key: cord-021052-qydc404w authors: Fernandez-Flores, Angel title: Aportaciones de la anatomía patológica en el diagnóstico de las infecciones cutáneas: una perspectiva histórica date: 2015-11-02 journal: nan DOI: 10.1016/j.piel.2015.08.007 sha: doc_id: 21052 cord_uid: qydc404w nan enfermedad hasta el continente americano. Má s importante todavía, realizó una excelente exposició n sobre la contagiosidad de la enfermedad y atribuyó muchos de los síntomas sifilíticos a la presencia de un virus en el organismo. La sífilis -junto con la tuberculosis-llegaron a ocupar gran parte de los tratados de Medicina Interna del Siglo XIX, llevando al gran Sir William Osler a escribir sus famosas palabras: «He who knows syphilis knows medicine» (el que sabe de sífilis sabe de medicina) 2 . Sin embargo, no fue hasta 1905 cuando Fritz Chauddin y Erich Hoffmann descubrieron el Treponema pallidum en un frotis de un condiloma plano 1 . Esta fue una de las grandes aportaciones al diagnó stico y comprensió n de las enfermedades infecciosas en el siglo XIX: los microorganismos podían verse. Louis Paster había demostrado en 1857 que la fermentació n dependía de microorganismos 3 y en 1876 Robert Koch logró transmitir el carbunco a ratones 4 . En las tres ú ltimas dé cadas del siglo XIX se descubrieron, entre otros, los agentes causantes de la lepra, la malaria tifoidea, el té tanos, la tuberculosis, la erisipela, la difteria, la fiebre de Malta, la gangrena gaseosa, la peste, el botulismo o la disentería 5 . Tambié n se identificaron los estafilococos y los estreptococos, la Escherichia coli, el Pneumococcus o el Haemophylus influenzae 5 . La actinomicosis, considerada durante mucho tiempo un tumor maligno, fue correctamente identificada como enfermedad infecciosa por Emil Ponfick (un discípulo de Recklinghausen y Virchow) 6 . Tambié n las fases del ciclo del paludismo se habían identificado y reconocido al microscopio desde que en 1880, Alphonse Laveran descubriese el Plasmodium falciparum en la sangre de un soldado, en forma de «filamentos transparentes que se movían muy activamente y que má s allá de toda cuestió n, estaban vivos» 7 . Fueron los italianos Amico Bignami, Giovanni Battista Grassi y Giuseppe Bastianelli quienes confirmaron que el ciclo del pará sito era el mismo en los humanos que en las aves, continuando así los trabajos iniciados por Ronald Ross y Patrick Masson 5 . La pasió n por esta á rea en expansió n de la medicina llevó a algunos investigadores a posturas inaceptables a todas luces: la experimentació n con su propio cuerpo. Arthur Loss ingirió larvas de Strongyloides stercolaris, y Daniel Carrió n ( fig. 2 ) se inyectó material procedente de una verruga peruana para demostrar que el organismo causante tambié n producía la fiebre de Oroya, consiguiendo su objetivo, pero falleciendo víctima de la enfermedad 8,9 . Sin embargo, aunque en las enfermedades transmitidas por bacterias y pará sitos, se describían el vector y el cuadro clínico, los virus -que por supuesto no se sabía todavía lo que eran-no podían ser observados directamente en el siglo XIX. Para ver los virus, quedaban por venir al menos dos desarrollos clave en esta historia: la histoquímica y la microscopía. En efecto, el siglo XIX trajo el progreso notable de la histoquímica, cuyo despegue muchos achacan a la introducció n en la dé cada de 1860 y 1870 de los colorantes de anilina 10 . Tan es así que algunos fijan en esta «histoquímica diagnó stica aplicada» el origen de la histopatología 10 . Parte de estas nuevas té cnicas histoquímicas fueron utilizadas en la identificació n de distintos microorganismos directamente en los tejidos. En 1882, por ejemplo, Franz Ziehl y Friedrich Neelsen describieron la tinció n de á cido rá pido, que permitió la visualizació n de las micobacterias en los cortes tisulares 11 . En 1884, fue introducida la tinció n de Gram por el pató