felices labradores habian plantado y hecho crecer y fructi- ficar con sus cuidados, y allí estaban Beatriz y sus padres cuando Martin y Guillen asomaron por un repuesto que do- minaba la granja. Un grito de alegría se escapó al verlos de los labios de Beatriz que dejó caer la fruta que recogía en la falda y echó á correr al encuentro de nuestros enamorados mancebos, imi- tándola sus padres que se habian acostumbrado á ver un hijo no solo en Martin sino también en Guillen, porque rara vez iba aquel á Vivar sin que este le acompañara. Pocos instantes después servia Beatriz á sus padres y á los huéspedes un apetitoso almuerzo bajo los árboles de la huerta, y todos conversaban alegremente formando castillos en el aire y entregados á una felicidad que solo las almas buenas comprenden. Mas hé aquí que poco después de terminar el almuerzo oyeron el galope de' un caballo hácia la calzada que encami- naba á Camón y que pasaba á dos tiros de piedra de la granja. Todos dirigieron la vista hácia la calzada y Guillen exhaló un grito de alegría, pues en el que cabalgaba recono- ció á Gonzalo, al criado de D. Suero, el que solia traerle nuevas de Doña Teresa. Guillen atravesó corriendo una heredad y salió á la cal- zada al encuentro de Gonzalo, el cual se apresuró á des- cabalgar en cuanto le conoció.302 EL CID CAMPEADOR. — Gonzalo, seáis bien venido, le dijo Guillen en cuyo rostro se pintaban á la vez la alegría y la inquietud, ¿venís del castillo de Cardón? — De allá salí anoche, contestó Gonzalo, y os traigo cartas de mi señora. Tomad, añadió entregando un pergamino al mancebo. Guillen se apresuró á abrir aquel escrito que leyó con avidez. «Hoy mismo, le decía la infanta, parte á Toro Bellido Dolfos mi nuevo verdugo, y por pronto que torne no será hasta que pasen ocho dias. Guillen! há mucho tiempo que no os veo, há mucho tiempo que temo morir sin volver á veros; preguntad á Gonzalo cuando os entregue esta carta para cuándo estará de vuelta en el castillo, porque si venís á verme, como deseo, él os facilitará la entrada. Tened com- pasión de mí, no permitáis que muera entre estos sombríos muros sin volver á veros la que en vos funda las únicas esperanzas que le quedan en este mundo.» El enamorado mancebo imprimió sus labios en aquellos renglones medio borrados por las lágrimas de Teresa, y sintió húmedos sus ojos, como aquella triste y venturosa noche en que reveló su amor á la desventurada doncella en el campo de los bandidos. — Gonzalo! esclamó echando sus brazos al cuello del mensajero, cien vidas que tuviera os diera de buen grado en cambio de la felicidad que me proporcionáis, y aun así os creyera mezquinamente pagado. Ya no soy el mísero servidor de D. Suero que conocisteis un dia: tengo poder y riquezas con que recompensar vuestros favores. Continuad al servicio del conde para que podáis velar por Doña Teresa, que el dia en que vuestra señora no haya menester vuestros cuidados, os diré: — Ya no necesitáis emplearos en el servicio de nadie; ved las riquezas que he adquirido en la guerra; tomad los haberes que necesitéis para vivir libre y holgadamente donde mas os plazca. Ciertamente no era interesado Gonzalo, mas ¿cómo no re- gocijarse al vislumbrar la esperanza de vivir como Guillen le decía en vez de vivir espuesto siempre á los ultrajes y al mal trato á que estaba acostumbrado en casa del conde de Carrion? — Mi señora y vos, contestó, podéis disponer de mí, que dispuesto estoy á serviros cuanto pueda sin mas recompensa que la satisfacción de ser útil á los que han menester mi servicio. — ¿Creeis, Gonzalo, que me será dado penetrar en el castillo ahora que Bellido está ausente? — Mi señora y yo hemos hablado largamente de eso yCAPITULO XLI. 303 hemos convenido en que es muy posible poniéndonos antes de acuerdo. — ¿Cuándo estaréis de vuelta en Carrion? — Mañana por la noche, pues voy á Burgos con cartas que Bellido me dió ayer á su partida con encargo de traerlas hoy. — Pues bien, mañana por la noche á la hora que me di- gáis estaré al pié del castillo. — A media noche debeis acercaros á la poterna con mucho sigilo, aunque no hay temor de que los ballesteros os sientan, porque como Bellido los hace estar en vela todas las noches so pena de amanecer colgados en las almenas los que se rin- dan al sueño, querrán desquitarse durmiendo descuidados miéntras Bellido esté fuera del castillo. Yo espiaré por las saeteras vuestra llegada, y así que os vea acercar, os abriré la poterna para que entréis, y os facilitaré la salida por el mismo sitio así que hayais visto algunos instantes á Doña Teresa. — Bien, Gonzalo, no faltaré mañana á la hora que me decís. — Id con cuidado no os sorprenda una banda de saltea- dores que dicen se ha organizado en el condado de Carrion, donde no habian vuelto á parecer bandidos desde que des- aparecieron el Vengador y los suyos. — No olvidaré vuestra advertencia, Gonzalo; os doy gracias por ella. ¿Qué me decís de la infanta? — Que si sus penas no hallan alivio, será Dios tan injusto como los hombres para con ella. — No, Gonzalo, Dios no es injusto como los hombres: Dios recompensará las penas de la infanta con muchos años de cumplida felicidad; descídselo así, pues la veréis antes que yo. Y después de algunas palabras mas, se despidieron Guillen y Gonzalo, el primero tornando á donde le esperaban Martin y la familia de Pero, y el segundo continuando su camino hácia Burgos. El de la Enseña manifestó á Martin la carta de la infanta y su resolución de encaminarse á Carrion antes de tornar á Burgos con ánimo de arrancar del castillo a Teresa. — Yo os acompañaré, Guillen, dijo el Vengador, y pere- ceré con vos si es necesario. — Gracias, Martin! esclamó Guillen alargando afectuosa- mente la mano á su amigo; pero conozco el peligro que á vos y á mí nos amenazará así que nos acerquemos á Carrion y no acepto vuestro generoso ofrecimiento, porque... ¡ qué seria de esa buena y enamorada Beatriz si os perdiera para siempre 1304 EL CID CAMPEADOE. — Beatriz, replicó Martin, me tuviera por cobarde y me aborreciera con sobrado motivo si os viera correr al peligro sin acompañaros yo... Pues que, ¿no valen mas que mi vida la amistad con que me honrias y la dicha que me proporcio- nasteis haciéndome trocar el vil oficio de bandido por el de soldado? Guillen, partamos á Carrion cuando os plazca, que hasta el fin del mundo os seguiré contento aunque una celada nos espere á cada paso. Harto siento que Rui-Venablos no nos acompañe, mas es preciso que quede rigiendo la mesnada de Mió Cid en tanto dure nuestra ausencia. Guillen aceptó al fin el ofrecimiento de Martin. Pasaron ambos lo restante del dia y la noche inmediata en la granja de Pero, y á la mañana siguiente muy temprano tomaron el camino de Carrion. CAPITULO XLII. Desde Vivar á Carrion. A la caida de la tarde, Guillen y Martin dieron vista al Castillo, si bien se hallaban á larga distancia de él, y deter- minaron esperar la noche en un castañar muy espeso para continuar su camino así que oscureciese y caer sobre Carrion á media noche según habían convenido Guillen y Gonzalo. El sol tocaba ya al ocaso tiñendo de color de fuego el lejano horizonte. Guillen y Martin habían descabalgado y en tanto que sus caballos pacían entre los castaños, se hallaban sentados en un ribazo desde el cual se descubría un dilatado paisaje. Martin tenia fijos sus ojos en la estensa y frondosa vega de Carrion, cuya hermosura confirmaba lo que el dia anterior habían dicho, á saber, que la mano de Dios se había estendido también sobre Castilla al distribuir los mejores dones de la naturaleza. Guillen contemplaba el castillo de Carrion que se alzaba allá muy léjos medio velado por el humo de las rastrojeras incendiadas, como un negro fantasma que intentara poner espanto á aquella naturaleza risueña y •encantadora. — Ay! decia con el corazón oprimido y las lágrimas prontas á brotar de sus ojos, qué cerca está ese castillo maldito, y sin embargo, qué distancia tan grande me separa de la que suspira en él! Allí... entre aquellos sombríos muros está la dulce niña que no tiene en el mundo mas esperanza que mi amor!! ... Quién pudiera volar como esos pájaros que se despiden del dia cantando tristemente en lasCAPITULO XLII. 305 copas de estos árboles! Quién pudiera volar como ellos por ese diáfano espacio y posarse en aquella ventana que tantas veces ha regado Teresa con su llanto!.... Tal vez estará ahora la pobre niña asomada á aquella ventana acordándose de mí, pidiendo á la Virgen cuyo santuario se descubre en la colina inmediata, que guie mis pasos é infunda valor á mi corazón hasta llegar á su estancia!... Guillen y Martin abandonaron de repente su estática con- templación, y al volver la vista vieron á su espalda hasta medio centenar de hombres armados que salían de entre los árboles inmediatos. Ambos echaron mano á los aceros, pero aun no habian tenido tiempo para desnudarlos cuando aque- llos hombres se arrojaron sobre ellos con aspecto amenazador y los sujetaron gritando: — Si movéis piés ó manos, sois muertos! Guillen no dudó que se las habian con los bandidos de que le hablara Gonzalo. — Cobardes, les dijo, no teneis valor para lidiar brazo á brazo y frente á frente aunque sois veinte veces mas que nosotros, y nos rendís á traición sin darnos lugar á la de- fensa!. .. — Por el glorioso san Isidoro, esclamó uno de los ban- didos examinando con la vista á Martin, ó yo tengo ménos conocimiento que esas cabalgaduras, ó tenemos entre nosotros á nuestro antiguo capitán el valiente Vengador. — El Vengador soy, dijo Martin examinando á su vez á los bandidos que se apresuraron á soltarle como también á Guillen con manifiestas señales de respeto. — Cierto, añadió, que recuerdo haber visto á alguno de vosotros en mi banda. — Nosotros somos los que estuvimos en ella, contestaron cuatro bandidos, entre los cuales se contaba el que primero reconoció á Martin que parecía ser jefe de la partida. — ¿No os acordáis, dijo este último, de aquel Juan Cen- tellas, que el día de la muerte del Raposo propuso que se os aclamara capitán de los restos de la banda y os dijo que tenia una hija tan buena como la dama mos noble de Castilla, y por último os curó la herida que teníais en la cabeza? — Sí, sí, bien me acuerdo, contestó Martin. — También recordaréis que después del desgraciado asalto del castillo de Carrion se separaron de la banda algunos de los pocos que pudimos salvarnos, con esperanza de tomar antes venganza de D. Suero trabajando separados que unidos con nuestros compañeros? — Cierto, vos fuisteis uno de ellos. — Y los restantes, estos tres que aquí veis. Todos nuestros esfuerzos fueron inútiles, por lo cual tratámos de volver á la El Cid Caxpkador. 20306 EL CID CAMPEADOR. banda; pero al ir á buscarla, supimos que habia marchado á Portugal; y desde entonces vagamos por el condado de Car- rion, hoy con próspera fortuna y mañana con mala. ¿Sabéis, señor Vengador, que aquel Bellido Dolfos á quien tanto que- ríais, era el mas traidor que ha nacido de mujer? — Cierto, como que -él fué quien vendió la banda en Carrion.... — Eso os iba á decir. Y por mi alma que D. Suero es agradecido, pues le tiene en su casa tratándole á cuerpo de rey. . .. Ira de Lucifer si nosotros le echamos mano, que tras eso andamos hace tiempo! "No os acerquéis mas á Carrion, que si el tal Bellido os huele, cierto que lo pasaréis mal, porque ya sabéis que no es tan vuestro amigo como creí- ais .... — Pues al castillo de Carrion vamos, que ahora está ausente Bellido. — Poco fiara de sus ausencias el hijo de mi madre. No vayais allá, señor Vengador, y lo mismo aconsejo á ese mancebo aunque no sé quién es... . Mas... así Déos me salvo, ese mancebo es aquel que vino con Doña Teresa á nuestro campo. — El mismo es, contestó Martin. — Qué, ¿no sirve ya á D. Suero? — Lejos de servirle, hundiera su espada en él y en Bellido si los hubiera á mano. — Repítoos, señor Vengador, que no vayais á Carrion, porque me temo que os ha de ir allá muy mal. — Agradézcoos el interes que por nosotros os tomáis; mas vamos resueltos á entrar esta noche en el castillo, y no retro- cederíamos por todas las riquezas del mundo. — Ya que os empeñáis en seguir adelante, plegue á Dios depararos buena ventura. — Paréceme, dijo Guillen, que no debemos detenernos mas porque va siendo de noche y aun estamos léjos de Carrion. — Cierto, respondió Martin, y añadió dirigiéndose á los bandidos: — Os deseamos buena suerte, y si no lo habéis á enojo vamos á continuar nuestra jornada. — Continuadla en buena hora, contestó Juan Centellas; pero no nos diréis, señor Vengador, qué entendéis vos por buena suerte? — Por buena suerte entiendo que burléis la persecución de los Salvadores y... — Y que hayamos á las manos á Bellido y á D. Suero, para vengar en ellos la traición de antaño, no es verdad? le interrumpió el capitán de los bandidos.CAPITULO XLII. 307 — Eso iba á deciros, contestó Martin. En seguida los dos viajeros cabalgaron y continuaron hacia Carrion. Hacia largo rato que se habían separado de los bandidos, cuando creyeron oir ruido de gente