Atenea 519-final.indd Atenea 519 I Sem. 201999 CAMINAR, EN EL PENSAMIENTO ECOLÓGICO DE LUIS OYARZÚN* THE NARRATIVE OF WALKING IN LUIS OYARZÚN’S ECOLOGICAL THOUGHT ARNALDO DONOSO ACEITUNO** Resumen: El objeto de estudio de este artículo es la escritura íntima y ensayística de Luis Oyarzún (1920-1972). Su objetivo es ofrecer criterios de análisis para probar que lo que denomino “narrativa del caminar” es fundamental en la confi guración del pen- samiento ecológico del autor. El corpus proviene, fundamentalmente, del Diario íntimo (1995) y de uno de sus ensayos póstumos, Defensa de la Tierra (1973). Palabras clave: Luis Oyarzún, narrativa del caminar, naturaleza, pensamiento eco- lógico. Abstract: Th is article analyzes the intimate essay genre cultivated by Luis Oyarzún (1920-1972). Th e purpose of this study is to off er an analytic framework with which to demonstrate the importance of what I term “the narrative of walking” within the author’s ecological thought. Th e principal works examined in this study are the Diario íntimo (1995) and one of his posthumous essays, Defensa de la Tierra (1973). Keywords: Luis Oyarzún, narrative of walking, nature, ecological thought. Recibido: 16.05.18. Aceptado: 01.04.19. Pieza clave en la confi guración del panorama cultural e intelectual chileno de la segunda mitad del siglo XX, Luis Oyarzún Peña (1920- 1972) escribió en varios géneros; sin embargo, no hay poemario, novela o ensayo suyo que haya captado tanto la atención de la academia como ISSN 0716-1840 pp. 99-115 * Este trabajo cuenta con el patrocinio del programa de Becas de Doctorado Nacional de la Comi- sión Nacional de Investigación Científi ca y Tecnológica (CONICYT) y de la Facultad de Educación de la Universidad Adventista de Chile. ** Doctor © en Literatura Latinoamericana, Programa de Doctorado en Literatura Latinoamerica- na, Universidad de Concepción. Correo electrónico: arnaldodonoso@udec.cl. 100Atenea 519I Sem. 2019 sus escritos íntimos. En el caso que nos ocupa, el diario, ese documento relegado a la periferia del circuito de producción literaria, se ha movido hacia el centro. Quizá la principal razón de este fenómeno sea que el diario de Oyarzún registra casi toda su actividad reflexiva y creativa. Se trata, en efecto, parafraseando a Ricardo Piglia (2001), de un “laboratorio de la es- critura” (p. 51) en el que se originó la mayor parte de sus proyectos. Desde esa perspectiva, el diario de Oyarzún se acerca a una noción de escritura llevada al límite. Si bien el autor no siguió obsesivamente la disciplina del calendario (Blanchot, 1967, p. 207), sí llevó un journal por más de treinta años, acumulando más o menos mil páginas manuscritas y mecanografia- das (Morales, 1995, pp. 11, 21). Me interesa un problema específico del heterogéneo mosaico temático de la escritura de Oyarzún: su reflexión ecológica. El siglo XX nos mostró, prematuramente, la barbarie humana a gran escala. Oyarzún fue un poco más allá en la imagen del desastre: la idea de la desaparición del mundo a causa de una crisis o catástrofe ecológica fue un tema recurrente en sus escritos íntimos. Derivó, inclusive, en un libro de ensayos publicado por sus amigos en forma póstuma, Defensa de la Tierra (1973), preparado por el au- tor en 1970 a partir de fragmentos del diario. Lo anterior revela el sistemá- tico interés de Oyarzún por lo que llamaba “el tema ecológico” (cit. Harris, Schütte y Zegers, 2005, p. 8), en el contexto de las primeras comprensiones y proyecciones globales de la crisis ambiental –esto es, a mediados del siglo XX. En lo fundamental, el marco de esta preocupación se relaciona con una profunda crítica a la modernidad como modelo histórico, en especial a los límites del desarrollo tecnocientífico, que decanta en una reflexión sobre el futuro humano y de la vida en el planeta; con la convicción ética de que la humanidad depende de su entorno y que, por ello, debe extender el imperativo categórico de la responsabilidad hacia lo no-humano; con una afectividad por lo salvaje, proveniente de una concepción neoplatónica que asocia lo bueno y lo bello al sentimiento de la naturaleza (Oyarzún, 1995, p. 124; Hozven, 2010, p. 164); con un acercamiento religioso y fraternal hacia los seres y materias con los que compartimos el mundo; con la predilección por la experiencia material del afuera o el “cuerpo a cuerpo con el mundo” (Le Breton, 2014, p. 17), cuyo índice más notable es la afición de Oyarzún por las caminatas y excursiones; con la reivindicación del saber acerca de los ecosistemas y las especies, sobre todo botánicas, que compromete una forma de habitar el mundo; y con una reformulación del rol y capacidad de acción de las humanidades en el contexto de la crisis medioambiental. En resumen, la persistencia de lo ecológico me sugiere que aquello que la Atenea 519 I Sem. 2019101 crítica ha descrito como pasión o fascinación por el mundo natural1 se en- cuentra subordinado a ese marco o formación discursiva que denomino pensamiento ecológico (Donoso, 2016). Uno de los rasgos singulares del pensamiento ecológico de Luis Oyar- zún se encuentra tras la afición