logo holandé s Christian Gram, y en 1890 Loeffler identificó flagelos bacterianos por impregnació n argé ntica. Las té cnicas de Romanovsky fueron introducidas en 1891 con un uso principal en la identificació n de pará sitos en hematología.El avance en este caso se centró en que los microorganismos podían verse en su contexto tisular. De este modo, la histopatología ligó los gé rmenes causantes a las alteraciones morfoló gicas que los acompañ aban: el granuloma, la necrosis, la respuesta inflamatoria. . . Se lograron así avances en la interpretació n patogé nica del dañ o causado al ser humano por los microorganismos. 2 -Daniel Alcides Carrió n, peruano, que siendo estudiante de medicina, se inyectó material procedente de una verruga peruana para demostrar que el organismo causante tambié n producía la fiebre de Oroya. Aunque Carrió n consiguió su objetivo, falleció víctima de la enfermedad. En 1872, Hjalmar Heiberg, profesor de patología en Christiania, describió lo que le parecían micelios de Leptotrix en las vegetaciones de un caso de endocarditis en una mujer despué s del parto 6 . Friedrich Albert von Zenker, profesor de Dresden y Erlangen, presentó su -luego famosa-monografía sobre la degeneració n cerú lea en mú sculos de pacientes con fiebre tifoidea 6 . Ademá s, aunque los virus en sí seguían sin verse, las enfermedades virales iban asociadas a signos histoló gicos reconocibles que permitían su diagnó stico indirecto. El Die Pocken-Effloreszenzen de Weigert en 1874, por ejemplo, incluyó magníficos dibujos histoló gicos de pú stulas de viruela 6 , y a finales del siglo XIX, Paul Unna realizó sus descripciones sobre el diagnó stico diferencial entre el herpes genital y la sífilis. En 1893 Guarneri describió los cuerpos de inclusió n de la viruela y de la viruela de vaca 12 y en 1904, Mallory describió los de la fiebre escarlata en autopsias 13 , mientras que tan solo un añ o má s tarde, Field W. Cyrus los aislaría directamente de ampollas, ilustrando su artículo con bellos dibujos a color 14 . Es decir: se describieron claves morfoló gicas para el reconocimiento de las enfermedades infecciosas, incluso si no se observaba el microorganismo en sí. Con la entrada del siglo XX, el interé s de la histoquímica se centró en nuevas té cnicas para mejorar la identificació n de microorganismos o el reconocimiento de aquellos que aú n no se podían teñ ir: se introdujeron las té cnicas para espiroquetas (Whartin y Chronister 1920), bacterias Gram-positivas (Brown y Brenn 1931) o algunas variantes del Romanowsky para la identificació n de pará sitos (Giemsa 1902, Wright 1902, May-Grunwald 1902) 15 . Tras alcanzar un cé nit en torno a la tercera dé cada del siglo XX, pocas té cnicas histoquímicas fueron ya introducidas a partir de 1940, con alguna excepció n aislada en lo que se refiere a las enfermedades infecciosas, tal como el Grocott en 1955 para la identificació n de hongos 15 . En ese momento, existía un sentir generalizado de que el avance en el conocimiento patoló gico solo se conseguiría con el logro de mayores aumentos microscó picos. Sin embargo, el límite de resolució n estaba marcado por la longitud de onda de la luz. Dos intentos de introducció n de nuevos microscopios de fuentes distintas a la luz habían en parte fracasado: con el microscopio de luz ultravioleta, la imagen solo podía observarse en fotografía. Con el microscopio de rayos X, los tiempos de exposició n eran tediosos e impracticablemente prolongados. A pesar de ello, se produjeron algunos logros importantes aislados, como por ejemplo, la primera visualizació n de un virus con el microscopio de luz ultravioleta a manos del inglé s Barnard en 1925. En 1934, Ernst Ruska presentó el primer microscopio electró nico, en donde un haz de electrones sustituía al haz de luz del microscopio ó ptico, y había lentes magné ticas en vez de lentes de cristal. Se desarrollaron