á su espalda; paráronse á escuchar, pero como nada volvieran á oir, creyeron que alguna ráfaga de viento había traído hasta ellos aquel ruido de alguno de los caseríos diseminados en aquellas inmedia- ciones, y siguieron su camino silenciosamente. Al fin llegaron á la arboleda vecina al castillo y descu- brieron este por entre los árboles destacándose como una nube negra sobre el azul del lejano horizonte. Descabalgaron allí, envolvieron los cascos de los caballos con unos paños que llevaban al efecto, y merced á esta precaución se acer- caron á la poterna del castillo casi sin hacer ningún ruido llevando de la rienda las cabalgaduras. Un pañuelo blanco sacado por una saetera y que resaltaba sobre el fondo negro del muro se agitó un instante como lla- mándolos hácia aquel sitio. Ataron los caballos á los árboles y se encaminaron á la poterna que Gonzalo abrió inmediata- mente con el menor ruido posible. — Subid por la escalera secreta, dijo Gonzalo á Guillen, y bajad pronto, que os espero para cerrar la poterna en cuanto salgáis. Guillen que conocía los aposentos y las vias del castillo, tomó á tientas la escalera que Gonzalo le indicara, y Martin siguió tras él, ambos con la espada desnuda para evitar una sorpresa. No tardaron en hallarse en el piso alto del castillo y por consiguiente próximos á la habitación de la infanta. El corazón de Guillen latía con violencia; contra aquel corazón iba á latir dentro de un instante el de Teresa que tanto tiempo había latido doliente y solitario!... Ambos mancebos llegaron á la puerta del aposento de la infanta, y en aquel instante se abrió aquella de repente, y Teresa se precipitó hácia Guillen con los brazos abiertos y cayó al suelo sin sentido esclamando involuntariamente: — Guillen!!.. Guillen!! Y aquella esclamacion fué tan aguda que recorrió todos los abovedados aposentos del castillo. — Traición! traición! Al aposento de la infanta! contestó á la voz de Teresa una voz que Guillen y Martin conocieron con espanto, la voz de Bellido que había fingido ausentarse del castillo para sorprender á Guillen que no dudaba seria avisado por la infanta y acudiría allá así que á él se le creyera ausente. Un gran ruido de pasos, de voces y de armas sucedió al grito de Bellido. 20*S08 EL CID CAMPEADOS. La infanta seguía sin sentido á pesar de los esfuerzos que Guillen y Martin hadan por tornársele, y los pasos y las voces y el ruido de armas se acercaban. — Huyamos del castillo! dijo Martin. Tomad á la infanta en brazos y yo guardaré vuestra espalda y nos salvaremos, que si Gonzalo no nos vendía, estará abierta la poterna. Guillen tomó en brázos á Teresa, cuyo peso no podía em- barazar mucho su marcha porque aquella desventurada don- cella estaba consumida por el dolor, y seguido de Martin, corrió á la escalera por donde habian subido. Al poner el pié en los primeros escalones fueron alcanzados por Bellido y multitud de criados y ballesteros que los atacaron con furia; pero la escalera era estrecha y esta circunstancia favorecía á Martin que solo tenia que esquivar tres ó cuatro golpes á la vez. Al fin llegaron á la poterna que abrió de par en par Gonzalo. Este se puso al lado de Martin decidido á correr la suerte de los raptores lidiando contra Bellido y los suyos, y todos los combatientes se vieron fuera del castillo. En aquel instante se oyó una gran vocería entre los árboles inmediatos, y una porción de hombres se arrojaron como leones sobre la gente de Bellido en tanto que otros penetraban por la poterna obedeciendo á Juan Centellas que gritaba: — Aquí, mis valientes! unos al castillo y otros á esterminar á estos cobardes que atacan al Vengador! Las fuerzas se equilibraron entonces ó mas bien los que antes eran mas débiles fueron desde aquel instante los mas fuertes. El combate era sangriento y obstinado fuera y dentro del castillo, aunque en este las ventajas debian estar por parte de los bandidos porque los contrarios eran pocos, como que casi toda la gente de armas que guarnecía aquel había salido fuera en persecución de los raptores. A corta distancia del castillo había un monasterio de mu- jeres y hácia él se dirigía Guillen con su preciosa carga, oyendo detras de sí el ruido del combate. ¡Qué suplicio para aquel valeroso mancebo el oir á algunos pasos de distancia el choque de las espadas y no poder es- grimir la suya! Corría, volaba como si nada embarazase su paso, y si entonces le hubiesen preguntado porqué ansiaba mas llegar al monasterio, si por poner á salvo á la infanta ó por volver á lidiar al lado de sus amigos, hubiera vacilado en la respuesta. De repente se iluminaron la villa y sus cercanías coa una viva claridad. El castillo de Carrion era presa de las llamas! Guillen llegó á la puerta del convento, que era un edi- ficio mezquino habilitado recientemente para guarecer á laCAPITÜLO XLII. 809 comunidad que le ocupaba basta que la caridad cristiana construyese otro mas cómodo y suntuoso, y tiró con violencia de una cuerda que pendía sobre aquella haciendo resonar una campana. Las religiosas acudieron á aquella llamada y el mancebo se apresuró á decirles: — El fuego consume el castillo de los condes de Carrioñ; dad hospitalidad á la infanta Doña Teresa que he tenido la dicha de salvar de las llamas. Las religiosas se apresuraron á dar asilo á la doncella, y Guillen se alejó del monasterio encaminándose hacia el castillo á cuyas inmediaciones no rugía ya el combate. A pocos pasos encontró á Martin y á Gonzalo, y los tres se confundieron en un estrecho abrazo. — Martin! esclamó Guillen, la inocente paloma está ya libre de las garras del milano. — Y el milano, contestó el Vengador, huye perseguido por Juan Centellas y otros de nuestros favorecedores y las riquezas de D. Suero están en poder de los bandidos. — A Vivar, á Vivar! dijo Guillen, que Dios ha comenzado á descargar el rayo de su justicia sobre la frente de los malvados, y la espiacion será al fin completa. Gonzalo! aña- dió dirigiéndose al que les había facilitado la entrada en el castillo, venid con nosotros, que vais con vuestros mejores amigos. En seguida se dirigieron hácia donde habían dejado los caballos. Estos permanecían atados al tronco de Iob árboles. —Mi caballo es fuerte, dijo Guillen á Gonzalo, subid á sus ancas y veréis qué pronto perdemos de vista ese horrible espectáculo que. lastima y contrista mi alma... Dios mió! Dios mió! las llamas consumen la estancia de Teresa que yo quisiera ver eternamente conservada como sagrario de mis mas dulces recuerdos! Mirad qué llamaradas salen por la ventana á que tantas veces se ha asomado la infanta! Her- manos, alejémonos de aquí! Y los tres mancebos se dirigieron hácia el camino de Bur- gos, en tanto que las llamas, avivadas por un recio viento de levante, rugían en el castillo alzándose por cima de las alme- nas é iluminando con su siniestra luz la vega de Carrion hasta una larga distancia.310 EL CID CAMPEADOR. CAPITULO XLIII. De cómo un buen caballero se encargó de un mal mensaje. Preciso es confesar qüe la ambición dominaba á D. Sancho; preciso es también convenir en que la sinrazón, ó cuando ménos la imprudencia de sus hermanos, daba pábulo á aque- lla pasión. D. Sancho era altivo é irascible en demasía, y esta cualidad contribuía también no poco á que olvidase, al en- sanchar sus dominios, que aquellos á quienes atacaba eran sus hermanos y que, justa ó injusta, la voluntad de un padre moribundo debe ser eternamente acatada. No se engañaba Guillen al decir que muy pronto esta- llarían sangrientas guerras entre leoneses y castellanos. Los condes desterrados por D. Sancho, entre los que debemos contar al de Cabra, que no contento con el condado que tan generosamente le había recobrado el Cid, trabajaba de con- suno con sus amigos para vengar su destierro, aquellos condes, repetimos, influían en el ánimo de D. Alfonso del mismo modo que habían influido en el de Doña Elvira, para que el de León provocase al de Castilla á una guerra en que D. Sancho perdiese la corona y acaso la vida. Podía ser D. Alfonso quien perdiese una y otra; pero en este caso el conde de Carrion y los de su bando perdian muy poco, porque todos sus contratiempos se reducían á tener que ir á cumplir su destierro á tierra de moros, á Aragón ó á Navarra en vez de cumplirle en el reino de León. En aquel juego se esponian, pues, á ganar y no á perder. D. Alfonso conocía las miras ambiciosas de su hermano, y no dudaba que este tardaría muy poco en declararle la guerra con intento de quitarle el reino, fuese ó no provocado á ello, y se apresuró á ponerse á la defensa para no encon- trarse desprevenido cuando se realizasen sus temores. Sabedor D. Sancho de los aprestos guerreros de su her- mano, pidió á este esplicaciones acerca del objeto de aque- llos aprestos. La respuesta de D. Alfonso le satisfizo muy poco; se sucedieron las contestaciones cada vez ‘mas acalo- radas, y por último hubo rompimiento completo entre Castilla y León, sin que bastasen á evitarle los esfuerzos que el Cid y algunos otros honrados patricios hicieran al efecto. D. Alfonso pidió auxilio al rey de Navarra y al de Ara- gón; pero ántes que estos pudieran dárselo, juntó D. Sancho un buen ejército y se apresuró á entrar por las tierras de su hermano. Avistáronse ambos contendientes y vinieron á las manos cerca de un pueblo llamado Plantaca; pelearon conCAPITULO XLIII. 311 estraordinario esfuerzo y quedó la victoria por los castellanos, y el rey D. Alfonso, vencido y destrozada su hueste, hubo de retirarse á la ciudad de León, donde se dió prisa á rehacerse con objeto de embestir de nuevo á sus victoriosos enemigos. Alcanzó á estos cerca de Golpelara en la ribera del rio Garrion, trabóse una nueva batalla, y trocándose la fortuna, quedaron vencidos los castellanos sin que el Cid tuviera tiempo de tomar parte en el combate. Repugnaba mucho á Rodrigo Diaz el pelear contra los hijos de D. Fernando y solo se decidia á hacerlo cuando veia apurado á D. Sancho, á quien acompañaba en aquellas guerras. Al llegar al sitio de la pelea, encontró al ejército castellano destrozado y fugitivo y á D. Sancho en el colmo de la deses- peración. Animó á este último prometiéndole recobrar lo per- dido, recogió los soldados dispersos y ántes de rayar el alba embistió á los leoneses, que cargados de sueño y de vino, como dice Mariana, se hallaban muy léjos de pensar en cosa semejante. El mas espantoso desorden se introdujo en la hueste de D. Alfonso: unos huian, otros tomaban las armas sin concierto, todos mandaban y ninguno obedecía, por lo que fueron vencidos en muy corto espacio. D. Alfonso, vién- dose próximo á caer en manos de sus enemigos, huyó del campo y se encerró con algunos de los suyos en la iglesia de Carrion; pero los castellanos le cercaron y le obligaron á rendirse. D. Sancho le mandó preso i Burgos y siguió la conquista del reino de León. La ciudad de este nombre y otros pueblos se resistieron; pero al fin se entregaron, y en pocos dias quedó á devoción de D. Sancho todo el reino de D. Alfonso. Muchos nobles castellanos y leoneses, entre los cuales se contaban Doña Urraca, Peranzures y el Cid, interpusieron su valimiento para que D. Sancho dulcificase la suerte del pri- sionero. El rey de Castilla consintió en que su hermano fuese al monasterio de Sahagun y tomase el hábito de monje renunciando el estado de seglar. No permaneció mucho D.. Alfonso en aquel monasterio, pues, bien que la vida monástica le disgustase, bien que recelase de las intenciones de su hermano, ó bien que qui- siese ponerse en situación de recobrar el reino que habia perdido cuando se le presentase ocasión propicia, huyó á Toledo donde fué acogido benévolamente por Almenon que deseaba tener ocasión de cumplir la promesa que habia hecho al difunto D. Fernando de prestar á sus hijos la protección que este habia prestado á su hija Casilda. Díjole que en su reino podía estar todo el tiempo que quisiese, que él proveería á todas sus necesidades, de modo que solo echase de ménos el trono que habia perdido, y que le trataría como á hijo.812 EL CID CAMPEADOH. D. Alfonso hizo pleito homenaje á Almenon á quien prometió servir en las guerras que sostenía con otros moros comar- canos. Acompañábanle Peranzurcs y otros caballeros á quienes el rey de Toledo señaló sueldo con que pudiesen sustentarse, y su ordinaria ocupación era la caza, como que para mayor comodidad en este ejercicio edificó una alquería que sirvió de fundamento á la villa de Brihuega. Solo restaba á D. Sancho la ocupación de Zamora para poseer todos los estados que fueron de su padre. «La ciudad de Zamora», dice el autor de la «Historia general de España» que estaba muy pertrechada de muros, municiones, vituallas y soldados que tenia apercibidos para todo lo que pudiese su- ceder. Los moradores eran gente muy esforzada y muy leal y aparejados á oponerse en cualquier riesgo por cualquiera que los quisiese acometer. Acaudillábalos Arias Gonzalo, ca- ballero muy anciano, de mucho valor y prudencia y de cuyos consejos se valia la infanta Doña Urraca para las cosas del gobierno y de la guerra.» D. Sancho deseaba poseer aquella ciudad, con tanto mas motivo cuanto que estando á su devoción la de Toro que habia quitado á Doña Elvira, temía que los zamoranos se apoderasen de esta última ciudad estando muy cercanos á ella y siendo como eran atrevidos y fuertes; pero al mismo tiempo deseaba vivir en paz con Doña Urraca, á quien siempre habia querido mas que á los demas hermanos. Seguro de que ob- tendría á Zamora en cambio de otros lugares y no por las armas, determinó enviar allá al Cid á tratar de aquel cambio con la infanta. — Medio reino vale Zamora, dijo á Rodrigo; asentada está sobre peña, sus muros y sus torres son muy fuertes, y el Duero que corre á su pié le sirve de gran defensa. Si mi hermana me la diera, tuviérala en mas estima que todo el reino de León. A vos, buen Cid, que sois caballero de valía, ruego que vayais á Doña Urraca y la digáis que me dé á Zamora en cambio ó por haberes monedados; decidle que en cambio de Zamora le daré Medina de Rioseco, Villalpando con toda su tierra, el castillo de Tiedra, ó Valladolid que es villa muy rica, y le haré juramento con doce de mis vasallos de cum- plir fielmente mi promesa. — Señor, contestó Rodrigo, siempre me hallasteis y me hallaréis dispuesto á obedeceros, porque no de otro modo correspondiera á las mercedes que me habéis hecho y al en- cargo que vuestro padre me hizo al morir; mas si voy ¿ Zamora con el mensaje que queréis fiarme, creerá vuestra hermana, creerán los zamoranos, y aun castellanos y leoneses, que yo soy quien os ayuda á quitar á Doña Urraca el in- fantado faltando á la promesa que á vuestro padre hice.CAPITULO XLIII. 