del autor por las caminatas y las excursiones (Alone, 1974)2. Para Leonidas Morales (1995), la actitud de Oyarzún no corresponde a la de “un académico sedentario”, sino a la de un hombre que cede a “la compulsión de los desplazamientos” y a “la avidez por los impre- vistos estímulos del mundo circundante” (p. 10). No fue, por lo tanto, un diarista de escritorio ni un escritor doméstico. Literalmente, sin metáfora posmoderna de por medio, el lugar de enunciación del diario de Oyarzún está “en constante desplazamiento” (Morales, 2009, p. 145). ¿Es su diario, por esta condición móvil, más que íntimo un diario de viaje, si un diario íntimo, como explica Morales, es “por excelencia sedentario”, pues, quien lo escribe lo hace desde “un punto de estabilidad... dentro de la movilidad de la vida cotidiana”, mientras que un diario de viaje se “escribe desde fuera del domicilio... en lugares marcados por su condición transitoria, pasajera”, recortando “un tramo excepcional en la continuidad de su vida” (p. 144)? Por supuesto, no deja de ser ni lo uno ni lo otro. Su diario quiebra la regla de los subgéneros, pues Oyarzún escribe sin pensar demasiado en ellos, con la frescura del niño que borronea desde “la aventura el cuerpo” (Morales, 2001, p. 93): Mi cuerpo recordaba tantos otros lugares lluviosos y oscuros que he visto en el sur, donde la primavera y el verano son más espléndidos que en cualquier otra parte. Recuerdo una mañana cerca de Ancud. Salimos temprano... y caminamos por la costa, a esa hora poblada de innumera- bles aves marinas de una blancura azulada. (Oyarzún, 1995, p. 29) 1 Entre otros, Millas (1973), Morales (1995, 2001, 2009), Pérez-Villalón (1999), Sánchez (2005), Ha- rris, Schutte y Zegers (2005), Grau (2008), Hozven (2010), Valdés (2011), Amaro (2013), Bonzi (2014), Cordua (2015) y Pinedo (2017). 2 El 17 de febrero de 1974, El Mercurio publica una reseña de Alone sobre Defensa de la Tierra. La obra de Oyarzún, según el crítico, es múltiple y desconcertante. En ella, la “pasión de ver”, que Millas (1973) identifica como el núcleo de la escritura oyarzuniana, se aplica a la naturaleza hasta dar con los caminos de la filosofía. De acuerdo con Alone, la vocación de excursionista de Oyarzún, curiosa en un intelectual de primer orden como él, le permitió traducir la realidad en prosa, poesía, pensamientos trascendentales y atisbos científicos. En Defensa de la Tierra, concluye Alone, vida y pensamiento, arte e inquietud “empalman con la tragedia contemporánea, con esta civilización y esta cultura que tocan su límite, cuyo saber y poder las devoran, girando... rumbo al caos” (p. 3). 102Atenea 519I Sem. 2019 Lo visto, en reposo o en movimiento, marca en el cuerpo un mapa de sensaciones que componen, a su vez, el cuerpo de la escritura. Parece ser que solo en el “cuerpo a cuerpo con el mundo” Oyarzún fija una imagen indeleble de las cosas. Desde Jorge Millas hasta Roberto Hozven la crítica ha hecho hincapié en “la pasión de ver” de Oyarzún, que es sin duda una de las claves para leerlo –“[la] salud me viene por la luz, por el acto físico de ver” (Oyarzún, 1995, p. 107)–, pero, poco se ha dicho que para ver bien se necesita de una cercanía o lejanía apropiada. Para ver bien, es imprescin- dible acercarnos por nuestros propios medios a las cosas. Para ver bien y entender lo que vemos, se necesita caminar. “La tierra se nos hace familiar cuando la recorremos a pie. Son los pies el órgano natural de la locomoción humana y solo ellos pueden darnos un conocimiento real de los caminos, las gentes, los animales, los árbo- les”, apunta Oyarzún en Mudanzas del tiempo (1962, p. 17); y en el diario: “Experimento la necesidad de caminar, de ser tonificado por el aire frío” (1995, p. 102). Caminar es “una experiencia corporal total que no escapa a ninguno de los sentidos”, que nos permite redescubrir “la espesura sen- sible del mundo” (Le Breton, 2014, pp. 44-47) y que engendra un ritmo de pensar que configura una especie de paisaje interno que entra en relación con el paisaje externo (Solnit, 2015, p. 20). La reflexión acerca del vínculo entre pensamiento y marcha posee una larga data en la historia de la cultu- ra occidental: sofistas, peripatéticos y estoicos, mitificados y tergiversados durante los siglos XVIII y XIX por el romanticismo rousseauniano, son los precursores del pensar caminando. De Hegel, Kant, Hobbes, Rousseau, Nietzsche, Wittgenstein, y otros, se dice que caminaron bastante, mientras que a nosotros, caminantes comunes, el caminar nos vuelve a la “filosofía primera” (Le Breton, 2014, p. 96), es decir, a las preguntas fundamentales sobre la condición humana. Propongo, en definitiva, que la reflexión eco- lógica de Oyarzún comienza por los pies, por el caminar como experiencia corporal, filosófica, espiritual, estética y política. Consideremos, desde la perspectiva expuesta, la primera anotación del diario. Esta data del 28 de octubre de 1949, cinco días después de la llegada de Oyarzún a Londres, donde estudiaría Estética e Historia del Arte por alrededor de un año. En la entrada, el autor relata un paseo vespertino por uno de