fundamentalmente dos sistemas de microscopía electró nica: el de transmisió n de electrones y el de barrido [16] [17] [18] . En este ú ltimo, los electrones detectados provenían de la superficie de la muestra, y se obtenían así, imá genes en relieve. Un modelo funcional de este ú ltimo fue presentado en 1953 y en 1965 se lanzó al mercado el primer modelo 19 . Gracias a ello, en 1950 se realizaron las primeras observaciones de un virus al microscopio electró nico mediante sombreado de los viriones, pero fue en 1960 cuando se difundió el uso del microscopio electró nico en virología 20 para enfermedades que hasta ese momento se diagnosticaban con cultivo, a veces no concluyente. Se describió , por ejemplo, la morfología característica del virus de la viruela ( fig. 3 ), así como la naturaleza viral de la hepatitis B 21 , los rotavirus 22,23 , los astrovirus, los coronavirus, los calicivirus. . . 24 , pero tambié n fue descrita la ultraestructura de microorganismos no virales, como Cryptosporidium, Ciclospora 25 o Angiostringylus 26 . Durante la dé cada de 1970, se introdujo en histopatología uno de los avances que má s hizo progresar la especialidad y por extensió n, el conocimiento en todas las á reas de la dermatopatología: la inmunohistoquímica. Con el uso de anticuerpos marcados enzimá ticamente, el reconocimiento de antígenos localizados en el tejido permitió la identificació n y clasificació n de gran cantidad de tumores y entidades [27] [28] [29] . La inmunohistoquímica supuso tal contribució n al desarrollo de la histopatología, que el propio Juan Rosai dijo de ella que «no hay probablemente otra té cnica que ha revolucionado tanto el campo durante los pasados cincuenta añ os, como la té cnica de la inmunohistoquímica». 30 Sin embargo, el uso de la inmunohistoquímica en patología infecciosa fue muy limitado en un principio. Los microorganismos se seguían identificando mediante cultivo o mediante té cnicas tradicionales histoquímicas, tales como las tinciones de Ziehl-Neelsen, Grocott, PAS. . . Por el contrario, el nuevo avance en el diagnó stico de enfermedades infecciosas llegó de la mano de la reacció n en cadena de la polimerasa (PCR), que permitía diagnó sticos certeros del germen causante, incluso con estudios sobre susceptibilidades a antibió ticos. Así, en la dé cada de 1990, la PCR abrió , por ejemplo, una puerta al diagnó stico de la neurosífilis. Hasta ese momento, la demonstració n de la presencia de Treponema pallidum (T. pallidum) en el líquido cefalorraquídeo era imposible, dada la imposibilidad de cultivo. Ademá s los mé todos seroló gicos no eran suficientes para establecer un diagnó stico definitivo 31 . La PCR permitió detectar ADN de T. pallidum en el líquido cefalorraquídeo de pacientes en todos los estadios de sífilis, demostrando así que los microorganismos invadían el sistema nervioso central desde los estadios tempranos de la enfermedad 31 . La PCR no fue de uso exclusivo de la histopatología. Los microorganismos se detectaban en todo tipo de muestras: líquidos, secreciones, exudados, raspados. . . Sin embargo, diagnosticar los pató genos fuera de su contexto tisular nos desproveía de la informació n sobre la respuesta inflamatoria de los ó rganos ante la infecció n o sobre otros cambios celulares inducidos. Lo anterior, que pudiera parecer trivial, era fundamental en ciertos casos: no era lo mismo diagnosticar la presencia del virus de Epstein-Barr en un linfoma, que demostrar que se trata de un linfoma relacionado con el virus de Epstein-Barr. Para afirmar lo segundo, las cé lulas tumorales tenían que expresar marcadores del virus. No bastaba con la presencia de este ú ltimo en los linfocitos del componente inflamatorio acompañ ante, cosa que sucedía en un altísimo porcentaje de individuos sanos. En definitiva: se comprobó que la presencia del germen no necesariamente significaba que este