313 Ruégoos, señor, que eu este pleito os valgáis para todo de otros caballeros ménos obligados que yo á apartarme entera- mente de él. — No os envío, contestó D. Sancho, á amenazar á mi hermana, sino á que la hagais pacíficas proposiciones. ¿Cuál es el caballero castellano que sea tan respetado como vos de los zamoranos y cuyas palabras tengan tanta fuerza como las vuestras en el ánimo de Doña Urraca? ¿O temeis, Rodrigo, que las promesas que hagáis en mi nombre á mi hermana no sean por mí cumplidas? — Me ofendéis, señor, sospechando que Rodrigo Diaz pueda dudar de las promesas de su rey. — Pues id á Zamora é inclinad á mi hermana á que me ceda su infantado, que como amigo os lo suplico y como rey os lo ordeno. — Al amigo cumple acceder á la súplica del amigo y al vasallo obedecer la orden del rey. Aquel mismo dia se encaminó el Cid á Zamora, donde hacia tiempo se esperaba ver llegar mensajeros de D. Sancho á intimar á Doña Urraca la entrega de la ciudad. Al acer- carse á esta Rodrigo, se hallaba la infanta en su palacio oyendo el consejo de Arias Gonzalo y otros nobles. Los zamoranos, cuando descubrieron desde los muros á Rodrigo Diaz y los que le acompañaban, que se dirigían al postigo viejo para entrar en la ciudad, comenzaron á dar voces y lamentos viendo llegado el instante que hacia tiempo se temia, y la guarda del postigo se puso en actitud de es- torbar la entrada á los castellanos. Doña Urraca oyó la vo- cería y la alarma, estendida ya por toda la ciudad, y como preguntase y la dijesen la causa, corrió á una ventana que daba á la parte esterior del postigo, aunque los caballeros que la rodeaban trataron de impedirlo temerosos de que se le arrojara desde fuera algún venablo. Entonces fué cuando, viendo al Cid al pié del muro de la ciudad, le dirigió aque- llas amargas quejas que se han conservado, merced quizá á la forma métrica que mas tarde se les díó: Afuera, afuera, Rodrigo, El soberbio castellano! Acordársete debiera Aqnel buen tiempo pasado Que te armaron caballero En el altar de Santiago, Mi padre te dio las armas, Mi madre te dió el caballo, Vo le cnlzé espuela de oro Porque fueses mas honrado.314 EL CID CAMPEADOR. Rodrigo alzó la vista al oir aquella reconvención que tan distante se hallaba de merecer, y sintió su corazón lastimado, no tanto porque aquellas paiabras arrojaban sobre él la mancha de desleal é ingrato, como por el dolor que denotaba Doña Urraca que vestía aun luto por la muerte de su padre y por la muerte de la felicidad que por tantos años había reinado entre su familia; la infanta tenia la faz descolorida y flaca y sus ojos derramaban dos torrentes de lágrimas. — Señora, contestó Rodrigo, aquietaos y admitidme á vuestra presencia, que no vengo á vos como enemigo ni jamas Rodrigo Diaz de Vivar hará armas contra la hija de D. Fer- nando el Grande. Doña Urraca se aquietó con estas palabras y dió órden para que se permitiese al Cid entrar en la ciudad. Un instante después se hallaba el honrado castellano en presencia de la infanta, á la que besó la mano hincando re- verentemente la rodilla, y dijo el mensaje de que D. Sancho le habia encargado. Doña Urraca volvió á prorumpir de nuevo en llanto. — Triste de mí! esclamó. ¿Qué es lo que quiere de mí D. Sancho? Qué mal ha cumplido la voluntad de nuestro padre!... de nuestro padre, que llamó la maldición divina sobre el hermano que atacase á su hermano! Apénas murió nuestro padre, quitó toda su tierra á mi hermano D. García y le puso en prisiones; luego quitó el reino á D. Alfonso que viéndose tan mal tratado de cristianos tuvo que pedir amparo á los moros. Despojó de Toro á mi hermana y ahora quiere tomarme á Zamora!... D. Sancho sabe que sus hermanos son harto débiles ya para lidiar con él frente á frente; mas donde falta la espada de los leales suele hacer su oñcio el puñal de los traidores, y si D. García está preso é incomu- nicado, no así D. Alfonso, que es libre aunque está en tierra de moros. Doña Urraca lloraba sin consuelo al hablar así sin que las palabras de Rodrigo y las de otros caballeros bastasen á contener su llanto. — Enjugad vuestras lágrimas, señora, la dijo el viejo Arias Gonzalo, cuyas palabras eran las que mas autoridad tenían sobre la infanta, no lloréis, que no con lágrimas se remedian las cuitas. Consultad á vuestros vasallos, decidles lo que Don Sancho pretende, y si ellos lo han por bien, dad al rey el infantado de Zamora; mas si no les pareciese que debeis ha- cerlo, defendamos todos á Zamora hasta morir como esforza- dos y buenos. D. Sancho os pide el infantado so promesa de daros otros lugares en cambio; mas ¿cómo cumplirá sus pro- mesas quien tan mal cumple la voluntad de su padre? Yo por mí os aconsejo que no deis la ciudad á vuestro hermano.CAPITULO XLIII. 315 Debemos morir en ella ántes que entregarla cobardemente, y creo que todos los zamoranos serán de mi parecer. ¿Queréis saberlo, señora? ¿Queréis saber si vuestros vasallos están resueltos á defender vuestro patrimonio? A la puerta de este alcázar bulle la multitud deseosa de saber vuestra reso- lución... Permitidme preguntar á vuestro pueblo si se atreve á arrostrar las iras de D. Sancho ó prefiere ver á su señora despojada del señorío que legítimamente le pertenece. Así diciendo, Arias Gonzalo se acercó á una ventana que daba á una ancha plaza que se estendia frente al alcázar. En efecto, la multitud bullía en aquella plaza, inquieta por saber cuál era el mensaje que el Cid había traído, pues nadie du- daba que aquel mensaje era de gran importancia para los zamoranos cuando para traerle se había escogido á aquel fa- moso caballero. — Zamoranos! gritó el viejo Arias Gonzalo cuyas primeras palabras impusieron religioso silencio á la muchedumbre. El rey D. Sancho pretende de Doña Urraca, señora nuestra, la ciudad de Zamora en cambio de otros lugares que promete darla. ¿Queréis que la infanta acceda á las pretensiones de su hermano, ó estáis dispuestos á lidiar como buenos en de- fensa del infantado? — Queremos morir lidiando en los muros de Zamora! fué el grito universal que respondió á Arias. — Zamora por Doña Urraca! Zamora por Doña Urraca! continuó gritando la multitud, y entonces el anciano se volvió hácia la infanta y la dijo: — Ya oís, señora, el parecer de vuestros vasallos. — Pues bien, contestó Doña Urraca revistiéndose de va- ronil altivez; buen Cid, decid á D. Sancho que su hermana y todos sus vasallos morirán cercados dentro de Zamora ántes que entregarle la ciudad. — Esa respuesta daré á mi rey y señor, dijo el Cid; de- jadme besar vuestra mano de nuevo en fe de que cumpliré mi promesa de no hacer armas contra vos. — Ya sé, D. Rodrigo, que sois un honrado caballero, con- testó la infanta dando á besar su mano al Cid; sé también lo que puede vuestro consejo para con D. Sancho. Decidle que desdora á los fuertes el oprimir á los débiles; decidle que recuerde el amor que siempre le tuve; decidle que por mucha que sea su ambición deben bastarle los estados que posee; decidle que caerá sobre él la maldición de nuestro padre; y decidle, en fin, que soy su hermana. Rodrigo Diaz salió del alcázar de Doña Urraca seguido de los caballeros castellanos que le habían acompañado. La muchedumbre que aun se hallaba apiñada en la plaza ru- giendo de furor contra D. Sancho, calló al verle y le abrió paso316 EL CID CAMPEADOS. respetuosamente. Tal era la estima en que tenían en todas partes á aquel valiente caballero. Al atravesar Rodrigo por medio de la muchedumbre ten- dió la vista por la ancha plaza, en la que se veian caballeros y villanos, jóvenes y viejos, gente en fin de todas condiciones y de todas edades, y creyó ver al conde de Carrion y á al- gunos otros de los nobles desterrados por D. Sancho. Poco después, al alejarse de la ciudad, volvieron á esta la vista los castellanos y vieron los muros coronados de gente en actitud defensiva; y oyeron el ruido de las herramientas ocupadas en el reparo de las fortificaciones. — Ay! esclamó entonces Rodrigo, cuánta sangre cristiana van á derramar la ambición de D. Sancho y la maldad de los que atizan estas discordias! CAPITULO XL1V. El cerco de Zamora. Triste y apenado tornaba Rodrigo Diaz á dar la repuesta de Doña Urraca á D. Sancho, porque conocía que podrían mas en este la ambición y el enojo que la voz de la sangre y de la razón. El rey le esperaba impaciente porque no quería dilatar la agregación de Zamora á sus dominios, ya fuese convencionalmente ó ya por medio de las armas. Así que Rodrigo apareció á su presencia se apresuró á preguntarle la contestación de su hermana. — Señor, le respondió el Cid, la infanta teme que una vez despojada de su señorío no la deis los lugares que la ofrecéis á trueque de Zamora. .. — Vive Dios, le interrumpió D. Sancho encolerizado, que he sido muy necio en hacer proposiciones pacíficas á quien tan poca fe da á mis promesas! En suma, consiente mi hermana en cederme el infantado? — Antes bien está resuelta á defenderle á toda costa, pues tal es el amor que la tienen sus vasallos que yo mismo los he oido jurar que defenderán el señorío de Doña Urraca hasta morir con las armas en la mano... — Pues morirán y Zamora será raia! — Señor, dad oidos á la razón; considerad que vais á lidiar contra una débil mujer y mas que todo, contra vuestra hermana.... — No es tal la que rechaza la paz que le ofrezco, la que así me ofende dudando de mis promesas, la que desconoce la usticia que me asiste al querer recobrar los estados que seCAPITULO XLIV. 317 me usurparon fundándose en la disposición de un moribundo cuya razón estaba ya trastornada por el hálito de la muerte... — Zamora es tan fuerte por sus muros y por sus defen- sores que ántes que la toméis, la sangre cristiana ha de acrecer la corriente del Duero... Dejad, señor, ese mezquino pedazo de tierra á vuestra hermana, y aumentad vuestro reino con otras conquistas mas ricas y mas gloriosas: sois valeroso y teneis buenos soldados... id á tierra de moros y pelead, que así ensancharéis vuestros dominios y alcanzaréis honra cuyo valor nadie pueda poner nunca en duda.. . — Rodrigo! esclamó D. Sancho irritado, abogáis por mi hermana de tal modo que se os creyera de su bando. — Perdonadme, señor, si algo me aparto del respeto que el vasallo debe á su rey; pero debo deciros que todos los buenos caballeros están obligados á salir á la defensa de los débiles, y yo cumplo con lo que debo á mi hidalguía abo- gando por vuestra hermana... — Quiero evitaros el disgusto de presenciar la humillación de Doña Urraca, haciéndoos alejar de Castilla. Salid dester- rado de mi reino en el término de nueve dias, que si hasta hoy habéis sido buen vasallo, ya no lo sois, pues contrariáis la voluntad de vuestro rey en vez de ayudarle á aumentar sus estados. — Obedecer vuestras órdenes me toca, contestó el Cid con humildad. Y aquel mismo dia se apartó de la corte para cumplir su destierro, seguido de muchos caballeros que voluntariamente iban á participar de su desgracia. El llanto del pueblo cas- tellano le acompañaba por todas partes y todos mostraban en el semblante y en las palabras la indignación que les causaba la conducta de D. Sancho. No tardó este en arrepentirse de su ingratitud; pronto su conciencia y las palabras de los nobles que asistían á su corte le hicieron ver cuán injusto habia sido con el Cid y cuántos males podia traer sobre Castilla el destierro de tan buen caballero. — Id, dijo á Diego Ordoñez de