los parques emblemáticos de la ciudad: vagué por Hyde Park... A pesar del sol, había una bruma que entriste- cía la superficie de la gran laguna, dándole un carácter de semi salvaje, como de gran abandono, que me recordó el lago Lanalhue, cuyas ori- llas recorría una mañana nebulosa hace 4 años... Hyde Park me pareció Atenea 519 I Sem. 2019103 como esos lagos del sur de mi país y adecuado como ellos para abrirse de una vez, en los bellos días, como una flor que ha esperado paciente- mente largo tiempo. Mi cuerpo recordaba tantos otros lugares... (1995, p. 29) Líneas arriba cité parte de esta entrada. Es fascinante el efecto que el contacto con las cosas provoca en el sujeto: la imagen de una brumosa la- guna de apariencia salvaje dispara recuerdos de una remota caminata que, sin embargo, días más tarde, le hará extrañar tierras americanas. “En cier- tos instantes”, reflexiona, “uno suspira por hallarse otra vez en nuestros li- bres espacios, en nuestras costas virginales”, para oler su “perfume salvaje” y oír la “crepitación de la materia que se funde en torno nuestro” (p. 29). Oyarzún piensa que quizás el peso de la historia, la densidad humana o la falta de vitalidad en el paisaje –demasiado “pálido y peinado”, demasiado “doméstico”–, provoca “en el hombre un estado de atonía” que se traduce en un “escepticismo práctico, en una falta completa de entusiasmo y en una pérdida del sentido estimulante del futuro” (p. 47). A mediados de julio, Oyarzún encuentra en la aldea de Burley, Hamp- shire, un paisaje que le recuerda los campos de Santa Cruz que recorrió en su juventud. Vuelve a sentir la espontánea afinidad por lo “casi salvaje”: Recorriendo estas campiñas, saboreo el placer de la lentitud, del viaje en contacto íntimo con las pequeñas hierbas, con la tierra húmeda o seca, con las piedras que mis pies rozan o pisan y que mis ojos ven individua- lizadas con toda la precisión de la cercanía familiar. Hay también una tierra viva, a veces casi salvaje... Pero los grandes caminos interrumpen la armonía de la naturaleza. A ratos me siento deliciosamente vacío, sin peso interior, sin imágenes, en un atolondramiento del alma que deja todo su sitio a la dulce fatiga de mi cuerpo. (pp. 52-53) En la misma dirección, el 5 de septiembre, Oyarzún describirá “la tarde más perfecta” vista en Inglaterra. Para ello ha debido soltar amarras, en- tregarse sin reservas y vivir el desapego que nos exigen las largas caminata (Gros, 2015, pp. 12-17). “Ahora me puedo considerar un vagabundo com- pleto, pues ya no tengo casa” (1995, p. 58), señala antes de partir a Holm- bury St. Mary. Tras atravesar los bosques de Leigh Hill, escribe con todos los sentidos abiertos al evento de la vida: “Ha sido la tarde más perfecta que he visto en Inglaterra. La luz, aunque pálida, era de una pureza tal que brillaba inmóvil y sin embargo como estremecida, a lo largo de cada rayo de sol” (p. 59). Tras terminar sus estudios, Oyarzún tarda dos meses en llegar a Chi- 104Atenea 519I Sem. 2019 le. De regreso, hace escalas en España, Estados Unidos, Puerto Rico, San- to Domingo, Haití y Jamaica, y pasa de la fascinación al fastidio urbano, otra de las hebras de su pensamiento ecológico. Cito una entrada escrita en Nueva York, el 15 de octubre de 1950: “Mi contacto con esta ciudad me ha hecho ver con más claridad mi tendencia al mundo natural” (Oyarzún 1995, p. 61), confiesa en la línea de Henry David Thoreau (1999)3. “La exis- tencia de estas grandes ciudades me parece condenada, desequilibrada, fea, y aquí más aún que en Londres”. Califica a Nueva York como “el frenesí de utilitarismo”. La “inevitable cuadriculación de los movimientos bajo la or- den de luces rojas y verdes” le disgusta y califica los vertiginosos taxis que cruzan las calles como una muestra de “claro salvajismo” (p. 62). No solo se trata de Nueva York o de Londres. Las grandes ciudades de Latinoamérica, como Santiago o Buenos Aires, le provocan la misma impresión: De vuelta en Santiago sufro más acremente la asfixiante plenitud urbana de esta ciudad... Nubes de humo de hornos incineradores barren el te- cho plano de los edificios... No hay a mi alrededor naturaleza, ni árboles, ni pájaros, ni flores. Peor que yo viven los cientos de miles de habitantes de esta lamentable ciudad. (p. 134)4 La segunda entrada significativa del periodo está fechada el 24 de octu- bre en Río Piedras, Puerto Rico. Oyarzún constata los problemas ecológi- cos del país, producto del proceso de colonización de las Antillas. Haciendo un alto en sus compromisos académicos5, da un paseo por las afueras de Río Piedras hacia una granja llamada La Garrapata. Camina bajo el sol en búsqueda de la “efervescencia lujuriosa del trópico”, pero no la encuentra. “No hay grandes árboles ni abundan las flores. El verdor lo dan sólo arbus- tos y pastos. Hay, en cambio demasiadas carreteras de asfalto, camiones y automóviles. Casi no existe aquí paisaje. Existe sólo actividad humana” (p. 66), apunta con decepción en el diario. Colonos españoles y estadouniden- ses arrasaron llanos, valles y bosques para cultivar caña. Como consecuen- 3 Thoreau (1817-1862) es autor de “Walking” (1862), uno de los más elocuentes ensayos sobre el caminar. Los planteamientos de “Walking” proceden, en su mayoría, de apuntes del diario de su autor, hechos alrededor de 1850. 