fuese el causante de la patología. Precisamente por esto, la tendencia natural de la histopatología fue la que siempre había sido: priorizar las té cnicas que permitían la visualizació n directa de los microorganismos en los tejidos. Por ello, lenta y paulatinamente se fue imponiendo la inmunohistoquímica, con anticuerpos sensibles y específicos para bacterias y virus: Treponema, Borrelia, micobacterias, Bartonella, Listeria. . . Un magnífico ejemplo lo representaron los anticuerpos contra el herpesvirus humano 8 (HHV8) y contra el virus del carcinoma de cé lulas de Merkel. Con respecto al HHV8, el virus fue identificado en 1994 en el sarcoma de Kaposi de un paciente con síndrome de inmunodeficiencia adquirida 32 y pronto se comprobó que el virus era aislado en todos los casos de sarcoma de Kaposi 33, 34 . Tanto el aislamiento del virus como la detecció n del mismo se hacían en un principio por PCR. Sin embargo, fruto de ello, se obtuvieron algunos resultados controvertidos que informaban de la presencia de HHV8 en el granuloma pió geno 35 , en hemangiomas 36,37 , en el hemangioendotelioma retiforme 38 , o en el angiosarcoma 39 . Este desconcierto fue en parte resuelto con la aparició n del anticuerpo anti-LNA-1, una proteína presente en todas las cé lulas infectadas por HHV-8 40 . La positividad, pudo no solo ser evaluada en el contexto morfoló gico, comprobando la expresió n en el nú cleo de las cé lulas tumorales ( fig. 4) , sino que tambié n se comprobó la presencia de la proteína en todos los casos de sarcoma de Kaposi. No se presentó en la literatura ningú n caso positivo convincente que no fuese un sarcoma de Kaposi. Ademá s, el anticuerpo hizo desaparecer todas las dudas morfoló gicas diagnó sticas, simplificando muchísimo el diagnó stico diferencial dermatopatoló gico de los casos de sarcoma de Kaposi 41 . Algo parecido sucedió con el poliomavirus de cé lulas de Merkel, descubierto en 2008 en casos del carcinoma homónimo 42 . La detecció n del virus se hizo en un principio mediante PCR, centrá ndose en el gen «large T-antigen» [43] [44] [45] [46] . Sin embargo, la té cnica pronto arrojó datos controvertidos: de un lado, la frecuencia del virus variaba entre 24 y 100% segú n las series 42, [47] [48] [49] [50] . De otro, el virus tambié n fue detectado en tejido no tumoral de pacientes tanto con carcinoma de cé lulas de Merkel como sin é l 51 . En 2009 se presentó un anticuerpo contra el large T-antigen, conocido como CM2B4 43 (fig. 5 ). De nuevo, la ventaja del anticuerpo era evaluar posibles diferencias morfoló gicas entre los casos negativos y los positivos. Combinando varias té cnicas de detecció n viral, se concluyó que no todos los carcinomas de cé lulas de Merkel estaban relacionados con la infecció n viral. El poliomavirus estaba integrado en aproximadamente un 80% de los casos 42 y pudo determinarse que la patogenia de ambos grupos (con y sin virus) era distinta 49, [52] [53] [54] . Los carcinomas de Merkel que no estaban relacionados con el polioma, parecían seguir un mecanismo patogé nico ligado a la radiació n ultravioleta y eran má s frecuentes en el hemisferio sur y Australia. Ademá s, los datos parecían indicar que las formas tumorales positivas para el virus tenían mejor pronó stico que las negativas 44,55-58 , aunque dicha interpretació n no carecía de su controversia 59 . No solo el carcinoma de cé lulas de Merkel se benefició de la comprensió n de mecanismos patogé nicos aportada por la inmunohistoquímica. Tambié n por ejemplo, se demostró la teoría de que los síntomas sisté micos en la infecció n por Clostridium eran fundamentalmente producidos por toxinas, al detectar el microorganismo localizado en la puerta de entrada 60 . O en el caso del T. pallidum, se comprobó una distinta distribució n de las espiroquetas en los tejidos en casos de sífilis primaria y secundaria, con predominio de un patró n