Lara, id al alcance del de Vivar, y rogadle en mi nombre que torne á mi lado; de- cidle que le alzo del destierro y que mi mayor dicha será verle tornar á mi lado libre de todo resentimiento. Diego Ordoñez de Lara se apresuró á obedecer al rey, y ¿ dos horas de jornada alcanzó al Cid, á quien dijo el en- cargo que D. Sancho le habia dado. Rodrigo volvió con el mensajero, y el rey, en vez de darle la mano que él le quiso besar, le dió los brazos con muestras de cariño y le rogó que olvidase para siempre su injusto rigor. Nada bastó á hacer desistir á D. Sancho de su determinación318 EL CID CAMPEADOR. á apoderarse de Zamora, aunque muchos caballeros, entre los cuales se distinguió el de Lara, unieron sus súplicas y sus ruegos á los del Cid para que dejase á la infanta en quieta posesión de su señorío. D. Sancho reunió un buen ejército y los pertrechos necesarios al asedio de una plaza fiíerte, y se encaminó á Zamora acompañándole el Cid, si bien este iba resuelto á no quebrantar sus promesas de no desnudar su acero contra Doña Urraca. Llegado sobre Zamora, intimó nuevamente á la infanta la entrega del señorío; pero los zamoranos que coronaban los muros de la ciudad contestaron con sus gritos y sus amena- zas que estaban resueltos á morir antes que rendirse y lo mismo contestó Doña Urraca. Entonces D. Sancho se apre- suró á establecer el cerco que desde el primer dia fue muy apretado. La gente de D. Sancho no habia ido muy gustosa á atacar á los zamoranos, pero los gritos y los insultos de estos que siempre son comunes entre sitiados y sitiadores, hicieron olvidar á los castellanos la mala causa que defendían y pronto vieron en los zamoranos enemigos y nada mas. El cerco de Zamora quedó definitivamente establecido. Los castellanos intentaron asaltar los muros; pero fueron rechazados con heróico valor, y los defensores de la ciudad cobraron nuevo aliento con este primer triunfo. Los asaltos se repitieron con frecuencia y siempre con infeliz resultado para los sitiadores, lo cual aumentaba mas y mas la saña de estos últimos, y particularmente la de D. Sancho que no es- peraba tan tenaz resistencia de la débil mujer que se oponia á sus ambiciosos planes. D. Sancho tenia su tienda en una colina que distaba al- gunos centenares de pasos de la ciudad, frente á uno de los portillos que daban entrada á esta. Desde allí se descubría á Zamora, cuyos muros y cuyas torrps estaban siempre co- ronados de gente que desafiaban á la de fuera con sus gritos y con el blandir de sus armas. Tres veces embistieron los muros durante una noche los castellanos, á cuyo frente se veia al mismo D. Sancho en los ataques mas arriesgados; pero todos inútilmente, porque aquellos muros eran poco mé- nos que inespugnables, tanto por su solidez y altura como por el valor de los zamoranos. Al salir el sol el dia siguiente á aquella sangrienta noche, estaba D. Sancho delante de su tienda contemplando la altiva ciudad y meditando nuevos me- dios para tomarla. Sus caballeros, abrumados de sueño y de fatiga, dormían diseminados en el real; pero él, D. Sancho el Fuerte, no habia querido entregarse al descanso, porque la energía de su alma era superior á las debilidades físicas. Sus ojos estaban constantemente fijos en aquella orgullosa ciudad, laque hubiera querido reducir á escombros con su mirada.CAPITULO XLIV. 319 Ninguna empresa se presentaba nunca á sus ojos imposible de llevar á cabo, pero la de tomar á Zamora le parecía ya, si no imposible, al ménos dificilísima, porque la ñor de sus guerreros habia perecido al pié de aquellos muros, y al paso que habia disminuido el ánimo de los suyos, habia acrecido el de los zamoranos. El altivo monarca consideraba la ver- güenza de que se iba á cubrir el dia en que tuviese que le- vantar el campo y el mundo entero supiese que no habia po- dido subyugar á una débil mujer, y en aquel instante hubiera aceptado la muerte con tal de espirar viendo rendida á Zamora. Cuando mas embebido se hallaba en estas consideraciones, hé aquí que oye una gran vocería hácia la ciudad y ve salir por el portillo que estaba en frente del real una porción de caballeros en pos de un hombre que los precedía á cuarenta pasos de distancia. D. Sancho creyó que los zamoranos hadan aquella salida con ánimo de atacar el real y lo mismo creyeron los centinelas de este. Empezóse á difundir la alarma entre los castellanos; pero cesó de repente viendo que solo se dirigía á ellos aquel que precedía á los zamoranos, pues estos tor- naban á la ciudad por el postigo que les diera salida. — Key D. Sancho, gritaron desde los muros en el momento de acercarse aquel hombre al campo de los sitiadores, rey D. Sancho, guardáos de Bellido Dolfos que va á vuestro campo ganoso de haceros traición. Si traición os hiciese, no nos la imputeis, que Arias Gonzalo y todos los buenos de Zamora os avisan. Bellido oyó aquellas voces, y llegando jadeante, se postró á los piés del rey esclamando: — Señor, no creáis á los zamoranos. Arias Gonzalo y los suyos me calumnian porque temen que toméis la ciudad si dais oidos á mis palabras, pues saben que puedo mostra- ros un sitio por donde toméis á Zamora. D. Sancho alargó la mano á Bellido y le alzó con bene- volencia, diciéndole: — Os creo, y se me tuviera por sandio y desatinado si fiara de los ique me insultan y combaten mi autoridad y no del que viene á mi campo á recibir órdenes á mis piés. — Gracias, señor! esclamó Bellido. Zamora seria vuestra ántes de dos dias si os guiarais por mi consejo, porque no léjos de aquí hay un portillo por donde pudierais entrar en ella; pero temo que después de oir la acusación de traidor qüe me ha dirigido Arias, desconfiéis de mí y sean vanos mis deseos de serviros... — No, no serán vanos, Bellido; no desconfío de vos, y si queréis que os lo pruebe, decidme por dónde debo asaltar el muro y veréis cómo hoy mismo combato allí al frente de mis soldados.320 EL CID CAMPEADOR. — Pues bien, señor, venid conmigo y á la vuelta de aquel adarve que veis á nuestra diestra, os mostraré el portillo del Cambrón por el que entraréis en Zamora con tal que no ol- vidéis las instrucciones que á la vista del mismo portillo quiero daros.... — No perdamos tiempo, honrado Bellido, vamos ahora mismo á reconocer el portillo que decís y hoy mismo penetrare- mos por él y abatiremos el insolente orgullo de los zamoranos. D. Sancho cabalgó lleno de alegría y se dispuso á partir con Bellido. Los caballeros que le rodeaban, entre los que se contaban el Cid y Diego Ordoñez de Lara, hicieron ademan de aparejarse á ir con el rey y como lo notase Bellido, se apresuró á decir á D. Sancho: — Señor, pluguiéramo mucho que fuéramos vos y yo solos para no llamar la atención de los de la ciudad, que fortificarán inmediatamente el portillo abandonado si conocen que por él los vais á atacar; mas, como teneis motivo para desconfiar de mí, justo es que vuestros caballeros os den guarda... — Bellido, dijo D. Sancho algo despechado al ver que el tránsfuga no estaba enteramente convencido de que fiaba en su lealtad, os repito que fio en vos y os lo aseguro bajo mi palabra de rey y de caballero. Y volviéndose á los que se preparaban á acompañarle, añadió: — Permaneced en el real, que no he menester vuestra guarda. — Señor, dijo el Cid, nosotros iremos con Bellido, quedad en vuestra tienda ó permitid que os acompañemos. Pero 1). Sancho no escuchó las palabras de Kodrigo por- que partió con Bellido, costeando los muros de la ciudad, procurando ambos ocultarse entre los árboles para no ser vistos de los enemigos. Pronto se hallaron á considerable distancia del real aun- que no á tanta que los caballeros que habían quedado en este los hubiesen perdido completamente de vista. D. Sancho montaba un brioso caballo cuya impetuosidad le costaba trabajo sujetar, y como Bellido le dijese que ya se acercaban al portillo del Cambrón, se adelantó algunos pasos sin poder dominar su impaciencia por ver aquella via que creia le iba á conducir al término que tanto ansiaba. Bellido aprovechó aquella ocasión para llevar á cabo el in- fernal intento que le había conducido al campo de los caste- llanos : apuntó á su sabor un venablo y lanzándole con fuerza, traspasó con él el pecho del desventurado rey. D. Sancho lanzó un doloroso grito y asió el dardo sin duda no tan deseoso de librarse de él como de devolverle al asesino; pero sus esfuerzos fueron inútiles porque al punto leCAPITULO XLIV. 321 abandonaron las fuerzas y con mucha dificultad pudo soste- nerse en el caballo. — Corred mis caballeros, gritaba el rey luchando con la muerte que por instantes apagaba su aliento, corred al trai- dor que me ha herido! El Cid se apresuró á montar en Babieca para perseguir al asesino que huia á refugiarse á Zamora, en tanto que Don Diego Ordoñez de Lara y otros caballeros se encaminaban precipitadamente hácia donde yacía D. Sancho. El Cid, con la precipitación con que había cabalgado se había olvidado de calzarse las espuelas, por lo cual su caballo no corría lo que el indignado caballero deseaba. Bellido se acercaba ya á un postigo y por mas que el Cid golpeaba con el talón y el cuento de su lanza los hijares de Babieca, no daba alcance al traidor regicida. Este llegó al fin al portillo y penetró por él sin que nadie se le opusiera. Rodrigo, ciego de ira, quiso entrar tras él á la ciudad, pero el portillo se cerró de repente y el Cid esclamó desesperado: — Maldiga Dios al caballero que cabalga sin espuelas! D. Sancho acababa de espirar en aquel instante y los la* mentos y los gritos de furor que en torno suyo daban los ca- balleros castellauos henchían el aire y llevaban la consterna- ción y el espanto por todo el campo de los sitiadores. Diego Ordoñez de Lara se apartó del cadáver de su rey llorando de dolor y de coraje y se dirigió á una eminencia que dominaba la ciudad y caía cerca de esta. — Zamoranos! gritó desde allí con voz de trueno. Todos sois fementidos y traidores porque habéis acogido en la ciu- dad á Bellido que ha dado muerte á D. Sancho, mi buen rey y señor. Traidores son los que favorecen á traidores, y por tales os reto yo Diego Ordoñez de Lara. Por traidores y fementidos y aleves os reto á todos, á los grandes y á los chicos, á los varones y á las hembras, á los vivos y á los muertos, á los nacidos y á los por nacer, á los peces y á las aves, á los ganados y á las aguas, á las yervas y á los árboles y á cuanto es y será en Zamora, que todo será es- terminado por mi saña. Arias Gonzalo que oyó el reto del de Lara, contestó desde el muro: — Si los zamoranos fueran capaces de cometer la traición de que os quejáis vos, el de Lara, Arias Gonzalo y sus hijos sirvieran á moros ántes que servir á Doña Urraca. Recordad que avisámos á D. Sancho que Bellido iba al real con intento de cometer traición, y aquel aviso nos disculpa. Mas si mantenéis vuestro reto, yo le acepto, que si soy viejo para lidiar con vos, hijos tengo tan honrados como animosos que serán con vos en campo. El Cío Campeador. 21322 EL CID CAMPEADOR. — Eso es lo que deseo, dijo el de Lara; en el campo he de probar que son aleves y fementidos los zamoranos. Arias Gonzalo se dirigió á los que coronaban los muros y á los que henchían la plaza frontera al palacio de la infanta y les dijo: — Varones, grandes y chicos, nobles y pecheros! si entre vosotros hay alguno que tenga parte en la traición de Bellido, dígalo al punto, que yo mas quisiera irme á Africa desterrado que ser vencido en el campo por fementido y alevoso. — No, no! gritaron todos; no haya salvación para nuestra alma si en esa traición tenemos parte. — Oid, el de Lara, gritó Arias: Zamora acepta el reto que la habéis dirigido y Arias Gonzalo ó los suyos lidiarán con vos. Aquel mismo dia abandonaron el campo muchos castella- nos y partieron á Castilla con el cadáver de D. Sancho, el que condujeron á Oña donde fué enterrado. Aquel mismo dia acordaban zamoranos y .castellanos el dia, el sitio y las condiciones del duelo provocado por el de Lara. Aquel mismo dia se hacían activas pesquisas en Zamora con objeto de prender á Bellido Dolfos para entregarle al furor del pueblo indignado de su alevosía, aunque esta se habia cometido en un enemigo implacable. Aquel mismo dia se descolgó Bellido Dolfos por el muro que daba sobre el Duero procurando no ser visto, y así que salió al campo, se dió prisa á alejarse de la ciudad. Y por último, aquel mismo dia celebraban la muerte de D. Sancho el conde de Carrion y sus amigos en un banquete en la posada de D. Suero. CAPITULO XLV. Donde se prueba que se puede lidiar sin vencer ni ser vencido. Algunos dias después de la muerte del rey D. Sancho se notaba suma agitación en Zamora y sus cercanías: era que en estas, en un llano ribera del Duero, iba á verificarse el duelo pendiente entre castellanos y zamoranos, ó fuese entre Diego Ordoñez de Lara y Arias Gonzalo y sus hijos. Estaba Doña Urraca en su palacio deshaciéndose en lágri- mas tanto por la muerte de su hermano como por la acusa- tion que el de Lara habia lanzado á los de Zamora y porCAPITULO XLV. 328 el riesgo que iban á