4 En mayo de 1953, amplía sus ideas sobre la vida en las grandes ciudades: “Si viviera en una aldea o en un bosque, me sentiría solidario de todo acontecimiento… en estas ciudades enormes la carne dormita e impera y la gente hacinada se aísla en sus huecos de hierro, en torrecillas de humo, sin la mediación de una naturaleza viva que nos haga humanos” (1995, p. 188). 5 Oyarzún llega al país antillano invitado por Jorge Millas, con el objeto de dar una serie de confe- rencias “sobre la naturaleza en la literatura hispanoamericana” (1995, p. 67) en la sede respectiva de la Universidad de Puerto Rico. Atenea 519 I Sem. 2019105 cia, señala en el mismo lugar, “murieron las plantas trepadoras de enormes flores y los arbustos coloreados”. Mientras en los países del primer mundo abundan los bosques, praderas y flores, “todos ellos más o menos artificia- les en su origen, pero naturales otra vez, desde que se les deja libertad para crecer de nuevo”, los países del tercer mundo, “países nuevos” o de “explo- tación en masa”, tienen un rasgo que los une: la desaparición de sus paisajes primitivos (p. 66). Así, en “el continente de la naturaleza, uno puede vivir toda una triste vida metido en una sucia ciudad sin árboles” (p. 217). Es obvio que el tópico de las cavilaciones de Oyarzún es la ecología po- lítica de las ciudades. Estas no serían modelos de cultura, bienestar y civi- lización. La pregunta es ¿debe la cultura, como expresión de los más altos valores humanos, dar un giro al cuidado de lo no-humano? Oyarzún cree que sí. En pocos hombres, afirma, es posible reconocer esa “piedad hacia las cosas de [la] que habla Gabriel Marcel” (1995, p. 123). La “piedad hacia las cosas”–con Mistral dirá “ternura por las cosas” (1995, p. 252)– se relaciona con la inclusión de lo no-humano en nuestra esfera de existencia: En algunos hombres, la conciencia del bien está ligada al sentimiento de la naturaleza. No descubro en ninguna parte tan excelentemente mi bondad como al respirar el aire yodado del mar, al atardecer de un bello día dedicado a la lectura y a los ejercicios físicos, y aun se restaura en mí el goce de la más pura inocencia cuando, en favor de esa respiración de salud, puedo percibir mi parentesco con los pájaros, los peces, las plantas. (p. 124) Desde las categorías de la ecocrítica, Lawrence Buell (1995) postula que la principal estrategia discursiva de los textos literarios ecológicos es una pulsión básica que adelgaza, fragmenta o borra el yo. Estas relaciones son examinadas por Buell a través del concepto de “estética de la renuncia”: los sujetos textuales, o bien renuncian humildemente a su ego, en una especie de épica de “sencillez voluntaria”, o bien dejan atrás su autonomía respecto del entorno, tendiendo a una “disciplinada extrospección” (pp. 144, 178). Esto, que podríamos denominar “vaciamiento del sujeto”, y que, como vi- mos, Oyarzún siente luego de una larga, lenta y fatigosa caminata, consti- tuye un doble movimiento en que el cuerpo es vivido en plenitud y en el que el afuera erosiona la subjetividad, como se aprecia en esta entrada de fines de febrero de 1953. Aquí el sujeto se vacía de lo superfluo y retiene lo elemental, alcanzando, de ese modo, el goce de ser en unidad con el cielo, la tierra, los animales, las piedras y las hierbas: 106Atenea 519I Sem. 2019 Perezosamente caminé 12 kms. esta tarde, desde Puerto Natales hasta Estancia Nueva... Vencido por la fatiga, me senté en una piedra, poco antes de llegar a las deseadas casas de la Estancia, y por unos instantes pude sentir la unión paradisíaca con el cielo, con la tierra torturada por el viento y con un zorzal que se detuvo sobre un poste, confundiendo el dorado plumaje de su pecho con el dorado de las hierbas del suelo... Fue esta tarde un rapto de dicha. (1995, p. 178) David Le Breton (2014) señala que el precio a pagar por el goce tran- quilo, la sensorialidad y la potencia de pensar que nos ofrece la marcha no urbana es la intensa actividad que compromete el caminar. No es solo una cuestión motora, sino también una cuestión de voluntad y coraje ante las adversidades e incertidumbres de las rutas y el clima, de respiración y resis- tencia muscular, de fatiga y, a veces, de hambre y sed al final de la jornada (p. 42). El premio es una invaluable lección de humildad. Al caminar expe- rimentamos la eternidad vibrante de lo que se mueve a una velocidad geo- lógica. Frente a la montaña o caminando entre grandes árboles o rocas, dice Frédéric Gros (2015), se piensa: “están ahí. Están ahí, no me han esperado, están ahí desde siempre. Se me han adelantado indefinidamente, y seguirán estando ahí mucho tiempo después de yo” (p. 90). Tal lección de humildad hace que nos desprendamos de nuestras máscaras. “Mediante sus grandes sacudidas, la Naturaleza nos despierta... de la pesadilla del hombre” (p. 92). Como Barthes (2016)6, Oyarzún asocia la dimensión estética del cami- nar