perivascular en la primaria y epidé rmico en la secundaria 61 . En definitiva: la visualizació n de los microorganismos en el tejido proporcionó informació n patogé nica de relevancia. La inmunohistoquímica supuso ademá s una considerable mejora en la sensibilidad diagnó stica: Goel y Budhwar encontraron que mientras la histoquímica convencional (Ziehl-Neelsen) demostraba microorganismos en los granulomas de 36,1% de los casos de infecció n por M. tuberculosis, la inmunohistoquímica era positiva en el 100% 62 . Tambié n logró la inmunohistoquímica superar la sensibilidad de la PCR en situaciones concretas. Tal era el caso de la infecció n por Bacillus anthracix: cuando los pacientes habían recibido antibió ticos, las té cnicas de detecció n del germen (cultivo, Gram, PCR. . .) eran a menudo insuficientes. Sin embargo, el desarrollo de anticuerpos para uso inmunohistoquímico consiguió salvar tales obstá culos en un porcentaje significativo de casos, siendo la inmunohistoquímica el mé todo diagnó stico de preferencia, por encima incluso de la serología, el cultivo, la PCR o las tinciones histoquímicas 60, 63 . Algo parecido sucedía en las infecciones por micobacterias, en donde la cantidad de bacilos era no infrecuentemente muy pequeñ a (de difícil detecció n por PCR) o estaba oscurecida por una prominente reacció n inflamatoria. Ambos obstá culos eran salvados con la inmunohistoquímica: la té cnica, con muy poco o nada de fondo, permitía la visualizació n fá cil de los bacilos, incluso en muy pequeñ a cantidad 60 . Dentro de lo difícil y arriesgado que resulta establecer predicciones de futuro, se puede quizá anticipar dos tendencias con riesgo pequeñ o de equivocarse. Una, que se impondrá n las té cnicas de secuenciació n gené tica masiva de genoma completo, del tipo de la Next Generation. Para hacerse una idea conceptual previa de lo que suponen estas nuevas té cnicas, baste compararlas con sus predecesoras de secuenciació n (como la PCR) en un aspecto: la PCR secuencia segmentos previamente conocidos del material gené tico. Ello requiere que se haya establecido una hipó tesis etioló gica previa sobre una enfermedad 64 . Ademá s, las té cnicas de PCR no siempre son eficaces en la distinció n de genotipos virales, por ejemplo. Aunque para paliar este y otros problemas, se han ideado, entre otras soluciones, los test de PCR multiplexed para detecció n simultá nea de mú ltiples loci, su actualizació n con nuevos primers y validació n del nuevo producto, es siempre laboriosa. Por el contrario, el avance mayor introducido por las té cnicas de secuenciació n de genoma completo es que extienden el proceso a millones de reacciones que tienen lugar de modo paralelo, en vez de limitarla a unos pocos fragmentos de ADN. El resultado es la secuenciació n rá pida de grandes cantidades de material, incluidos genomas enteros. Y todo ello, sin necesidad de generar primers previos. Por si fuera poco, desde su introducció n en 2007, la Next Generation se ha mejorado a un ritmo que supera la ley de Moore, má s que Figura 5 -Ejemplo de un carcinoma de cé lula de Merkel relacionado con el virus de cé lula de Merkel. Dicha relació n se demuestra mediante la positividad con el anticuerpo CM2B4. duplicando cada añ o la capacidad cuantitativa de informació n obtenida por prueba. Esto se ha unido a un abaratamiento progresivo de los costes. Para que el lector se haga una idea, en el momento de escribir este editorial, la té cnica permite la secuenciació n de má s de cinco genomas humanos en poco má s de una semana, por un coste de unos 4.000 s. Ademá s, la té cnica permite la flexibilidad de la obtenció n de datos, seleccionando la cantidad de los mismos, o centrá ndose en un á rea genó mica específica, o por el contrario, obteniendo una especie de visió n má s amplia de los datos (con menos detalles). Adicionalmente, el hecho de que se puedan secuenciar