correr en la lid los hijos de Arias á quienes tenia en mucho, pues, aunque mozos, eran leales y animosos caballeros, cuando el buen Arias Gonzalo apareció seguido de sus hijos Pero, Diego, Fernando y otro cuyo nombre callan las crónicas. Viejo y mozos, abriendo sus largos capuces, aparecieron vestidos de aceradas mallas y se arrodillaron á los piés de la infanta, cuya mano besaron con grandes señales de sumi- sión y respeto. — Noble infanta, dijo el anciano Arias, ya sabéis que D. Diego Ordoñez de Lara, uno de los mejores caballeros castellanos, retó á Zamora y yo acepté el reto en nombre de vuestro pueblo. El palenque está abierto, los jueces del campo están nombrados y la hora del combate llega. Yo fuera el primero que entrara en lid si no temiera que la vejez me haga flaquear y el de Lara se envanezca con el primer triunfo; pero mis hijos que veis aquí son mozos y diestros y esforzados lidiadores y defenderán vuestsa honra y la de vuestro pueblo miéntras haya sangre en sus venas. Si todos mis hijos caen en la lid, entonces, señora, emplearé en de- fensa de vuestra honra ultrajada las débiles fuerzas que con- serva mi brazo. Doña Urraca prorumpió nuevamente en llanto al oir al viejo Arias. — No lloréis, señora, la dijo este, que los buenos caba- lleros para vencer ó morir en la liza han nacido. Al campo vamos mis hijos y yo si nos otorgáis vuestro consentimiento, y no nos deis por ello gracias, que vida y hacienda deben á su señor los buenos vasallos. — Id en buen hora, noble anciano y vosotros leales y es- forzados mancebos, que Dios protegerá á los que defienden su honra y tendrá compasión de mí que si os perdiera os llorara eternamente. Arias Gonzalo y sus hijos abandonaron el palacio de Doña Urraca y se encaminaron al palenque acompañados de los votos que todos los zamoranos elevaban á Dios para que prestase su santa ayuda á tan buenos caballeros. Un gentío inmenso se apiñaba en torno del palenque; pero no se retrataban en el semblante de la multitud la animación y la alegría que vimos en los espectadores de otro combate, del combate de Rodrigo Díaz con Martin González el arago- nés. Zamoranos y castellanos estaban cubiertos de duelo por la muerte de D. Sancho, porque si el difunto rey era ambi- cioso é injusto cuando se dejaba llevar de su carácter altivo é irascible, también era valiente y apasionado á las empre- sas difíciles, cuya cualidad constituia el primer mérito del hombre en aquella época guerrera por escelencia. 21*324 EL CID CAMPEADOR. En torno de la estacada se habían alzado andamios ó ta- blados para las damas y los jueces del campo, y estos ocu- paban ya sus puestos en el momento en que Arias Gonzalo y sus hijos tomaban la vénia de Doña Urraca; pero los ta- blados destinados á las damas estaban desiertos. Aquel com- bate no despertaba la curiosidad femenil, pues basta tal punto preocupaba á las damas de Zamora la desastrosa muerte del valeroso rey de Castilla y la infame acusación que pesaba sobre el pueblo zamorano. Casi á un mismo tiempo llegaron al palenque Arias y sus hijos y D. Diego'Ordoñez de Lara á quien acompañaba en calidad de padrino Martin Antoliuez á falta del Cid que se había alejado de Zamora conduciendo el cuerpo de D. Sancho á Oña, deseoso de acompañar á su rey hasta la postrer morada y de cumplir fielmente su pro- mesa de no ir en manera alguna contra los zamoranos. Cuando los espectadores vieron á aquellos honrados y vale- rosos caballeros, prorumpieron unos en lamentos y todos en imprecaciones contra el traidor regicida por cuya maldad iban á morir tan apuestos lidiadores. Terminados todos los preliminares de la lid y partido el sol por los fieles, Pero Arias apareció en un estremo de la tela y Diego Ordoñez de Lara se presentó en el opuesto. Ambos montaban briosos caballos, vestían lucientes mallas, ceñian espada, embrazaban fuerte loriga y empuñaban pon- derosa lanza. Los jueces hicieron una seña á los farautes y estos toca- ron sus trompetas. Al oir el primer toque, se prepararon á embestir los mantenedores, y apénas sonó el segundo, hun- dieron los acicates en los hijares de sus caballos y estos par- tieron con la velocidad del rayo. Terrible fué el encuentro de los campeones; pero las lanzas hirieron en los escudos y resbalaron dejando ilesos á los combatientes. Estos se apa- rejaron á la segunda embestida y partiendo con mas velocidad aun que en la primera, la lanza del de Lara traspasó el yelmo de Pero Arias que se sintió gravemente herido en la cabeza. El campeón zamorano vaciló sobre la silla, pero asiéndose á las crines de su caballo, sacó fuerzas de flaqueza y tiró un furioso bote á su enemigo. La vista de Pero Arias estaba turbada por la sangre que inundaba su rostro, y hé aquí que apuntando sin tino la lanza solo hirió el caballo del de Lara y cayó al suelo exhalando su último aliento. Un grito lastimero se oyó por todas partes y muchos de los espectadores prorumpieron en llanto. Diego Ordoñez de Lara blandió su lanza al aire y gritó con voz de trueno: — Ah de los zamoranos! Arias Gonzalo, enviad otro hijo á la arena, que finado es el primero. Diego, el segundo hijo de Arias, salió á la arena tanCAPITULO XLV. 325 pronto como se retiró el cadáver de su hermano y el de Lara hubo renovado su caballo mal herido por la lanza de Pero. Fuerte era la loriga de Diego Arias; mas con tal ímpetu hirió en ella la lanza de Diego Ordoñez, que la atravesó y salió el fierro teñido en sangre tan abundante que salpicó el astil y el pendón. Diego Arias, herido mortalmente en el pecho, cayó como una masa inerte sobre la arena, y un nuevo grito de dolor y nuevo llanto de la multitud acompañaron á la muerte del segundo campeón zamorano. El de Lara tornó á blandir su ensangrentada lanza y á gritar: — Ah de los zamoranos! Mandad á la tela otro hijo, buen Arias, que Diego está fuera de lid. Fernando Arias esperaba ya la bendición de su padre para salir á la tela ántes que el anciano le requiriera para ello. — Hijo mió, le dijo el honrado viejo, vé á lidiar por nuestra honra, como á buen caballero cumple; imita á tus hermanos y venga su muerte al par que laves la mancha de traidores que sobre nosotros ha lanzado el de Lara. — Padre, contestó el mancebo, no me ofendáis recordán- dome mis deberes; fio en Dios y en mi brazo que Zamora y mis hermanos han de quedar vengados. Y Fernando Arias salió á la arena deseoso de traspasar con su lanza á Diego Ordoñez á quien parecía querer devorar con su iracunda mirada. Embistiéronse los mantenedores con saña pocas veces vista y la lanza de Fernando se clavó en el hombro de Diego; mas este, léjos de desmayar á pesar del intenso dolor que la herida debía causarle, se apresuró á tomar car- rera y tiró un bote á la cabeza de su contrario arrancándole destrozado el casco é hiriéndole aunque no gravemente. Fernando, no bien se vió herido, dirigió su lanza al de Lara ciego de ira y de desesperación; mas solo consiguió herirle el caballo. Al sentir el animal en el cuello el fierro de la lanza de Fernando, dió un terrible salto que desconcertó al jinete y partiendo á escape sin que á Diego le fuera dado sujetarle, saltó la valla atropellando á la multitud que se agolpaba á ella. Los fieles ó jueces mandaron á los farautes hacer la señal de suspensión, porque según las leyes del duelo, el caballero que saliese de la estacada se consideraba vencido. D. Diego Ordoñez de Lara quería volver á la lid porque decia que su caballo había traspasado la valla sin poderlo él evitar; mas los fieles no lo consintieron y se pusieron á8.26 EL CID CAMPEADOR. disputar sobre aquel imprevisto suceso sin atreverse á de- cidir. En tanto que los jueces deliberaban, Arias Gonzalo decia al de Lara, no siendo dueño de reprimir su enojo y su dolor por la pérdida de sus dos hijos: — Sois mas arrogante que animoso, el de Lara. Habéis vencido mancebos imberbes; pero tengo para mí que no ven- cierais hombres como yo era algún dia. El de Lara respondió sin irritarse: — Buen Arias, bien pudiera contaros valentías que des- mintiesen vuestras palabras; mas para probar mi esfuerzo me basta decir que he lidiado con vuestros hijos y los he vencido. El anciano conoció que el dolor le habia hecho ser des- comedido y no pudo ménos de agradecer la templanza del castellano que rechazaba con lisonjas sus insultos. Iba á alargar su mano al de Lara; pero se detuvo al ver que los jueces se preparaban á hacer pública su decisión. Hé aquí en qué términos publicaron esta los farautes: — Los jueces del campo declaran que castellanos y zamo- ranos han obrado como buenos en esta lid, pues si el man- tenedor castellano salió de la arena, no fué de grado, mas sí por culpa de su cabalgadura. Todos deben considerarse vencedores, satisfechos los castellanos y libre Zamora de la traición que se le imputaba. Esta decisión trocó en alegres Víctores el llanto y la cons- ternación de la muchedumbre, y Arias Gonzalo alargó su mano al de Lara y le dijo: — Si me habéis quitado dos hijos, dadme vuestra amis- tad, que la tengo en tanto como la corta vida que me queda. — Mi amistad y mis brazos os daré, honrado Arias, con- testó D. Diego estrechando contra su pecho al anciano. Algunas horas después los castellanos alzaban enteramente el cerco de Zamora, y Doña Urraca por consejo de Arias y otros nobles zamoranos, escribía á D. Alfonso noticiándole, deshecha en lágrimas, la muerte de su hermano y aconseján- dole que se pusiera al punto en camino para ceñir la corona de su padre ántes que se desatase la ambición y los bandos ensangrentasen el reino. Ocho dias después se presentó en León D. Alfonso y tornó á la posesión del reino que su hermano le habia usurpado, al paso que se declaraba espontáneamente á su devoción el reino de Galicia, donde nadie deseaba la libertad de D. García que era aborrecido por su carácter díscolo, tiránico y desa- tinado. Disponíase á pasar á Burgos para tomar posesión del reino de Castilla, y con estas nuevas se reunieron losCAPITULO XLV. 827 ricos-homes castellanos á solicitud de Rodrigo Díaz, y este les dijo: — Por honrado he tenido siempre á D. Alfonso y de de- recho le pertenece Castilla; mas como á nadie con tanto fun- damento como á él pudiera atribuirse connivencia en la muerte -de D. Sancho, creo que el pueblo castellano, ántes de acla- marle su rey y señor, debe exigirle juramento de que no tuvo parte alguna en la traición de Bellido. Honrada por estremo es Castilla y por lo mismo tiene derecho á saber si lo es aquel á quien aclame por su rey y señor. Es preciso, pues, que D. Alfonso jure que ninguna parte tuvo en la muerte de su hermano. Todos los nobles aprobaron el parecer del Cid; pero todos temblaron ante la idea del enojo que iba á causar á D. Al- fonso la exigencia de un juramento que implicaba una duda altamente ofensiva. — ¿Y quién se atreverá á arrostrar la indignación de Don Alfonso exigiéndole ese juramento? preguntaron muchos. — Yo! contestó el Cid con generosa altivez. Antes que súbdito de D. Alfonso, soy castellano y caballero y debo ar- rostrar la muerte por conservar inmaculada la honra de mi patria. Por honrado y bueno he tenido siempse á D. Alfonso; mas sé hasta qué punto ciegan la ambición y la sed de ven- ganza. Me atreviera á jurar por cuanto mas amo en el mundo que los que azuzaron á Bellido para que asesinara á D. Sancho fueron el conde de Carrion y los de su bando, á quienes vi á la sazón en Zamora; mas ¿cómo puedo tener completa seguridad de que á su vez no fueron ellos azuzados por D. Alfonso, tanto mas cuanto que Doña Urraca me re- cordó ántes de establecerse el cerco de Zamora que Don Alfonso estaba libre, y que si era débil para luchar cara á cara con D. Sancho, donde no alcanzaban las espadas alcan- zaban los puñales? Venga D. Alfonso á Castilla, que yo le exigiré el juramento y seré el primero que se humillo á sus piés en señal de vasallaje después que le haya prestado. La tierra que rigieron el conde Fernán González y D. Fernando el Grande, solo debe ser regida por varones tan leales y honrados como aquellos. Muy pronto se divulgó en Burgos y aun en toda Castilla la determinación del Cid, y este adquirió á los ojos de todos los castellanos un nuevo título de amor tan grande como el que le proporcionara el mas glorioso de sus triunfos cam- pales. El mismo dia en que conviniera con los nobles en exigir la jura á D. Alfonso, se hallaba el animoso y leal caballero rodeado de su familia, entregado á la felicidad doméstica, que para él era la mas dulce de las felicidades. Rodrigo328 EL CID CAMPEADOR. había nacido en unos tiempos en que para ser el hombre buen hijo, buen esposo, buen padre, necesitaba ser buen soldado, porque esta última cualidad figuraba entre las pri- meras virtudes. Por eso pasaba la mayor parte de su vida entre el estruendo de los combates; porque ¿cómo se concibe sino que prefiriera el bárbaro placer de la guerra á las dul- zuras de la paz doméstica el que aparece en la historia siempre con el nombre de su mujer y sus hijas en los labios, llorando de separarse de estas y colmando de dones y de amor á los protectores