a los paseos de infancia, a la producción de un alma infantil. Caminar “permite recuperar el puro sentimiento de ser, redescubrir la simple alegría de existir... que constituye la esencia de la infancia” (Gros, 2015, p. 91). Cuando se camina con la libertad del niño, cada paseo es distinto, cada ca- mino contiene un universo de posibilidades de mundos. Cualquier mirada objetiva o cualquier generalidad se triza ante la percepción de la miríada de multiplicidades que ofrece el afuera (cf. Gros, 2015, pp. 169-162). En Oyarzún, a veces, este arrobamiento infantil difumina la capacidad de evo- cación del lenguaje: “Ayer fuimos a pie hasta la aldea de San Isidro, en un paseo tan lleno de halago de los sentidos, que no podría describir nada de él ahora” (1995, p. 158). Lo que nunca se difumina es la inmediata experiencia poética que surge del camino. En su rugosa transparencia, la poesía de lo material se adelanta a cualquier epíteto, a cualquier figura, a cualquier ima- gen. Por ello, el recurso de la personificación aparece en las narrativas del 6 “Yo entro en esas regiones de la realidad a mi manera”, escribió Barthes (2016), “es decir, con mi cuerpo; y mi cuerpo es mi infancia, tal como la historia la hizo” (p. 16). Atenea 519 I Sem. 2019107 caminar como una estrategia para intentar acercarnos a la alteridad radical de lo no-humano. Lo no-humano ofrece a Oyarzún una serie de gestos. Su evocación le permite alcanzar un delicado lirismo: “¿Hay un gesto más ingenuo en la naturaleza, más primitivo en su candor que las huellas de una bandada de pájaros en la arena húmeda?” (1995, p. 124), se pregunta tras una caminata por la playa El Horcón; mientras que en Copacabana, los primeros días de julio de 1955, escribe: “Cuántos gestos tiene una ola, cuántas maneras de mirar, cuántas maneras de ser mirada” (p. 233). En mi concepto, la gestualidad de lo no-humano en los textos ecológicos des- pliega una ontología animista, en el sentido que da al concepto Philippe Descola (2011): en este tipo ontológico, humanos y no-humanos poseen una interioridad que emana de la naturaleza. Así, en razón de esa esencia común, humanos y no-humanos están llamados a llevar una existencia so- cial, pues la humanidad es la condición del sistema animista (pp. 89-90). En conexión con esta idea, cito una entrada del diario fechada del 13 de diciembre de 1955: El trato diario con los poderes vivientes de la naturaleza es indispensa- ble para el enriquecimiento armonioso de la vida. No hay salud sin él. El aumento de la población del globo hará necesario un gran perfeccio- namiento en las técnicas de restauración y creación de la tierra. ¿Cómo vivir sin la tierra y sus criaturas, sin el mar y el aire poblados por una vida sujeta a ritmo como la respiración y la circulación de la sangre? Sobre la riqueza multiforme y dispersa de la vida, el espíritu no parece sino voluntad de orden. (1995, p. 239, cursivas en el original) El énfasis sobre la “voluntad de orden” hace aplicable al pensamiento ecológico de Oyarzún las consideraciones de Descola respecto del animis- mo. En este, la naturaleza está especificada o englobada por la cultura (2011, p. 91). Es interesante observar cómo, en la línea de Mistral (Ostria, 2013), Oyarzún insiste sobre la idea de un orden espiritual que emerge cuando se producen agenciamientos entre lo humano y lo no-humano. Ejemplifico con una anotación de mayo de 1957, escrita luego de una larga caminata por el Cañón del Colorado: No puedo sentirme en orden sino en contacto con la naturaleza. De ella recojo mis fuerzas y solo ella me pone sobre mis pies. Acabo de cami- nar dos horas por un sendero, a la orilla del Gran Cañón. La lluvia y la niebla habían ahuyentado a los turistas. Caminé solo bajo los pinos de Oregón que goteaban sobre mi cabeza, solo y feliz. El corazón se me en- ferma en los interiores calefaccionados en exceso, un verdadero azote en 108Atenea 519I Sem. 2019 este país, pero allí, a paso firme, palpitaba de acuerdo con mis pulmones que respiraban el aire húmedo, entre esas rocas fantasmales suspendidas sobre los precipicios. Pude alguna vez ver hasta el fondo y esos cam- bios súbitos de aire eran semejantes a iluminaciones espirituales... Cada monte aquí se ha transformado en templo. (1995, p. 262) En Oyarzún, el animismo no excluye el conocimiento científico. Por el contrario, observo una poética que yuxtapone dos discursos ontológicos: el animismo y el naturalismo. Siguiendo a Descola, el naturalismo presupone la continuidad material de los cuerpos, la discontinuidad que es posible trazar entre lo humano y lo no-humano, y los elementos que diferencian aquello que es cultura de aquello que es puramente naturaleza (2011, pp. 93-94). Hay un interesante corpus de anotaciones del Diario íntimo y de Defensa de la Tierra que obran con este ensamblaje discursivo. Me refie- ro a los relatos de excursiones de observación, descubrimiento, búsqueda, descripción y catalogación de plantas, flores y árboles, en las que asoma el interés y la preocupación de Oyarzún por la flora chilena. En otro lugar (Donoso, 2014) he denominado “itinerarios botánicos” a