grandes cantidades de ADN, permite obtener informació n sobre la implicació n de las regiones no codificadas en los procesos patoló gicos. El paso conceptual dado con la Next Generation es que ya no se necesita conocer previamente el agente causante de una enfermedad. Por lo tanto, se pueden descubrir nuevos microorganismos o nuevas especies, y no hace falta variar ningú n tipo de primer para adaptarlo a posibles mutaciones de los microorganismos conocidos. Este tipo de té cnicas ha permitido, por ejemplo, el estudio rá pido de la diversidad de los virus aviares 65 , algo crucial en un mundo en el que la globalizació n determina la difusió n rá pida de enfermedades de causa viral en las que el diagnó stico de especificidad viral es necesario para un tratamiento eficaz. Adolece, eso sí, de lo mismo que han flaqueado siempre las té cnicas de detecció n gené tica: genes no son proteínas, y la presencia de material gené tico no se correlaciona con las proteínas efectoras pató genas. Pensemos, por ejemplo en un microorganismo inviable o de capacidad nó xica reducida o ausente por mecanismos epigené ticos, enzimá ticos, ambientales u otros. Su genoma será detectable y detectado, pero no nos informará de su capacidad lesiva. Por ello, se puede casi complementar esta predicció n con el augurio de que se introducirá n té cnicas de proteó mica aplicadas a la informació n gené tica obtenida con la Next Generation. Esta es en definitiva la segunda predicció n: que la patología volverá a traer el diagnó stico de los microorganismos al contexto tisular. Es decir, se introducirá n té cnicas de la misma sensibilidad y ventajas de la Next Generation, pero en las que la informació n será obtenida sobre el tejido, y gracias a las que sabremos dó nde se ubica el microorganismo que estamos detectando. Todo ello, con la superació n conceptual de las té cnicas de secuenciació n masiva: que no se irá buscando un germen conocido a priori, sino probablemente una etiología desconocida. En conclusió n, volviendo al título de este editorial, la anatomía patoló gica lleva haciendo contribuciones a las enfermedades infecciosas de modo infatigable desde sus inicios. Para ello, cuenta con una ventaja que no tienen otras especialidades: contextualiza la infecció n en el tejido y en la respuesta inflamatoria del hué sped. Ello posibilita el mejor conocimiento de los mecanismos patogé nicos de la enfermedad, así como el diseñ o de estrategias de defensa má s eficaces contra un pató geno concreto. El autor declara no tener ningú n conflicto de intereses. b i b l i o g r a f í a Historia del tratamiento de la sífilis He who knows syphilis knows medicine'' -The return of an old friend History of Public Health The rise of Bacteriology and Immunology. En: Long ER, editor. A history of Pathology. London: Constable and Company Limited En: Long ER, editor. A History of Pathology. London: Constable and Company Limited Mosquitoe malaria and man: A history of the hostilities since 1880 Who goes first? The story of selfexperimentation in Medicine Daniel Alcides Carrion (1857-1885) and a history of medical martyrdom Histochemistry as a tool in morphological analysis: a historical review The history of the Ziehl-Neelsen stain The supravital staining of vaccine bodies On the presence of certain bodies in the skin and blister fluid from scarlet-fever On the presence of certain bodies in the skin and blister fluid from scarlet-fever and measles Histochemistry: historical development and current use in pathology The early development of electron lenses and electron microscopy Origin of the electron microscope Half a century of electron microscopy: the early years The scanning electron microscope Particles associated with Australia antigen in the sera of patients with leukaemia. Down's syndrome and hepatitis Variola minor. 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