de su Jimena, de su Sol y de su El- vira? Un pintor castellano, admirador entusiasta del Cid, del héroe popular de Castilla, ha pintado á Rodrigo Diaz de Vivar de la manera siguiente: El Cid enlaza con el brazo izquierdo el cuello de Sol y de Elvira, y con el derecho el de Jimena; de su cinto pende la esterminadora espada, y en segundo término se ve á Babieca enjaezado para partir á la guerra. Este cuadro es la historia completa del Cid Campeador. Este cuadro es tan interesante como el que ofrecían Ro- drigo Diaz y su familia el dia á que nos hemos referido. Era una hermosa tarde de primavera: formaba el fondo de aquel cuadro encantador un modesto jardín contiguo á la casa de los señores de Vivar en Burgos. Rodrigo se hallaba sentado bajo unos hojosos árboles y acariciaba á un niño de cabellera dorada que saltaba sobre sus rodillas, que también se llamaba Rodrigo y que era el primer fruto de amor. A su lado estaban Jimena, Teresa Nuña, Lambra y Mayor, ocu- padas en labores propias de su sexo; en frente estaba el ve- nerable Diego Lainez que los había entretenido á todos largo rato contándoles una peregrina historia caballeresca referente á uno de sus antecesores; y por último, se veia allí á Gil, al niño moro, amparado por Rodrigo en los montes de Oca, el cual tocaba ya á la adolescencia y era el ídolo de la fa- milia por su discreción, por su hermosura y por los gene- rosos instintos que mostraba. — Bueno es, decia Diego, que pase de padres á hijos el recuerdo de hazañas como las que acabais de oir y por eso os he contado las de Lain Calvo que me dió el ser. Plu- guiera á Dios que en Castilla tuviéramos quienes escribiesen los heroicos hechos de ios que manejan la lanza y la espada, que en esto somos ménos afortunados que los griegos y los romanos. — Cierto, contestó Rodrigo. La tradición oral fácilmente desfigura los hechos, y es triste que los de un caballero leal y animoso atraviesen los siglos fiados á la sandez del vulgo. — Por quien soy prometo que no será el vulgo quien per-CAPITULO XLVI. 329 petúe el recuerdo de los vuestros si Dios me deja llegar á mozo ! esclamó Gil, el que mas tarde escribió la Crónica del famoso caballero Rodrigo Diaz de Vivar. — Regocíjate, César, que ya tienes un Suetonio que es- criba tu historia, dijo el anciano echándose á reir como to- dos los circunstantes. — Buen Gil, dijo Rodrigo, deja que tornemos á Vivar, que allí te enseñaré yo, si no cómo se escriben historias de caballeros, al ménos cómo se las han los caballeros para que su recuerdo no muera. — ¿Y cuándo tornaremos á Vivar? preguntó Jimena. Ro- drigo! cuándo olvidarás las armas para consagrarte entera- mente á nuestro amor? — Paréceme, Jimena, que ese dia no está lejano, con- testó Rodrigo. D. Alfonso va á ceñir la corona de Castilla; Castilla y León van á formar un solo reino, y la paz será el resultado de la unión de ambas coronas. El dia en que se alcen pendones en Castilla por D. Alfonso VI, ese dia de- jaremos la corte y tornaremos á Vivar, donde todos gocemos la dicha que las inquietudes de la corte ahuyentan. CAPITULO XLVI. La jura en Sania GaJea. Hay en Burgos una agitación inusitada; muchas gentes de las aldeas comarcanas afluyen por todas partes á la ciudad, y calles y plazas están obstruidas por la multitud en la que á la vez se pintan el temor y la curiosidad. Pero donde el concurso es mas numeroso, es fuera de la ciudad, hácia el camino de León: muchos miles de personas de todas edades y condiciones se agolpan allí y dirigen con avidez la vista á lo largo del camino que se pierde á media hora de jornada en la cumbre de un cerro que limita el horizonte. ¿A quién esperan los burgaleses? Veamos si entre la multitud halla- mos alguno de nuestros conocidos que pueda satisfacer com- pletamente nuestra curiosidad. Hombres y mujeres, nobles y villanos por do quiera, en medio del camino y en los ribazos laterales, en las arboledas y en las colinas inmediatas, im- pacientes todos y cansados ya de esperar; pero ninguno de nuestros conocidos vemos, ni aun el villano de Barbadillo cuya curiosidad es tan proverbial en Burgos como la de su amigo Iñigo y cuyos percances conyugales solazan á los bur- galeses desde el dia en que le vieron renegar de su mujer á330 EL CID CAMPEADOR. la puerta de la casa de los señores de Vivar. Pero ¿no es su mujer, la mujer de Bartolo, aquella garrida villana que departe con un mancebo allá arriba, en la cumbre de aquel cerrillo? Sí, sí, ella es! ¿Y no es Alvar el mancebo con quien tanto huelga y rie ? Alvar es, no hay dudal Ira de Dios qué poco cura ya de rechazar á bofetones, como solia hacer eu el herradero de Iñigo, las flores que el bellaco del paje la prodiga! — Tiempo há, dice Alvar, que suspiro por vos y sufro denuestos de vuestro marido, y aun no habéis pagado mi fe con un mezquino abrazo! Tirana! ¿Merece tan ruin pago amador tan constante como yo soy? ¿ Por ventura os desplace aun mi amor? — Placiérame á no estar casada, ijue sois gentil mancebo y no sandio como mi marido; mas, en tanto que Bartolo viva, será vano vuestro porfiar, y serálo también el de ese escudero Fernán que me requiere de amores como vos. — Pesia mi mala fortuna! esclama Alvar dando una pa- tada en el suelo. Por este Fernán, que no por vuestro ma- rido, pagais tan mal mi amor. — Como el vuestro pago el de Fernán. — ¿Cómo así, si holgáis con sus donaires? — Porque sus donaires me placen como los vuestros. — ¿Os placen los mios? Premiadlos si así es. — Igual premio merecen los de Fernán. — Oh qué ruin fortuna tengo con las hembras! dijo Alvar desesperando ya de ver correspondido su amor por la villana. Miéntras así departían esta y el paje en el cerro inme- diato el camino, pugnaba Bartolo en el llano por atrevesar la muchedumbre mirando á todas partes con avidez como si buscase á alguien. — Eh! señor Bartolo! venid acá, que os voy á dar gran- des nuevas, le gritó un hombre que resistia el empuje de las olas que formaba la muchedumbre, fuertemente asido al tronco de un árbol. Aquel hombre era el soldado que tan cortésmente le esplicara en otra ocasión lo que habia pasado entre los criados del Cid; pero Bartolo ó no lo oyó ó no quiso hacer caso de sus palabras. — Señor villano, insistió el soldado, venid y os daré cu- riosas nuevas. — No busco nuevas, contestó al fin Bartolo, que busco á mi mujer. Háseme escapado de casa la muy tal y juro á ños que como la tope ha de llevar mas leña que pollina de molinero .... — Pues de vuestra mujer son las nuevas que digo. — ¿De mi mujer? ¿Dónde está la bellaca?CAPITULO XLVI. 331 — Yedla allá arriba en aquel cerro solazándose con uno de sus amadores ... — San Pedro de Cardeña, valme! esclamó el villano di- rigiendo la vista al cerro que el soldado le indicaba. — Ja, ja, ja! Si me afirmo en lo que mil veces he dicho, es á saber, que todas las hembras son unas tales, dijo el soldado riendo maliciosamente. — Juro á ños, murmuraba el palurdo rompiendo desaten- tado por medio de la multitud con dirección al cerro, que en hora menguada vine á la ciudad ... Pollina era mi mujer en Barbadillo, mas á honrada ninguna le echaba la pata... Reniego de la ciudad y cuantas nuevas se saben en ella, que desde que vine á Burgos no he tenido dia sin percance ... Traidoras hembras, traidora mujer la mia! Juro á ños que hoy mismo ha de tomar el camino de Barbadillo con mas palos que cabellos tiene y ni ella ni yo hemos de salir jamas de la aldea. Al fin llegó á la cumbre del cerrillo y dando un pequeño rodeo para tomar la espalda á su mujer y al paje que con- tinuaban hablando al parecer bastante conformes, cayó sobre estos de improviso, y enarbolando una vara de que acababa de proveerse, empezó á descargarla furiosamente sobre ellos y particularmente sobre su mujer, pues Alvar solo recibió un buen zurriagazo porque echó á correr atropellando á la mul- titud apénas sintió la vara del villano en sus costillas. — Juro á ños que te he de matar, traidora! esclamaba Bartolo sin dejar de zurrar á su mujer. — Ay de mí! ay de mí! que me mata este bruto de mi marido! gritaba la villana. No hay quién me defienda de esta fiera salvaje! — Bárbaro! esclamó la muchedumbre, no maltratéis así á una débil mujer. — He de matarla, que es una tal! contestaba Bartolo. Y cogiendo á su mujer de un brazo, se alejó llevándola casi á arrastras y exclamando: — A Barbadillo! á Barbadillo! Mala ira de Dios con- funda las ciudades! Este incidente había entretenido un rato á la impaciente multitud; pero así que terminó, todos volvieron á impacien- tarse y á dirigir la vista hácia el cerro donde se perdía el camino de León. — Si D. Alfonso ha sabido que sin la jura no alzan pen- dones por él, decía uno de los circunstantes, se habrá dete- nido á levantar gente que le acompañe y nos ponga la ley á los castellanos. — Lo que debe hacer D. Alfonso, contestó otro, es jurar, si lo puede hacer en conciencia, y si no contentarse conel332 EL CID CAMPEADOR. reino de León y el de Galicia que ya tiene, que no faltarán varones honrados que gobiernen á Castilla como en tiempo de los Jueces. — Cierto, que si D. Alfonso quiere hacer la forzosa á Cas- tilla, tiene mal pleito; y guay no se quede sin lo de acá y lo de allá!.... — Ira de Dios! si Mió Cid levanta su enseña verde y grita: «Castellanos! honrados somos y honrados nos deben gobernar, que no rey sobre quien pese sospecha de fratri- cida. Alzáos conmigo á defender la honra de la patria!» veréis entonces cómo Castilla entera se levanta y rompe por el reino de León y D. Alfonso tiene que tornar á pedir hos- pitalidad á los moros. — Yo creo que no rechazará la jura, porque es imposible que tuviera parte en la muerte de D. Sancho. D. Alfonso siempre fué buen caballero: puede haber sido imprudente, puede haber dado oidos á malos consejeros, puede haber sido débil, pero fratricida... eso no se puede creer. — Lo que yo creo y creen todos es que resistirá la jura, no por conciencia sino por orgullo, porque ya veis, siempre repugna á los grandes el que los pequeños les impongan leyes.... — Y sobre todo, cuando esas leyes implican una sos- pecha tan infamante como lo es la de un fratricidio. .. Pero callad! ¿Qué vocería es esa que se levanta?... ¿Vendrá ya D. Alfonso? Cierto, cierto, mirad la gente que asoma allá por el cerro. En efecto, acababa de descubrirse una porción de gente en el cerro que limitaba el horizonte, y al verla, la multitud se agitaba y alzaba un prolongado murmullo, procurando acercarse al camino los que estaban esparcidos por aquellos oteros. Los forasteros, que en efecto eran D. Alfonso y al- gunos centenares de hombres que le acompañaban, iban acer- cándose, acercándose á Burgos por instantes. Al fin llegaron á donde la multitud esperaba, y esta se fué replegando á Burgos siguiéndolos en silencio por ambos lados del camino. Cien pasos estarían de la ciudad, cuando á las puertas de esta aparecieron los nobles castellanos conduciendo el pendón de Castilla velado con una gasa negra. Los nobles hicieron seña á D. Alfonso para que se detuviera, lo cual hicieron este y los suyos, y entonces se adelantó Rodrigo Diaz y dirigió su voz á D. Alfonso después de saludarle, no como á rey, sino como á caballero. — D. Alfonso! le dijo, heredero sois del reino de Cas- tilla y nadie trata de disputaros vuestro derecho. Castilla es un pueblo honrado que siempre veneró y ayudó á sus seño- res; mas, ¿cómo podría venerarlos y ayudarlos si no tuvieraCAPITULO XLVI. 333 fe sin límites en su honradez? Por bueno se os ha tenido siempre en Castilla; mas hoy pesa sobre vos una sospecha infame y habéis menester destruirla ántes que por vos alce pendones esta tierra siempre leal. Ya sabéis que una mano asesina arrancó la vida á vuestro hermano D. Sancho en el cerco de Zamora; aunque vuestros antecedentes os justifican, las circunstancias arrojan sobre vos una terrible sospecha que jamas debe pesar sobre el que ciñe una corona y es llamado á gobernar un pueblo honrado y generoso. Pues bien: para que Castilla os ame y os respete, para que el mundo entero sepa que el que ocupe el trono de D. Fernando el Magno es digno de ocuparle, habéis de jurar en santa Gadea, puesta la mano sobre el santo Evangelio, que no tuvisteis parte en la muerte de D. Sancho. La indignación había ido encendiendo el rostro de Don Alfonso miéntras el Cid hablaba así, y todos los circunstan- tes ménos Rodrigo temblaban viéndola próxima á estallar. — Justicia de Dios! esclamó D. Alfonso. ¿Quién es el que se atreve á hablarme así? ¿Quién es el que osa pedirme ese vergonzoso juramento? — Rodrigo Diaz de Vivar! contestó el Cid, no con inso- lente altivez, mas sí con respeto y firmeza. — Renunciara, poco es el reino de Castilla, sino el im- perio del orbe, primero que sufrir la humillación que me proponéis. Cid! ¿un buen caballero desconfía de mi lealtad hasta el punto de suponerme cómplice de la muerte de mi hermano? Os devuelvo á la faz á vos y á cuantos como vos piensen la infamia con que habéis querido mancillarme! — Señor, replicó el Cid, ved que rehusando la jura dais nuevo motivo á que se os acuse.... — Pues