este excepcional registro que aproxima a Oyarzún al espíritu de los naturalistas de los siglos XVIII y XIX7. “Todo viaje es una travesía de nombres” (Le Breton, 2014, p. 96). Quien comprende esto de mejor manera es el caminante que escribe su viaje, pues se encuentra siempre entre dos tiempos que corren paralelos y operan uno sobre el otro: el de la sensación y el de la memoria (p. 133; cf. Gros, 2015, pp. 26-27, 104). El que va a pie siempre va en busca de nombres, se interro- ga sobre los caminos, los poblados, las playas, los bosques, los cerros, los ríos, las plantas y flores, los animales; pero, lamentablemente, “el destino de todo ser humano es conocer poco más de un puñado del infinito número de nombres que existen” (Le Breton, 2014, pp. 92-93). Examinemos, a este respecto, una entrada del 26 de febrero de 1950. Oyarzún intenta describir el paisaje de Highgate que ve desde su ventana. Se esfuerza, pero no logra reconocer los árboles que ve: “Una de las cosas que me hacen sentirme ex- tranjero es no conocer el nombre de los árboles y de las flores” (1995, p. 33). Vuelve sobre lo mismo un año después, en El Horcón: “Uno de los signos 7 Darwin, Humboldt, Thoulet y Philippi son citados en el diario. Philippi fue la principal fuente de los conocimientos botánicos de Oyarzún. “Hojeé mi vieja botánica de Philippi compañera inseparable de excursiones”, declara en uno de los apartados de Defensa de la Tierra (1973, p. 73; ver, también, 1995, pp. 482, 512). Atenea 519 I Sem. 2019109 de nuestra mala barbarie”, escribe Oyarzún, “es no conocer los nombres precisos de las cosas. Esto significa que este mundo nuestro es pobre, que no nos interesan todas las cosas y las variedades de las cosas” (p. 89). A partir de febrero de 1951 se aprecia un creciente interés del autor por identificar de forma precisa las especies botánicas que observa en sus ca- minatas y describir sus relaciones ecosistémicas. Intenta, de a poco, vadear su ignorancia botánica, pero habla de flores sin nombre: “una pequeña flor de tres pétalos de espuma, tres pétalos de cera jade y seis estambres dora- dos, la más delicada que he visto, un parpadeo de inocencia en este mundo infinito... R. y yo nos dedicamos a recoger flores silvestres... ¡Qué lástima no conocer el nombre de todas!”, anota el 20 de septiembre (p. 107). Evoca solo lugares comunes –la “ternura por las cosas” en su faceta más superfi- cial8. Líneas más adelante, describe por primera vez una especie endémica. No se consigna el lugar del registro, pero creo que es en las cercanías de El Horcón, por la distribución geográfica de la que Oyarzún denomina “tupa morbosa” (Lobelia polyphylla): al borde del precipicio, se ocultaba la flor azul de Novalis que encontra- mos hace años en Algarrobo: una estrella blanca de cinco puntas en el fondo de una campánula turquesa. En los bordes más áridos de la colina crece la arvejilla salvaje cuyas hojas son de un verde gris perla que forma la más exquisita armonía con el lila de delicadas rayas violetas de sus pétalos... La tupa morbosa empieza a abrir sus umbelas eróticas, que pasan bruscamente de lo fálico a lo venusino. Su jugo es fétido como el del palqui. (pp. 107-108) Estos sorpresivos hallazgos exigen a Oyarzún confrontar sus observa- ciones de campo con la literatura científica. En una entrada del 7 de abril de 1953 narra una caminata de dos días entre Vichuquén y Querelema, lo- calidad costera de la Región del Maule y del secano costero de la Región de O’Higgins, respectivamente. Junto con un compañero, identificado con las iniciales A.B. o A., indistintamente, parte de Vichuquén con dos sacos de 8 Hay una variante lúdica de la “pasión de los nombres” (Grau, 2008). En 1953 el autor registra: “Era el día glorioso de ese camino de montañas, inundado por las flores fugaces de noviembre: cal- ceolarias delicadísimas, de tono amarillo limón; canelos floridos, humerianas mórbidas, oyarzunianas excelsas, huillis enormes, principillos, falsos capachitos” (1995, pp. 198-199; cursivas mías). Interesante es la entrada del 14 de diciembre, cuando Oyarzún determina el nombre científico de la “humeriana mórbida”: “suele ser llamada ‘azucena del campo’ –según le dijo a R. una anciana de Caleu– o ‘pata de vaca’. V. M. Baeza en su libro Los nombres vulgares de las plantas silvestres de Chile, la identifica como Chloreaspeciosa” (p. 201). 110Atenea 519I Sem. 2019 dormir y medio kilo de queso: “Atravesamos primero los bosques del vivero forestal de las dunas, formado por grandes pinos y eucaliptos que han ven- cido la arena. La atmósfera del día nublado transportaba aromas vegetales” (p. 181). Las dunas formaban una “inmensidad lila, plácida de mirar”, pero, fatigosa para los pies de los caminantes, sobre todo si se tiene en cuenta que aún se encontraban lejos de algún poblado: “Pasadas las dunas, entramos en un caminillo polvoriento, rojizo, bordeado de zarzamoras y boldos par- duscos. Sudábamos copiosamente bajo nuestra carga, sintiendo el placer de la soledad y del esfuerzo. Nos rodeaban campos de aspecto árido, muy pobres” (p. 182). Luego de bañarse en una pequeña laguna, los compañeros temen per- derse y solicitan hospedaje en una casa ubicada en el bajo de un monte. A la mañana siguiente, desayunan con sus anfitriones y salen camino a Boyeru- ca, dejando atrás el lago Vichuquén y la Laguna Dulce. Vadean la laguna de Boyeruca y el estero de Alcántara. Después, enfilan por un difícil camino de arena y llegan a Bucalemu. Al atardecer, Oyarzún y A. B. llegan a las colinas arboladas de Quelecura “después de 8 horas de marcha durante el día” (p. 182). En esas colinas los compañeros hacen un alto para observar las matas de chagual (Puya venusta). En esta entrada, Oyarzún hace una detallada descripción de sus flores, como consta en el fragmento siguiente: Por el camino de bajada, abundaban los chaguales que formaban setos y que mostraban ahora unas flores que nos dejaron deslumbrados sobre sépalos cubiertos de un polvillo rosa como desprendido de azucenas, una corola de numerosos pétalos carnosos cuyos tonos van desde el co- ral al naranja, con estambres amarillos. La flor ocupa el centro bordeada de hojas espinudas y resulta increíble esa carne delicada, voluptuosa, entre tan zarpados rayos. A. se oponía a que yo cortara una o dos que quise traer, envuelta en un pañuelo, porque no deseaba destruir esas vidas. Ignorancia botánica... (p. 183) Atento a las condiciones materiales de las especies endémicas del país, uno de los temas que más preocupó a Oyarzún fue el de los incendios fo- restales. En enero de 1961, en Tolhuaca, descubre “la belleza de la araucaria silvestre que trepa hasta las cumbres rocosas y se recorta sobre el cielo” al tiempo que contrasta la hermosura de los imponentes árboles con los ras- tros del bosque quemado: “También fue quemada aquí la selva primitiva, pero estos gigantes se salvaron gracias a la altura de las copas y la corteza dura, casi metálica” (p. 327). En esta entrada, como las de casi todo el mes, además de demostrar el profundo conocimiento botánico que ha ido ad- quiriendo –“a orillas de la laguna de Malleco, estoy viendo un tropaleum- Atenea 519 I Sem. 2019111 speciosum formado de grandes flores escarlata”–, Oyarzún reflexiona sobre la cuestión ecológica no solo como un problema estratégico o económico, sino, además, como un problema sociológico, político, moral y estético. “El chileno proyecta su feísmo de población callampa a la naturaleza y por eso no le cuesta arruinar su hermosura... no mira el paisaje ni tiene la capaci- dad de verlo en perspectiva, que exige una condición mental superior, la facultad de desprendimiento estético y moral” (1995, pp. 328-329). De este modo, la defensa del patrimonio biológico puede convertirse también en la del patrimonio biocultural, como se aprecia en la siguiente entrada escrita en Montegrande, el 20 de febrero de 1965: “La tumba de Gabriela [Mistral] está rodeada de montañas desnudas... Detrás del sepulcro crecen unos eu- caliptos que nada tienen que ver con el paisaje ni con el lugar... En cambio, están bien aquí el algarrobo, el espino y el quisco” (p. 461). Mención aparte merecen las especies que subsisten en el desierto. Oyar- zún efectuó cuatro viajes al norte de Chile, en 1959, 1961, 1964 y 1967. Apunto dos. En 1959, Oyarzún se interna a pie en la Quebrada de la Chim- ba, ubicada en el desierto costero cerca de Antofagasta. El lugar posee una formación vegetal única gracias a su microclima: “Ayer recogí brazadas de alstroemerias lilas en la Quebrada de la Chimba. Apenas cae un poco de lluvia o se espesa la camanchaca brotan las flores: verbenas rosadas, manza- nillas minúsculas, flores blancas de largos estambres morados”, escribe el 24 de noviembre en Copiapó (1995, p. 321). Por su parte, en Defensa de la Tie- rra, bajo el título de “Ramajes del desierto”, se recogen las anotaciones del 17 y 18 de julio de 1964, hechas en Antofagasta y Arica, respectivamente. Fundamentalmente, estas se refieren a la adaptación del tamarugo (Prosopis tamarugo) a las áridas mesetas nortinas: El desierto se esconde bajo los tamarugos polvorientos. Habría que ca- nonizar a este árbol heroico, que crece sin agua en los arenales, saciando su sed en las napas más profundas y atreviéndose a levantar su fina alza- dura entre los terrones removidos del salitre. Es el árbol de la resistencia a la adversidad. (1973, p. 35) Insisto, por último, sobre la inquietud botánica de Oyarzún para glosar una excursión que efectuó junto al botánico Carlos Muñoz Pizarro, el pin- tor Mario Toral y el fotógrafo polaco Bob Borowicz, al sector de La Vacada, en Huelquén, comuna de Paine9. El relato de la caminata se encuentra en las 9 La relación con Muñoz y Toral es interesante. Defensa de la Tierra fue publicado con ilustraciones del botánico y un diseño de cubierta del pintor. 