bien, esclamó D. Alfonso interrumpiendo' á Ro- drigo, paso, paso al templo! Pero ay de los que me insul- tan! ay del que se atreve á humillarme cual nunca vasallos han humillado á rey! — Después de la jura, contestó humildemente el de Vivar, seréis mi señor y podréis disponer de mi vida y de mi ha- cienda, que una y otra arriesgo gustoso por cumplir lo que mi conciencia y mi honra demandan. Castellanos y leoneses se encaminaron á la iglesia de santa Gadea, á cuyas puertas se agolpaba la multitud sin poder apénas reprimir el entusiasmo de que estaba poseída en vista de la abnegación y la heroica firmeza del Cid. Este y D. Alfonso se acercaron al altar á cuyo pié se ar- rodilló el príncipe poniendo la anano sobre el libro de los Evangelios, que Rodrigo sostenía en las suyas, en tanto que D. Diego Ordoñez de Lara tenia el pendón de Castilla á corta distancia y todos los nobles contemplaban entre admira-334 EL CID CAMPEADOR. dos y teínerosos aquella imponente escena. El pueblo que se agolpaba á las verjas del templo procurando ver lo que en este pasaba, permanecía en silencio deseoso de oir el ju- ramento del príncipe por quien un momento después iban á alzarse pendones. — D. Alfonso, dijo el Cid con voz robusta, ¿juráis por los santos Evangelios que no tuvisteis parte en la muerte de Don Sancho II vuestro hermano. — Sí juro! contestó D. Alfonso. — Si con verdad juráis, continuó el Cid, solo venturas y prosperidades tengáis en la tierra y seáis salvo de los tor- mentos del infierno; mas si vuestro juramento es falso, os maten villanos de las Asturias de Oviedo, que no de Cas- tilla; muerto seáis con ahijadas, que no con lanzas; abarcas calcen los que os maten y cabalguen en sendas burras, que no en muías ni en caballos; os maten en las aradas, no en villas ni. en aldeas; os saquen el corazón por el costado si- niestro y vayais al infierno donde peneis hasta la consuma- ción de los siglos. — Así sea, contestó D. Alfonso aunque sin ocultar el enojo que le causaba la audacia del Cid. Entonces este colocó los Evangelios sobre el altar, y como se alzara D. Alfonso, hincó á sus piés la rodilla y le besó la mano imitándole todos los nobles que estaban presentes. D. Diego Ordoñez de Lara rasgó el negro cendal que ve- laba el pendón, y salió con este al atrio del templo donde gritó por tres veces; — Castilla por D. Alfonso!! El pueblo repitió este grito con alegría y entusiasmo, y en diferentes puntos de la ciudad se alzaron estandartes y reso- naron pregones anunciando que el trono de Castilla tenia ya quien lo ocupase. ¡Cuán [diferente era el espectáculo que aquel dia ofreció Burgos del que había ofrecido el dia anterior! El dia ante- rior incertidumbre del porvenir, desolación, tristeza, - luto ; entonces risueñas esperanzas de un reinado próspero, pacífico, justo, equitativo, fuerte!... porque Castilla iba á ser un reino dilatado y poderoso como el de D. Fernando el Grande, no limitado y cercado de estados rivales como el de Don Sancho II. Con motivo de aquel fausto acontecimiento, el pueblo cas- tellano se disponía á entregarse á alegres fiestas, el enemigo á tender la mano á su enemigo, el rico á dulcificar las amar- guras del pobre, y el monarca á otorgar liberales mercedes á nobles y á villanos.CAPITULO XLVII. 335 El iris Be mostraba tras la tormenta riquísimo de colores que llenaban de alegría el alma de todos los honrados cas- tellanos. CAPITULO XLVII. Donde se da fin á este libro probando que á buenos y á malos da Dios en este mundo una muestrecita del paño que han de vestir en el otro. Han transcurrido pocos dias desde aquel en que el pue- blo castellano alzó pendones por D. Alfonso VI. Es la mañana de San Juan. El cielo está azul y las es- trellas que há poco le tachonaban se van ocultando, porque los resplandores que preceden al sol comienzan á iluminar el oriente; es tan mansa la brisa que apénas mueve las hojas de los árboles donde cantan los pájaros, ni las doradas mieses donde lloran las dolientes tórtolas. Esa apacible brisa tiene no obstante la fuerza necesaria para estraer el aroma del tomillo, de las manzanillas, de las siemprevivas y de otras mil plantas y flores, y conducirle en sus alas em- balsamando con él el espacio. La blanca nieblecilla que ve- laba el Carrion como una cinta de albo y diáfano tul esten- dida por la vega, se ha ido disipando por completo y la luz de la mañana se refleja en la tranquila corriente del rio como la luz de una bujía en una sarta de diamantes. Qué espec- táculo tan bello ofrece la veja de Carrion! Aquí la próvida mies cuyo color muestra realizadas las doradas esperanzas del labriego; allí arboles cuyas ramas inclina al suelo la sa- zonada fruta como si esta brindase con su dulzura y su aroma al transeúnte; mas allá una pradera cubierta de flores cuyo variado color hace mas variado aun la apacible brisa á cuyo Boplo ondula aquella perfumada alfombra; y por último, cien blancos caseríos diseminados en la llanura como las bandadas de palomas que se esparcen por los sembrados. Alegres cantares se oyen por todas partes y mil gritos de alegría llenan el espacio. ¿Quiénes son los que cantan y gritan y se encaminan á la vega? ¿Son las doncellas y los mancebos de Carrion que van á coger la verbena á la orillita del rio? ¿Cómo es que tan de mañana se alzan blancas columnas de humo de las casas esparcidas en la vega? Qué hermosa es la mañana de San Juan poco después de alborear! El sol asoma destellando torrentes de luz allá sobré las apartadas lomas de levante é inunda de resplandores la vega de Carrion inundada de antemano de flores y de perfumes, y á los gritos y á los cantares de la multitud se une el repi-336 EL CID CAMPEADOS. que de las campanas de la villa donde alguna fiesta estra- ordinaria se prepara. Pero esas campanas que alborozan á los habitantes de la villa y la llanura, no son las de la vir- gen de Belen ni las de santa María del Camino: son las de un nuevo templo que se alza al oeste de la villa, de un tem- plo que no existia la noche en que fué devorado por las lla- mas el castillo de los condes, cuyos negros paredones se alzan medio derruidos allá arriba en la altura que domina la villa. Un gentío inmenso afluye á la vega por todas partes. Hombres y mujeres, peones y caballeros, villanos y nobles... Oigamos lo que dicen algunos de los que concurren á esa fiesta cuyo motivo nos es desconocido. — Por el alma de Belcebú que ni en el salto de montes de Oca se vió tal muchedumbre de gente como se ve en la ribera del Carrion! esclama un hombre de morena tez que va en un grupo de hembras y varones, al dar vista á la vega desde un alto, camino de Burgos. Por nuestra vida que aquel hombre es Fernán que ca- balga en Overo aunque no ostenta ya arreos escuderiles! La mujer que camina á su lado montada en una jumentilla, es Mayor, y en el mismo grupo van otros personajes que no nos son desconocidos: tales son Martin Vengador, Rui-Vena- blos y Beatriz, que cabalgan, esta en una jumenta como la de Mayor y aquellos en sendos trotones. Oigamos, oigamos á Fernán, que según la atención con que le escuchan algunos de los transeúntes, debe estar muy enterado de cuanto atañe á aquella fiesta. — El torneo que se va á verificar en la vega de Carrion, dice, va á ser de los mas famosos que se han visto ni oido en España. Oh qué bien se va á celebrar la coronación de D. Alfonso como rey de Castilla y Leonl — ¿No me diréis, hermano, preguntó uno de los muchos transeúntes que se unian al grupo de nuestros conocidos, por qué D. Alfonso ha querido hacer esta famosa fiesta en la vega de Carrion y no en León ó en Burgos? — Sí os diré, hermano, contestó Fernán: como Carrion está en medio de los dos reinos, unidos ahora en uno como en tiempo de D. Fernando, y como el sitio es tan llano y ameno, ha querido D. Alfonso celebrar la fiesta á que vamos donde castellanos y leones puedan asistir partiendo jor- nada. — ¿Y sabéis quiénes van á justar? — Los caballeros mas nobles de León y Castilla, y hasta se dice que el mismo rey D. Alfonso romperá lanzas con el Campeador, el de Lara y otros caballeros principales. — Cierto que será cosa de ver la tal fiesta.CAPITULO XLVII. 337 — Yaya si será: habrá torneos, sortijas, cañas, bohordos, y por último, un paso honroso que defenderá Guillen el de la Enseña no solo en celebridad de la coronación de D. Al- fonso , sino también en la de su casamiento.... — ¿Con que se casa ese mancebo? — Hoy mismo casa con la infanta de Carrion, en el mo- nasterio que Doña Teresa ha edificado á su costa para que tengan cómodo albergue las religiosas de sañ'Zoil que hoy se trasladan á él, y á quienes ha querido pagar así la hospita- lidad que la han dado desde la noche en que el de la En- seña la salvó del incendio del castillo. Como que el Cam- peador y su mujer Doña Jimena, mis señores, serán sus pa- drinos, para lo cual están en Carrion desde ayer. Oid cómo repican las campanas de San Zoil; apostara que ahora mismo se están uniendo para insécula el de la Enseña y la infanta. — Gran ventura debe ser el casarse amándose tanto como diz se aman Doña Teresa y Guillen. — Hermano, aquí hay alguno, y aun algunos, que pueden certificar vuestro dicho. Esta honrada hembra que va á mi lado en la pollina, y yo, hemos casado por amor ha pocos dias y también aquel gallardo mancebo que va allá adelante y la doncella con quien va departiendo amorosamente. — A todos os doy la enhorabuena, porque seréis felices amándoos----- — Amándonos y teniendo ricos haberes, porque ricos son los que nos han regalado nuestros señores los de Vivar, que Dios prospere y bendiga. — No me maravilla que el Campeador se haya mostrado dadivoso con sus servidores, que D. Alfonso ha dado á todos ejemplo. Cuentan que son muchas las mercedes que el rey ha hecho; y siendo así me admira que no se haya mostrado también indulgente y liberal con los condes á quienes des- terró D. Sancho, alzándoles enteramente el destierro... — Léjos de hacer tal, hales quitado sus tierras para dár- selas á los herederos inmediatos y les ha impuesto pena de la vida si ponen piés en Castilla ó León. Y por mi alma que D. Alfonso ha hecho bien, que eso y mas merecen los tales condes. Como que el rey sospecha, y los que no somos reyes también, que esos condes malvados, y sobre todo el de Carrion, fueron los que pagaron á Bellido para que asesinara al valiente D. Sancho. Nuestros interlocutores llegaban ya á la llanura é inter- rumpieron su plática porque el gentío que poblaba la vega absorbía su atención ofreciendo mil diferentes escenas; y pa- sado un instante se perdieron entre la animada muchedumbre, participando del general regocijo. El Cid Campeador. 22338 EL CID CAMPEADOS. Una hora después llegó al centro de la vega el rey Don Alfonso acompañado de la nobleza castellana y leonesa; los tablados que como por ensalmos se hablan alzado, estaban ocupados por mil nobles y hermosas damas y los juegos da- ban principio al son de acordadas músicas cuyos sonidos poblaban el espacio y difundían la alegría por aquellos con- tornos. En tanto que la vega, aquel paraíso rico de luz, de ar- monía, de flores, de felicidad suprema, ofrecia á la vista es- cenas tan encantadoras; ofrecia una escena enteramente di- versa un bosque poblado de maleza y de seculares castaños, situado en la falda de uno de los cerros que forman el valle, á corta distancia de un camino. Como hasta medio centenar de hombres se hallaban allí, unos durmiendo tranquilamente tendidos sobre la yerva, otros contemplando embelesados el magnífico espectáculo que ofrecia la vega, la que se descubría desde allí en toda su estension, y otros, en fin, colocados en las copas de los árboles vigilando las avenidas del bosque. Aquellos hombres eran bandidos, eran Juan Centellas y su banda, á quienes -en vano perseguían los Salvadores, por- que burlaban su persecución, unas veces validos de su saga- cidad, otras de su fuerza y otras del oro que poseían, par- ticularmente desde que entraron á saco é incendiaron el cas- tillo de Carrion. Juan Centellas y otro bandido que parecía su segundo, se pusieron á hablar en voz baja así que el primero hubo des- pedido á un villano que habia llegado poco ántes al bosque y habia departido algunos instantes con Juan. — ¿Tenemos buenas nuevas? preguntó á este su teniente. — Muy buenas las ha traído el espía de Carrion, contestó Centellas. El pájaro va á caer en la red. — Sí, eh? Contadme algo, hermano, contadme. — D. Suero se ha encerrado en un vetusto castillo que tiene allá en Senra, un valle solitario de las Asturias, des- esperanzado de vencer á sus émulos de acá y temeroso de morir ahorcado si pone los piés en León ó Castilla. Parece que deseando tener alguien con quien entretenerse en aquella soledad, ha mandado á buscar por medio de Bellido á aquella hi de tal que hallámos en el castillo y no matámos por no manchar nuestras manos con sangre de una débil mujer, y hoy mismo debe pasar por aquí con ella el tal Bellido. — Ira del infierno qué buen dia vamos á tener si echa- mos la uña al traidor que vendió la banda del Vengador! También nosotros hemos de celebrar la coronación de Don Alfonso, que no ha de ser solo allá abajo. — No se nos escapará hoy Bellido como la noche de már-CAPITULO XLVII. 53D ras. Há tiempo que juré colgarle de las almenas del castillo de Carrion donde por maldad suya perecieron tantos de nues- tros hermanos, y si, como espero, le echemos hoy mano, mañana ha de aparecer de espantajo en las chamuscadas paredes del castillo. Necesitamos estar muy despiertos, her- mano, porque me ha dicho el espía que los Salvadores andan por estos contornos sin duda para atender á la seguridad de los que acuden á las fiestas de la vega. Aquí llegaban en su conversación los jefes de la banda cuando fueron interrumpidos por un silbido que imitaba per- fectamente el canto de un mirlo. — Gente viene, que hacen la seña los vigías, dijo Juan Centellas, y añadió mirando hácia la calzada: — Es un hombre que lleva una mujer á las ancas de su cabalgadura.... El demonio me lleve á las suyas si no es el que esperamos. A la calzada! á la calzada, hermanos! Y Juan Centellas y algunos de los suyos requirieron sus armas y se lanzaron á la calzada con la rapidez del rayo. En efecto, el hombre á quien habian visto era Bellido Dolfos y la mujer que conducía en ancas de su caballo era Sancha, la hija del ciego del laúd, la barragana de D. Suero 1 Bellido quiso meter espuelas á su caballo, pero los ban- didos le habían cortado el paso, y entonces desnudó su es- pada como resuelto á defenderse obstinadamente. Vanos fueron empero todos sus esfuerzos, porque en pocos instan- tes fué desarmado por los de la banda y arrastrádo con Sancha al castañar inmediato. Por mas que Bellido mereciese sufrir en la tierra todos los tormentos del infierno, y aunque no fuese digna de com- pasión la impudente ramera que le acompañaba, la que se había degradado hasta el punto de no volver á acordarse de su padre que la buscaba llorando é implorando la caridad pública hacia tiempo, la que había ayudado á D. Suero y al conde de Cabra á llevar al Cid y á los que iban con él á las cortes de León á la celada de que por milagro se salva- ron; por mas que uno y otro fuesen indignos de compasioD, repugna el referir los ultrajes de que fueron objeto por parte de los bandidos. — Hermanos, dijo Juan Centellas á los de su banda, de- jemos á esta hembra que vaya á llevar nuevas de por acá ú su noble amante, y aseguremos bien á Bellido. Los bandidos cogieron al traidor y le arrastraron hácia un corpulento castaño, cuyo tronco estaba hueco y en el que se podia penetrar por una abertura que tenia casi al nivel del suelo. Metiéronle en el tronco del castaño á pesar de la furiosa resistencia que hacia para evitarlo, y en seguida ta- paron la abertura con una gran losa que arrimaron á ella, 22*340 EL CID CAMPEADOR. sobre la que cargaron otras á fin de sujetarla de modo que no pudiera ser derribada desde dentro. Hacia corto rato que habían dado libertad á Sancha, cuando resonó nuevamente el canto del mirlo, y los que vigilaban las avenidas del bosque se apresuraron á bajar de los árbo- les esclamando: — Los Salvadores! los Salvadores se acercan! Todos los bandidos se aparejaron á huir, porque, en efecto, gran número de Salvadores venían de hacia el lado de poniente, por donde se habia alejado Sancha. — Matemos á Bellido antes de huir! gritaron muchos, y se pusieron á apartar las piedras que cerraban el tronco del castaño. — Nadie toque esas piedras! dijo Juan Centellas, y aña- dió con siniestra sonrisa: Quiero que Bellido se acostumbre al fuego antes que vaya al infierno. En seguida aplicó un tizón ardiendo á la maleza que ro- deaba el castaño y gritó: — Huyamos, hermanos, huyamos! Los bandidos se dispersaron por el bosque procurando tomar la espalda á los Salvadores, pues hácia aquel lado era mas quebrado el terreno y mas espesos los árboles. Los Salvadores iban en pos del grupo principal compuesto de Juan Centellas y hasta una veintena de los suyos. — Hermanos, dijo Centellas á los otros bandidos deteniéndose en un alto ya casi libres de sus perseguidores, por sandios debiéramos haber caído en manos de nuestros enemigos, pues sandez y muy grande fué el dar suelta á la compañera de Bellido, que ella sin duda dió aviso á los Salvadores... Pero... justicia de Dios! no es ella aquella que va allá abajo, por la calzada? — Sí, sí, ella es! esclamaron todos los bandidos. — Ballesta mia, dijo Juán bajando hácia la calzada, ayuda mi venganza como siempre la ayudaste! El oapitan de los bandidos disparó una flecha y Sancha lanzó un doloroso grito y cayó mortalmente herida. Al mismo tiempo inmensas columnas de humo y de llamas se alzaban del bosque, y unos gritos muy lastimeros y cada vez mas ahogados se oian hácia la parte donde comenzara el incendio. Aquellos gritos cesaron enteramente pasados unos instan- tes y una hora después no habia castaños, ni maleza, ni nada, en fin, mas que una capa de rescoldo y algunas pie- dras calcinadas, donde los bandidos dejaran encerrado á Be- llido Dolfos. La mañana siguiente era tan hermosa como la que la habia precedido: estaba azul el cielo, era perfumado el ambiente,CAPITULO XLVn. 341 cantaban los pájaros en las arboledas y por todas partes es- parcían la animación y el contento las gentes que tornaban de las fiestas de Carrion. El Cid, Jimena, Guillen, la infanta Doña Teresa, Martin, Beatriz, Rui-Venablos, Gonzalo, Alvar, y por último, Fernán y Mayor, iban juntos camino de Burgos, todos alegres, todos satisfechos, todos felices, escepto los dos últimos, que habian tenido una descomunal pendencia aquella misma mañana. Recordando Fernán las garridas doncellas que el dia anterior había visto en la vega, se lamentó amargamente de la tiranía del matrimonio que entre cristianos no consiente mas que una mujer, cuando, según sus infalibles cálculos, tocaban dos hembras lo ménos á cada varón. Aquellas quejas y aquellos cálculos irritaron á Mayorica; Fernán maldijo la terquedad y la sinrazón de las hembras, y sobre todo la de su mujer, y la querella terminó á arañazos y puñadas, recibiendo Alvar unas cuantas de estas por querer apaciguar á los conten- dientes. Hacia algunas horas que habian salido de Carrion, cuando al llegar á una crucijada, oyeron el sonido de un laúd que tañía un anciano á la orilla del camino implorando la caridad de los transeúntes. El Cid y Jimena mandaron á uno de sus servidores que diese una buena limosna á aquel mendigo, y lo mismo hicie- ron Guillen y Doña Teresa. El anciano se puso á cantar en aquel instante un romance que empezaba: «Caballeros leoneses. Caballeros castellanos. Con los fuertes arrogantes Y con los débiles mansos...» — Santiago de Compostela! esclamó el Cid sujetando de las riendas á Babieca al oir estos cuatro versos. Es el gafo del Tremedal! Es el que en nombre de Dios me dijo camino de Zamora que venceria en todas las lides y que mi honra y mi hacienda irían siempre en aumento! El ciego seguia su romance implorando venganza contra el que le había robado su hija. — Ya está vengado! esclamaron por lo bajo muchos de los circunstantes, entre ellos Rui-Venablos, pues todos sabían ya el trágico fin de Sancha y la vida desventurada que arras- traba Don Suero González. El Cid se acercó al mendigo y le dijo: — Anciano! Si la espada de un caballero no ha herido la frente del conde de Carrion, la justicia de Dios le ha condenado á la miseria, á la infamia, á la soledad y á la desesperación, que son mas crueles que la muerte. Vuestra342 í¡l cid campeador. hija renegó de vos y os condenó á eterno olvido apénas fuó arrebatada de vuestro lado; pero también ha recibido el cas- tigo que merecía su culpa. No lloréis su memoria, que solo merece vuestro olvido ya que no vuestra maldición. ¿No teneis familia que consuele vuestras penas y sostenga vuestra vejez?.. . En mi castillo la hallaréis. Entrad en una de mis literas y venid á participiar de la dicha que sonríe á los señores de Vivar! El anciano entró en una litera llorando de gratitud y de alegría, y los viajeros continuaron su camino, todos alegres, todos satisfechos, todos felices, pues hasta Fernán y Mayor comenzaban á hacer las paces.INDICE de los capítulos contenidos en este libro. Pag. Prologo............................................... .... v Cap. 1. En el que se traía de unos amores que comenzaron casi por donde otros acaban............................................... 1 Cap. 2. Donde se trata de unas tiestas que terminaron con un bofetón 8 Cap. 3. Donde el lector verá lo que sucedió á Rodrigo y su escudero desde León á Vivar...............................................14 Cap. 4. Donde la doncella, amen de su historia, cuenta sucesos que da ira el oirlos ó leerlos ...........................................19 Cap. 5. De cómo fueron recibidos en Vivar Rodrigo y su escudero . . 25 Cap. 6, De cómo Fernán desesperó de hacer entrar en razón á las mu- jeres, y Diego Lainez esperó que su honra seria vengada . . 32 Cap. 7. De cómo Rodrigo lidió con el conde de Gormaz..................36 Cap, 3. De cómo Jimena pidió al rey justicia contra Rodrigo Diaz . . 42 Cap. 9. De cómo una mora se convirtió y una solitaria dejó de serlo . 43 Cap. 10. De cómo Martin se puso en camino de vengar á su padre . . 52 Cap. 11. De cómo los de Vivar tuvieron cartas del rey D. Fernando . 62 Cap. 12. De cómo Rodrigo Diaz lidió con Martin González .... 70 Cap. 13, De la visita inesperada que tuvo Jimena en su retiro ... 77 Cap. 14. De cómo Rodrigo y Jimena se casaron y el diablo puso espanto á los burgaleses..............................................84 Cap. 15. De cómo Rodrigo hubo á Babieca, y lo que le sucedió cabalgando en él.........................................................93 Cap. 16. De cómo Rodrigo apellidó la tierra, y dió sallo á los moros en montes de Oca.................................................101 Cap. 17. De cómo la hueste del de Vivar siguió su camino sin descansar como el lector................................................108 Cap. 18. De cómo el Vengador y Rui-Venablos, magüer que bandidos, pensaban como caballeros......................................115 Cap. 19, De cómo pintan los solteros la vida de los casados . . , 120 Cap. 20. De cómo el conde de Camón no ganaba para sustos . .123 Cap. 21. De cómo un moro quedó y cinco se fueron......................135344 INDICE DE LOS CAPITULOS CONTENIDOS EN ESTE LIBRO. Pág. Cap. 22. De cómo la banda del Vengador atacó el castillo de Carrion . 143 Cap, 23. Donde se pruebo que el frió y el amor son compatibles . . 151 Cap. 24. De cómo trataban de hacer fortuna dos mujeres; de cómo se divertían dos niños, y de cómo urdían traición dos hombres . . 158 Cap. 25. De lo que á Rodrigo pasó camino de Composlela .... 168 Cap. 26. De cómo el Vengador y Rui-Venablos reformaron su opinión respecto á Bellido................................................178 Cap. 27. De cómo Teresa y Guillen creyeron que Dios había tocado el corazón de D. Suero ............................................. 183 Cap. 28. De cómo el conde de Cabra cantó un romance al conde de Carrion 192 Cap. 29. De cómo el rey y Rodrigo, después de hacer buenas oraciones, dieron buenas cuchilladas.........................................200 Cap. 30. De cómo un bueno hace ciento.................................206 Cap. 31. Donde se justifica el refrán de «hágase el milagro y hágale el diablo»...........................................................217 Cap. 32. Donde se prueba que quien siembra coge, y donde se ve que donde las dan las toman...........................................227 Cap. 33. Donde se sigue probando que el Cid era unCid en todas partes 236 Cap. 34. Donde se trata de caballeros largos de manos y de villanos largos de lengua .................................................244 Cap. 35. De los disgustos que al cuitado D. Suero daba su hermana . 250 Cap. 36. A rey muerto rey puesto..........................................259 Cap. 37. De cómo unos caballeros fueron por lana y volvieron trasquilados 267 Cap. 38. De cómo iba en Burgos al villano de Barbadillo, con lo demas que sabrá el que leyére...........................................274 Cap. 39. De cómo tomó el Cid venganza del conde de Cabra ... 284 Cap, 40. De cómo el conde de Carrion y sus amigos enredaron la madeja y otros la desenredaron...........................................293 Cap. 41. Desde Burgos á Vivar.............................................298 Cap. 42. Desde Vivar á Carrion............................................304 Cap. 43. De cómo un buen caballero se encargó de un mal mensaje . 310 Cap. 44. El cerco de Zamora...............................................316 Cap. 45. Donde se prueba que se puede lidiar sin vencer ni ser vencido 322 Cap. 46. La jura en Santa Gadea...........................................329 Cap. 47. Donde se da fin á este libro probando que á buenos y á malos da Dios en este mundo una muestrecita del paño que han de vestir en el otro................................................................333 Leipzig. — En la imprenta de P. A. Brockhaus.