112Atenea 519I Sem. 2019 notas del 2 y 3 de abril de 1965 del diario y fue reescrito, parcialmente, en la sección “Entre árboles” de Defensa de la Tierra. “Empiezo este nuevo cua- derno, regalo de Efraín Barquero”, escribe Oyarzún en el diario, “en plena excursión fotográfica y botánica... Los árboles del día son peumos, quillayes y lingues. Dios y los hombres quieran preservarlos, Amén, como a objetos sagrados” (1995, p. 470). Y en la reescritura del texto se lee: Los grandes árboles chilenos que sobreviven en las quebradas de la zona central... son los guardianes de las aguas, protectores de los hombres, animales y plantas. Bajo su sombra crecen los helechos y cantan los pá- jaros..., son ídolos silvestres que alimentan el alma de la tierra... Algo tendré que hacer para salvarlos, aunque no sea sino cantar su ruina. ¿Quién nos devolverá los viejos árboles perdidos? (Oyarzún, 1973, p. 39) El grupo avanza hacia el sur, al Parque Nacional Palmas de Cocalán, en la comuna de Las Cabras, Región de O’Higgins, para visitar la población endémica de palmas más austral del mundo, muchas de ellas milenarias, protegidas por su frágil estado y lento crecimiento. Oyarzún las compara a “toscos gigantes” que resisten estoicamente la explotación humana: Son las Palmas (Jubaeachilensis o spectabilis), que Darwin consideró monstruosas, las más feas de las plantas por la deformidad del tronco... Se sabe que vive cientos de años y que puede crecer aun en terrenos muy secos y áridos (sic). Produce no solo miel sino coquitos que todavía se exportan, crin vegetal, bastones, cartones con la fibra de sus troncos secos. Con paciencia y previsión, bien podría repoblar de árboles los ce- rros áridos de la cordillera de la costa... ¿Tendrán todas que ser abatidas también un día? El huracán no puede con ellas. Pero esas palmas ama- das de nuestra vieja tierra, que Gabriela Mistral llamaba las cuelludas, ¿habrán de morir antes que nosotros, víctimas de nuestro amor por el desierto? (pp. 41-43) Descomponer el estrato del viaje, línea mayor con la que dialoga este trabajo, observar su trama y seguir solo una hebra, la delgada senda que se dibuja con el cuerpo entero inmerso en el contacto con las cosas, lentamen- te, paso a paso, nos permite situar el pensamiento ecológico de Oyarzún en sintonía con la reflexión contemporánea sobre el caminar. Le Breton recuerda que, en 1950, Barthes planteaba sagazmente que “todo ensueño, toda imagen ideal, toda promoción social, suprime en primer lugar las piernas; ya sea a través del retrato o del automóvil” (cit. Le Breton, 2014, p. Atenea 519 I Sem. 2019113 19). El orden urbano ha hecho que, progresivamente, el cuerpo en tránsito de la modernidad, incorpóreo, sentado e inmóvil, sea percibido como una anomalía (p. 18). El cuerpo “choca con la modernidad”, pues, en general, los diseños urbanos limitan nuestra visión del mundo, nuestro campo de acción sobre la realidad, nuestra consistencia psíquica, actuar político y el conocimiento de las cosas. Usando una metáfora geológica, el choque del cuerpo con la modernidad “erosiona el yo” (p. 19). De allí que caminar sea un gesto de “deliberada resistencia a la neutralización técnica del cuerpo que distingue a las sociedades modernas” (pp. 135-136), bandera de sujetos y subjetividades que no temen enfrentarse a la “desnudez del mundo” ni a llevar un ritmo a contramano de una sociedad seducida por la velocidad. Andar es una forma de resistir la erosión no solo de la mente y el cuerpo, sino también del paisaje, de la naturaleza y de las ciudades (Solnit, 2015, p. 29). ¿Cuánto le debe el pensamiento ecológico de Oyarzún a sus caminatas y excursiones? Parece claro a esta altura que el caminar representó para él una profunda experiencia material, espiritual, intelectual y estética que siem- pre alcanza el mismo punto: una afectividad por el afuera, un sentimiento de bienestar y serenidad cuando se encuentra rodeado por la naturaleza salvaje, un placer estético ligado a su contemplación y una reflexión ética sobre las condiciones del entorno, las especies y el lugar del ser humano en el futuro del planeta. Las narrativas del caminar son fundamentales en el pensamiento ecológico de Luis Oyarzún. De las caminatas deriva el trabajo de campo, la acuciosa observación del paisaje, el entorno, las materias y las especies que en él habitan, y, por qué no, el diálogo con lo no-humano (Io- vino y Oppermann, 2014). Como Sócrates, Rousseau, Kierkegaard, Word- sworth, Nietzsche o Thoreau, Oyarzún fue un entusiasta caminante. Para Oyarzún, caminar y escribir fueron prácticas que se conectan con lo que Foucault (1999) llamó “cuidado de sí”, cuyos principios morales provienen de la filosofía antigua. Lo mismo podría decirse, en el contexto del pensa- miento postestructuralista, de la noción de la literatura como una “empresa de salud”, descrita por Deleuze (1996). No es raro, entonces, que, ante el progresivo desvanecimiento de los valores humanistas, Oyarzún se refugie en aquellas prácticas que los hombres de acción y los “planificadores del de- sarrollo” (1973, p. 16) consideran de otro tiempo, inútiles o de escaso o nulo valor, como la caminata, la escritura o el diálogo con lo no-humano, robus- tos dispositivos de resistencia contra el avance del filisteísmo y la ideología del progreso. 114Atenea 519I Sem. 2019 REFERENCIAS Alone (17 de febrero de 1974). Crónica literaria: Defensa de la tierra de Luis Oyarzún. El Mercurio, p. 3. Amaro, L. (2013). 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